Dos se hacen uno. La relación entre ellos se fortalece. Las vivencias se comparten de manera íntima. Se acrecienta la amistad.
Jesús recorría las aldeas cercanas, enseñando. Llamó a los doce discípulos y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus impuros. Les ordenó que, aparte de un bastón, no llevaran nada para el camino: ni pan ni provisiones ni dinero. Podían calzar sandalias, pero no llevar ropa de repuesto. Les dijo:
–Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta que os marchéis del lugar. Y si en algún lugar no os reciben ni quieren escucharos, salid de allí y sacudios el polvo de los pies para que les sirva de advertencia.
Entonces salieron los discípulos a decir a la gente que se volviera a Dios. También expulsaron muchos demonios y sanaron a muchos enfermos ungiéndolos con aceite.
(Marcos 6:7-13)
Para situarnos en el texto haremos un breve repaso, a modo de pinceladas, sobre lo que ha ido ocurriendo durante los cinco capítulos anteriores:
Jesús ya se ha bautizado, fue llevado al desierto y tentado. Juan el Bautista ha sido arrestado. En Capernaúm la gente queda asombrada de su enseñanza y autoridad. Allí Jesús cura al hombre del espíritu inmundo y su fama se extiende por la comarca de Galilea. Cura a la suegra de Pedro y esto hace que ese mismo día aparezca por allí una gran multitud de enfermos y endemoniados. Sana a un leproso.
Cada vez que Jesús hace un milagro pide que no lo cuenten, orden imposible de obedecer. Acude a él gente de todas partes.
Ha curado al paralítico al que además perdona sus pecados. Tanto Jesús como sus discípulos no están de acuerdo con la interpretación que los legalistas hacen de la ley, cogen espigas en sábado y se las comen.
Paso a paso, Jesús se pone en evidencia. Unos quieren tocarlo como si fuese un talismán y otros no quieren mirarlo.
En el capítulo tres es cuando nombra a sus doce apóstoles para que convivan con él y para enviarlos a predicar con poder para expulsar demonios.
Los propios familiares de Jesús comienzan a estar molestos, le ven fuera de sí. Él responde cuando llega el momento oportuno: ¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Entre Jesús y los suyos se ha creado una gran distancia.
Lleva un tiempo enseñando, en muchas ocasiones con parábolas.
Ha ocurrido ya el percance de la barca y el huracán mientras permanece dormido.
Sus discípulos le admiran y al mismo tiempo le tienen cierto miedo, pues obra de manera que no comprenden.
Cura al endemoniado de Legión (porque eran muchos) que vivía entre los sepulcros y autoriza a los demonios para ir a los cerdos; los del lugar, obviamente, le piden que se marche de allí.
Un jefe de la sinagoga consigue la sanidad para su hija.
Cura a la mujer del flujo de sangre.
En repetidas ocasiones enseña en la sinagoga. Sin embargo, es triste ver cómo después de todo lo bueno que el Señor hace, la gente siga menospreciándole por su origen humilde, y es duro para él reconocerlo abiertamente.
Jesús es vida para algunos y para otros es causa de múltiples molestias.
Y es ese, del que todos se preguntan quién es, el que envía a sus discípulos a predicar la reconciliación con Dios. Quiere hacerlos partícipes de su ministerio. Les da poder para predicar el evangelio y decide darles autoridad.
Van de dos en dos, ya que los acontecimientos importantes deben ser declarados, al menos, ante dos testigos. Ir en pareja les sirve, además, para protegerse, trabajar juntos, experimentar las mismas sensaciones. Dos se hacen uno. La relación entre ellos se fortalece. Las vivencias se comparten de manera íntima. Se acrecienta la amistad, y como dice el libro de Eclesiastés en el capítulo 4: 9-12: Más valen dos que uno, pues mayor provecho obtienen de su trabajo. Y si uno de ellos cae, el otro lo levanta. Uno solo puede ser vencido, pero dos podrán resistir.
Ir acompañado se convirtió en una costumbre en la iglesia primitiva.
En esta ocasión se encuentran en Galilea y el Maestro les da unas pautas a seguir.
Han de viajar con bastón y sandalias, pero no deben llevar ni morral ni monedas, sino sólo lo más imprescindible, lo puesto, al mismo estilo que tenían los profetas y, en virtud de la hospitalidad de las personas del Medio Oriente, se hospedarán en casa de alguien. Lo más probable es que en la casa donde son acogidos se forme una comunidad.
Vemos que los apóstoles obedecen y salen confiados a predicar sobre el Reino de Dios.
Son enviados a ser luz en movimiento. Van a otro lugar a depositar esa luminiscencia de las buenas noticias. Igualmente los envía a ser sal. La sal de las buenas noticias. Han de poner en práctica lo aprendido, que no es otra cosa que imitarle. Es hora de que el Reino llegue a los que no pueden desplazarse. Van a dar de beber el evangelio a los sedientos que no tienen oportunidad de acercarse a Jesús en esos días.
¿De qué irían hablando por el camino? ¿Tendrían miedo? ¿Prepararían algún discurso o lo dejarían todo al azar? ¿Y qué haría Jesús cuando se quedó solo, cuando los vio alejarse? Probablemente oraría por ellos. Conocía la idiosincrasia de cada uno, se preguntaría cómo llevarían a cabo la misión, cómo actuarían ante cualquier situación inesperada.
El Señor les advierte sobre la posibilidad de no ser bien recibidos y les propone algo conocido por todos los judíos: cuando se volvía de tierra extranjera, se hacía el gesto de sacudir el polvo que se traía en los pies para no hacer impuro el lugar propio de residencia. Eso les aconseja, que cuando no sean bien recibidos sacudan sus sandalias y salgan de allí.
Los discípulos se vuelven protagonistas. El Maestro alienta a sus alumnos a ser como él, a que alcen el vuelo. Los pone a su altura, les da poder.
Ellos cumplen con éxito la misión de predicar, curar y expulsar demonios. Vuelven eufóricos. Son capaces de consumar lo que Jesús espera de ellos y parece que ha sido fácil. Todavía les queda ir descubriendo que a pesar de su éxito, no son como Jesús, no pueden ser como él.
Cuando fueron enviados no hubo un runrún de palabras, consejos y leyes vanas, sino un resumen del evangelio: pedir que se vuelvan a Dios; sanar ya fuese de una u otra manera y restaurar a las personas. Hacerles el bien.
Los que son enviados cumplen con el propósito para el que fueron elegidos. Van con el poder y la autoridad de Dios. Cada mensaje que nos acerca al prójimo contiene un reto de esperanza.
Gracias a esta enseñanza, los creyentes de nuestro tiempo hemos aprendido a ser iglesia fuera de la iglesia, fuera del nido que formamos entre todos y donde nos encontramos a gusto. Entendemos que hay que llevar a los desconocidos el mensaje de liberación, desatar y liberar. Es posible que le hayamos añadido mucho a lo que aquí vemos tan simple. Sin embargo, somos cristianos cuya misión es llevar la voz de Cristo; acercar el mensaje a sus múltiples destinos y en múltiples maneras.
El profeta no debe predicarse a sí mismo, sino ser portavoz de quien le envía. Jesús nos manda y no debemos temer. Ser enviado lleva consigo un mandato y uno o varios dones. La nueva vida se hace presente libre de ataduras.
El discípulo está llamado a dejarlo todo para servir. Debe actuar por fe, de ahí que no llevaran dinero ni comida. Aproximar el evangelio a otros es una actitud de servicio. Las bienaventuranzas no se pueden llevar a los desvalidos presumiendo de riquezas materiales. El discípulo ha de ser sencillo y humilde.
Hemos visto que existe la posibilidad de ser rechazados, no todos los corazones están abiertos. No obstante, esto no debe ser motivo de desánimo.
Del mismo modo que los apóstoles, somos sacerdotes de Dios enviados como siervos, no como señores. Durante esta andadura vamos a descubrir cuál o cuáles son nuestros dones, si tenemos el de sabiduría, el de ciencia, fe, consolación, exhortación, discernimiento de espíritus, el o los que sean. Mujeres y hombres, miembros cada uno en particular del cuerpo de Cristo, tenemos que ser conscientes y estar dispuestos a ser rechazados como Jesús fue rechazado en su misión. Es algo que viene unido a la manifestación de la fe.
Del mismo modo que saca a los apóstoles de la zona de confort donde se encuentran, del refugio de amistad que disfrutan, hace el Maestro con nosotros en muchas ocasiones. Nos saca fuera cada vez que es el momento de abandonar la seguridad. Jesús empuja a los polluelos para que arranquen el vuelo. Esta preocupación se vuelve alegría cuando cumplimos la misión.
Podemos concluir con el versículo 8 del libro de Isaías capítulo 6: Aquí estoy, envíame a mí.
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