No darle culto es robarle al Hacedor el derecho legítimo que tiene a recibirlo. Es desafiarlo.
El culto es el acto por el cual la criatura reconoce al Creador, siendo un deber intrínseco a su condición, en el que expresa por el mismo su gratitud, dependencia y adoración hacia quien le ha dado la existencia y todo cuanto tiene. Se trata de un acto exclusivo para Dios, porque mientras es posible, y necesario, agradecer a otras personas sus favores y ayuda, reconocer su valía, honrar su posición, considerar su tarea y estimar sus logros, la diferencia para con Dios consiste en que en el culto no sólo esa gratitud y reconocimiento tienen una dimensión especial y absoluta, sino que dicho acto supone la entrega total del que lo ofrece, sin reservas ni condiciones.
Cuando, además, esa criatura ha sido rescatada del abismo de condenación en el que había caído por causa del mal uso del libre albedrío, tiene un motivo añadido para dar culto al que es no sólo su Creador sino también su Redentor. El culto del redimido se convierte así en un doble acto, en su carácter de criatura y en su carácter de rescatado.
Si retirar la gratitud a quien debe dársele, quitar la honra a quien ha de concedérsele y rechazar la consideración a quien hay que otorgársela es una actitud miserable, cuando se trata de la relación entre dos seres humanos, cuánto más será una actitud mezquina, cuando se trata de la relación con el Creador. Porque entonces, además de mezquindad, habrá negación de la obligación que la criatura tiene, lo cual es una injuria hecha a Dios. No darle culto es robarle al Hacedor el derecho legítimo que tiene a recibirlo. Es desafiarlo, hasta el punto de decirle que no hay nada que se le tenga que dar u ofrecer, siendo el máximo desafío cuando no sólo se le niega ese culto, sino cuando expresamente se le niega a él. Eso es el ateísmo.
Desde los albores de la humanidad el ser humano ha sido consciente de ese deber hacia el Creador, de ahí que ya en el comienzo del capítulo 4 de Génesis hallamos el culto dado a Dios por dos hermanos, Caín y Abel. Es de destacar que los dos eran monoteístas (creían en un solo Dios), no siendo uno monoteísta y el otro politeísta. Si el ateísmo es la negación de Dios, el politeísmo es la reducción de Dios, porque su naturaleza única, infinita, gloriosa, absoluta y eterna, queda menoscabada y limitada, al quedar relativizada para dar cabida a otros seres de elevada categoría. Si el ateísmo quiere negar a Dios, el politeísmo quiere rebajarlo y disminuirlo.
Pero Caín y Abel eran monoteístas, porque creían en un solo Dios. Mas además de ser monoteístas eran verdaderos monoteístas, porque es posible ser monoteísta, creyendo en un dios falso. Por ejemplo, el ateísmo es uno de esos falsos monoteísmos, porque el ateo ha suplantado a Dios por un dios que él ha fabricado. Así que el monoteísmo sin más es ambiguo, porque fácilmente se puede estar dando culto a un dios hecho por uno mismo. Pero estos dos hermanos daban culto al Dios verdadero. Por tanto, todo hacía suponer que el culto que daban uno y otro sería agradable a Dios. Nada de politeísmo, ni huellas de falso monoteísmo.
Y sin embargo, Dios aceptó un culto y reprobó el otro. Lo cual muestra que además de ir dirigido al objeto correcto, el culto ha de tener una esencia que lo haga apto a Dios. Ahora bien, ¿en qué consiste esa esencia? ¿Simplemente en el correcto ejercicio de una formalidad, según unos pasos establecidos? Ése es el error que es fácil cometer, al pensar que todo se resume en la observancia externa de una determinada manera de hacer las cosas. Cuando, además, esa manera se constituye en rutina, el culto se degrada hasta convertirse en un acto mecánico, sin vida ni espíritu, divorciado del corazón y la conducta.
Hay un tweet de Dios que afirma lo siguiente: ‘El sacrifico de los impíos es abominación al Señor; mas la oración de los rectos es su gozo.’ (Proverbios 15:8). El texto tiene dos partes que están en claro contraste. Por un lado se menciona la palabra sacrificio, que alude a todo un elaborado ritual que era menester llevar a cabo, bajo detalladas instrucciones. Tomaba su tiempo hacerlo y podía tener un elevado costo material, especialmente si la víctima era una res de ganado mayor. Así que todo indica que tal acto, por esfuerzo y por escrupulosidad, será agradable a Dios. Pero como el corazón del que ejecuta ese acto es malo, tal sacrificio no sólo queda anulado sino que se transforma en una abominación a los ojos de Dios. Abominación es una palabra muy fuerte que se usa en el Antiguo Testamento para describir cierta clase de pecados gravísimos. Pues bien, el sacrificio ha cambiado de ser un acto de propiciación a ser un acto de provocación. Y ello porque el que lo ofrece retiene la maldad en su corazón.
Por el contrario, la segunda parte del tweet menciona la palabra oración. La oración es un acto que brota del corazón. No necesita una pulida liturgia, pudiendo hacerla un analfabeto y un ilustrado, un pobre y un acomodado, un perdido y un redimido. Es un acto sencillo, interior, personal, pero que, cuando parte de un corazón sincero y recto, llega adonde tiene que llegar, al mismo trono de Dios, hasta el punto de que Dios se deleita en tal oración, como la de un transgresor, que rectamente suplica: ‘Dios, sé propicio a mí, pecador.’ (Lucas 18:13).
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