El desprecio puede ser algo tan oculto que se puede cubrir hasta con el lenguaje religioso.
Curioso y triste título: la oración del desprecio. Un esquema de este artículo lo puse en Facebook. Hoy lo traigo aquí completo. Algunos se preguntarán si es que, acaso, puede existir la oración del desprecio. Pues sí. Hay un ejemplo muy claro en la Biblia. ¡Hasta en una oración puede tener cabida algo satánico: el desprecio! Despreciar es un contravalor en relación con los valores del Reino, está en contracultura con el amor al prójimo que nos deja Jesús como un mandamiento. Así, orar con los matices pecaminosos del desprecio al prójimo, es un valor del antirreino, del reino del mal.
Lógicamente, en la oración no estamos escupiendo a nadie, no estamos apaleando al prójimo de manera física, pero el desprecio no es siempre visiblemente activo, violento con los hechos, no se lanzan risas vejatorias, pero se puede despreciar simplemente con palabras sutiles que reflejan el menosprecio del prójimo de una manera clara, aunque, aparentemente, no le haga sufrir en ese momento, porque, infravalorando al hermano, se escenifica ante Dios en oración. Sería la oración del desprecio.
Así, el desprecio puede ser algo tan oculto que se puede cubrir hasta con el lenguaje religioso y, peor aún, se puede dejar encubierto ante los hombres a través de una oración. Esta oración del desprecio que vamos a ir viendo, más nos aparta que nos acerca a Dios. Suele ser una oración rodeada de hipocresía, de sepulcros blanqueados por fuera que nos puede llevar hasta a una oración, pero pura fachada que nos condena y aparta de Dios mismo.
¿Puede darse tal aberración de despreciar al prójimo mientras se habla con Dios? Pues sí. Es una de las características de la oración del desprecio. Es una oración falsa que, si sale del techo del templo, es sólo para nuestra condenación. Sé que son palabras duras, pero palabras bíblicas. El ejemplo más claro de la oración del desprecio lo encontramos en la Parábola del Fariseo y el Publicano: “Gracias porque no soy como otros hombres, ladrones, injustos adúlteros, ni aún como este publicano”.
Una oración que señala con el dedo para despreciar al prójimo que tenemos a nuestro lado. La oración más triste que se puede hacer en nuestra relación con Dios. Nos autojustificamos y nos gloriamos, mientras despreciamos al prójimo que tenemos a nuestro lado. Es la oración del desprecio.
Muchas veces nos puede salir esta triste oración porque nos gloriamos en nuestros propios actos que consideramos píos o religiosos. Acabamos así confiando en nosotros mismos, mientras que nos lanzamos a la oración del desprecio al otro. Justo delante de nuestro Dios, cuando nos estamos alabando delante de él: “Ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano”…, decía el fariseo como argumento base de su oración del desprecio.
El deseo de aparentar ser justo, mientras que consideramos al prójimo como alguien despreciable que, para nada, puede compararse con nosotros. Hay una correlación bíblica tremendamente peligrosa: confiar en uno mismo, en méritos religiosos, en cumplimientos de rituales, mientras que se desprecia al prójimo que no creemos que sea tan fiel como nosotros. Esto puede conducir a la oración más triste, a la oración que nos separa de Dios, a la oración del desprecio.
¿Nos puede ocurrir también a nosotros mismos en alguna de nuestras oraciones? Hemos de tener sumo cuidado sobre cual es nuestra relación con el prójimo cuando nos dirigimos al Omnipotente Dios. Normalmente le suele pasar a estas personas que, quizás, ni son plenamente conscientes de ello: “A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros”. Luc. 18:9. Ese desprecio puede llegar hasta a la mismísima oración y dar lugar así a la oración del desprecio.
Es verdad que debemos de tener mucho cuidado, no sea que el prójimo por nosotros minusvalorado, despreciado y humillado, esté haciendo otro tipo de oración que, quizás, debería ser también la nuestra: “Señor, sé propicio a mí, pecador”. Tenemos que ser humildes y misericordiosos con el prójimo y acercarnos al altar de Dios habiéndonos reconciliado con ese prójimo sea cual sea su situación, en humildad, porque solo “el que se humilla será enaltecido”.
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