Nos causa fascinación lo apocalíptico por el deseo de saber cuál será nuestra reacción ante la desesperación provocada por el fin de todo. Pero, en realidad, en nuestro corazón ya hay una respuesta escrita. Y esa respuesta, el pecado, tiene que ver con nuestra condición.
Parece que la irrupción de las series que buscan crear algún tipo de imaginario concreto sobre un futuro a caballo entre la probabilidad y la distopía ya no es una anécdota. Lo que en su momento fue una novedad irreverente ante la oferta convencional, se ha convertido en una constante que ha encontrado un mercado al que satisfacer. Un mercado que demuestra, de esta manera, un mínimo de interés por arrojar algo de luz a la forma de lo próximo, de lo que todavía no es, y hacerlo con un mínimo de reflexión intelectual e interacción emocional.
Y entre toda la amalgama de contenidos (por cierto, de todo tipo de grados de calidad) que se abocan constantemente, una de las creaciones que me han parecido más originales es El Colapso. Quizá, la grandeza de esta miniserie francesa de ocho capítulos reside en que, precisamente, no trata de recrear un futuro a largo plazo en el que la tecnología ha desfigurado por completo la apariencia de la humanidad o se se han mezclado diferentes estratos de la narrativa de ficción clásica (tiranía política más experimentación espacial, por ejemplo). Nada de eso. No busca crear hipotéticos sino ampliar la magnitud de las crisis presentes que como sociedades ya estamos afrontando.
De manera que las diferentes historias, conectadas entre sí por los personajes y las decisiones que toman, resultan cercanas y tienen un valioso componente sensibilizador, en tanto que se deshace de toda carga de lo políticamente correcto (quizá ese sea el principal fallo de otras, como Years and years, otra aclamada serie en esta línea) y apela a lo individual, a la condición personal, y solo entonces a la configuración de lo colectivo. Y lo hace desde un problema real y sensato, a cuyo alcance nos encontramos: ¿qué ocurriría si el sistema colapsase, si no hubiese abastecimiento, si todo se paralizase y la única expresión de vida se redujese a la supervivencia, a encontrar algo de comida y un lugar en el que todavía haya energía?
Como digo, el relato de El Colapso no es en absoluto lejano. Ancianos muriendo solos en residencias; ricos contratando seguros de vida millonarios para tener acceso a un búnker construido en alguna isla donde pretenden permanecer a salvo de la hecatombe mundial mientras todo los demás se desmorona; lugares de acogida en los que todavía se tiene que seguir debatiendo si se recibe a personas que vagan por los bosques o se las deja fuera. Lo que estremece de todo ello es que, lejos de dibujar un futuro hipotético, sencillamente dramatiza algunas narrativas que ya hemos comenzado a generar y crear. Y a las que nos hemos acostumbrado, en cierto sentido.
[destacate]El colapso no es una situación a la que esperar, sino que apela a la condición humana ya colapsada por el pecado.[/destacate]Pero si hay un elemento que llame especialmente la atención, en medio de este escenario de perpleja realidad, ese es el de la visceralidad personal. En El Colapso no hay buenos ni malos sino que todos los personajes son reducidos a una lucha de instintos por la supervivencia propia que solo encuentra diferencia en las situaciones y circunstancias de las que ya partían. Una diferencia de matices. Así, el tipo que actúa como coordinador de un grupo que se ha quedado para trabajar en una central nuclear y evitar que explote, apremia a todo el mundo a dar la vida, pero trata de evitar exponer a su hija. Y el padre de familia que negó combustible a otro padre de familia por no tener alimentos que darle, acaba implorando clemencia cuando es amenazado a punta de pistola y luego asalta y roba a unos ancianos. Y el rico que vivía rodeado de cuadros de Van Gogh, deja a su amante y a su mujer para salvar su vida y termina robando a un pobre hombre que se encuentra en el camino para huir.
Metáforas, todos ellos, que ponen de manifiesto que ninguno es presa de las circunstancias que vive, porque gran parte de la realidad que se afronta ahora forma parte de un proceso del que se ha ido participando activamente y sin reprocharse nada a uno mismo.
En parte, nos causa fascinación lo apocalíptico por el deseo de saber cuál será nuestra reacción ante la desesperación provocada por el fin de todo. Pero, en realidad, en nuestro corazón ya hay una respuesta escrita. Y esa respuesta, el pecado, tiene que ver con nuestra condición, más que con nuestras circunstancias. Al final, estas únicamente pueden atenuar o manifestar un grado u otro de esa condición, pero las circunstancias son temporales. Incluso las que tienen que ver con el escenario del fin de todo.
Quizá ese sea uno de los principales errores en la visión de los planteamientos generales que presenciamos por intentar producir un cambio drástico que salve al conjunto del planeta de una situación irreversible; el error de no comprender que ya estamos en una situación irreversible en cuanto nivel personal, y por tanto también colectivo, una caída generalizada que se extiende desde el principio de la historia de la humanidad hasta ahora, y para la que solamente existe una solución; el que quiera conservar su vida, la perderá, pero el que la pierda por mi causa (dijo Jesús), ese la encontrará.
El compromiso de ciertos países de eliminar todo combustible fósil para 2050, es una buena noticia. Que la compañía The Vivos Group esté vendiendo búnkeres de lujo antiapocalipsis para multimillonarios, desde Dakota del Sur hasta Marbella, es una mala noticia. Pero sobre todo, lo que es un hecho es que el colapso no es una situación a la que esperar en un futuro más o menos lejano a no ser que las cosas cambien mucho, sino que apela a una condición humana que ya está colapsada, colapsada por el pecado, y que no tiene la capacidad de producir elementos de salvación diversos, excepto el único que le ha sido dado.
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