Hay diques absolutos que deben ser establecidos, so pena de entrar en un estado de confusión que no puede llevar sino al desastre.
Los seres humanos hacemos nuestras propias clasificaciones de los demás y una de las que están en auge desde hace ya mucho tiempo es la de catalogar en derechas o izquierdas, lo cual arranca desde la asamblea nacional francesa en 1789, cuando unos diputados se sentaron a la derecha del presidente de la cámara y otros a la izquierda para una votación, según fuera su actitud hacia la monarquía. Pero lo que en principio no era más que una ubicación espacial coyuntural, se convirtió con el paso del tiempo en toda una definición y posicionamiento de ideas y doctrinas. Y como el mundo de la política es hoy hegemónico, esta clasificación es primordial para evaluarse y juzgarse unos a otros.
Si todo se quedara ahí, las cosas no pasarían a mayores, pero si el enconamiento de esa catalogación se endurece, puede evolucionar hasta un enfrentamiento civil (que no civilizado) cruento, cuando la animadversión y el odio hacia el del otro lado alcanza cotas insoportables, ejemplos de lo cual, tristemente, no faltan en la historia pasada y, más triste aún, no faltarán en la venidera. Aunque en Occidente la catalogación en derechas o izquierdas es la dominante, no es así siempre y en todas partes, porque la clasificación se puede efectuar en virtud de la pertenencia a una etnia, a una cultura, a un color de piel o a una creencia, categorizaciones que pueden llegar a ser tan peligrosas como las letales confrontaciones de derechas e izquierdas.
Para evitar que tales distinciones se tornen en choques sangrientos, la respuesta es la relativización de los valores, en el sentido de que no hay ninguno que sea superior a los otros, sino que todos tienen su cabida, respeto y dignidad, teniendo en cuenta que cada uno aporta algo y que ninguno tiene el monopolio de la verdad. De este modo, se llega a un consenso de equilibrio, reconocimiento y cesión recíproca.
Sin embargo, aunque la solución de la relativización de las ideas parece ser la mejor opción, tiene un flanco débil, porque evidentemente no a toda idea puede dársele el beneficio del reconocimiento, dado que hay ideas destructivas, cuya puesta en práctica ha traído indecible sufrimiento a pueblos y naciones. De hecho, hay ideas que están descartadas de por sí en las democracias modernas. Por ejemplo, ¿puede la idea de la tortura a un preso ser considerada tan válida como la de la prohibición de esa tortura? Aquí no estamos frente a dos ideas relativas, en la que ninguna de las dos puede afirmar su superioridad sobre la otra, sino que nos hallamos ante una idea rechazable totalmente, frente a otra que debe ser recibida. Luego la relativización de las ideas también tiene su aspecto relativo, porque tal relativización es hasta cierto punto.
Lo cual significa que hay diques absolutos que deben ser establecidos, so pena de entrar en un estado de confusión que no puede llevar sino al desastre. Recuerdo que cuando era niño había un popular concurso radiofónico titulado ‘Vale todo’, en el que, como indica el nombre, lo mismo participaba el albañil que esperaba salir de sus apreturas económicas imitando el llanto nocturno de su niño, como el novel aspirante a cantante que interpretaba algún éxito del momento, no faltando el aprendiz de poeta, rimando sus versos ante el micrófono, o el candidato a cómico que contaba chistes y ocurrencias. Pero el lema ‘Vale todo’ no puede aplicarse en asuntos trascendentales, porque no se puede rebajar ni difuminar, en aras de conseguir un acuerdo, lo que es insustituible.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Cuando los justos se alegran, grande es la gloria; mas cuando se levantan los impíos, tienen que esconderse los hombres.’ (Proverbios 28:12). Aquí hay una catalogación que se está haciendo, consistente en la diferenciación entre justos e impíos. No es una diferenciación política, entre derecha e izquierda; no es racial, entre blancos y negros; no es religiosa, entre judíos y gentiles. Es moral. En realidad, esa diferenciación no solo se efectúa en ese texto, sino que es una constante a lo largo de las páginas de toda la Biblia. Y en esas páginas se constata que cuando los justos se corrompen y se hacen iguales que los impíos, sobreviene el desastre. Cuando se borran las diferencias fundamentales, no las residuales o secundarias, las consecuencias son terribles.
Si los justos se alegran es porque han sido exaltados a la victoria, lo cual redunda en gloria y bendición. Si los impíos se levantan es porque han obtenido el triunfo, lo cual resulta en pérdida irreparable, porque su hegemonía es asfixiante, hasta el punto de que los demás tienen que esconderse.
Hay un ADN natural que nos llega de nuestros padres, desde Adán, por el cual todos entramos en la categoría de impíos. Hay un ADN espiritual, que llega del segundo Adán, por el cual, quien viene a Jesucristo, recibe la categoría de justo. Esta es la catalogación verdadera, la que Dios efectúa. Las otras catalogaciones son puramente humanas. Y de lo que se trata es de retener ese segundo ADN, que resulta en belleza y gloria.
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