Son tiempos de incertidumbre en los que hemos de hacer un esfuerzo en no mirarnos sólo a nosotros mismos y nuestros pesares.
Nadie supo lo que se avecinaba hasta que entramos de lleno en el problema del que nos va a costar salir. Día por día la vida va cambiando de una manera brusca que nos cuesta asimilar. Sea cual sea el estatus social en el que nos desenvolvemos, la perplejidad es grande. Las horas del día se han vuelto desaforadas. Estamos desorientados, saturados de información sin saber hasta qué punto es fidedigno todo lo que nos cuentan. Los que no hemos vivido ninguna guerra formada por ejércitos, lo hacemos ahora contra un enemigo invisible y mortal. Nos aferramos a soluciones pasadas porque las actuales no llegan. Ponemos nuestro pensamiento en épocas que fueron más prósperas, menos dañinas. El futuro asusta aún más que el presente. La esperanza parece que se nos ha escondido bajo la cama y no quiere salir por más que queramos convencerla.
Son tiempos de incertidumbre en los que hemos de hacer un esfuerzo en no mirarnos sólo a nosotros mismos y nuestros pesares. Vamos a mirarnos en los otros como en un espejo. Vamos a sacar a flote la empatía. Son muchas las personas que necesitan ayuda, las que necesitan que se les devuelva el respeto perdido. Son muchos los que piden a gritos recuperar su machacada dignidad. Necesitan que hagamos lo imposible por levantarles de nuevo el ánimo. Necesitan que les acompañemos con nuestra lucha por sus derechos. Necesitan que hagamos de padres y madres que los consuelen y conduzcan a un bienestar perdido con dudas de ser recuperado.
Esta situación me lleva a varios versículos del capítulo cuatro del libro deuterocanónico Eclesiástico. En ellos, con toda sencillez se nos anima a ser responsables y estar junto a los más vulnerables, los que sufren igual que nosotros pero con otros males añadidos.
Hijo mío, no te burles de la vida del pobre, no deprimas al que sufre amargamente;
no le gruñas al necesitado ni te cierres al ánimo abatido;
no exasperes al que se siente abatido ni niegues limosna al que te la pide;
no rechaces al indigente que acude a ti ni apartes tu rostro del pobre,
haz caso del pobre y responde a su saludo con llaneza;
libra al oprimido del opresor y no te repugne hacer justicia.
Sé padre para los huérfanos y marido para las viudas, y serás como un hijo para el Altísimo, que te amará más que tu madre.
Eclesiástico 4, 1-4; 8-10
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