Seis lecciones para la iglesia que aprendí al atravesar la enfermedad.
España está pasando por la peor crisis que recordamos desde que este país se convirtió en una democracia moderna hace 40 años.
El coronavirus ha matado a más de 21.000 personas y ha contagiado a por lo menos 200.000, aunque muchos más de nuestros 46 millones de habitantes podrían estar infectados, tal como reconoce el propio gobierno. Las comunidades evangélicas no hemos estado al margen de esta epidemia, y entre los afectados me encuentro yo mismo.
Soy pastor de una iglesia de unas 350 personas en una pequeña ciudad en la costa atlántica, y sirvo también en mi denominación y como presidente de la Alianza Evangélica Española. Pero todo paró en seco cuando me contagié con el Covid-19.
Cuando, tras 21 días de lucha contra la enfermedad, recibí el alta médica, mi agradecimiento y alegría fueron enormes. Soy muy consciente que otros, incluso más jóvenes y fuertes que yo, han perdido la vida por esta enfermedad.
Como país aún estamos sufriendo mucho y nos dirigimos hacia un futuro incierto. En mi propia familia aún tenemos personas que están luchando con el virus. Pero estas son algunas primeras reflexiones que hago en base a lo experimentado hasta ahora en España.
La primera conclusión es para aquellos que, como yo, se encuentran en el liderazgo cristiano. La lección más evidente al recuperar la salud ha sido recordar que no soy (ni debo ser) un “superhombre”. Vivimos en el mismo mundo que los demás, tenemos los mismos conflictos, los mismos riesgos, somos vulnerables, y justamente eso es lo que nos capacita para el liderazgo. Un liderazgo de superhombre, el de aquel que parece ajeno (o por encima) del sufrimiento, nunca podrá producir discípulos pero sólo admiradores o adoradores. Este tiempo de sufrimiento y lucha con la enfermedad, me ha recordado una vez más que el Padre ya envió un Salvador—y ese no soy yo.
Además, caer enfermo me mostró nuevamente la importancia de pertenecer a una comunidad. Tras saberse mi infección, hubo una reacción inmediata de oración de mi iglesia local, pero también de la iglesia en España y en otras partes del mundo. Mensajes de ánimo, oraciones de fe y amor de muchos amigos e incluso desconocidos, fueron dosis de aliento en las horas difíciles.
En estos días, comprobé muy claramente la verdad de la Palabra de que somos un cuerpo, uno solo. Tenemos una fe común y somos una familia. Todo esto no es algo teórico o abstracto ni una quimera que algún día alcanzaremos, sino una realidad palpable. Es así como aquellos que estamos sufriendo somos sostenidos en la prueba.
Cuando uno está involucrado en una iglesia en crecimiento, con proyectos sociales, plantación de iglesias, etc., la enfermedad inesperada llega como un “parón” obligado que detiene muchas cosas. Inicialmente, es un shock, y después vienen otras fases como la ira, la negociación y, finalmente, la aceptación.
La enfermedad provoca un proceso personal que, si todo va bien, puede durar unas horas o unos días. Al principio tuve momentos de dudas, de preguntarme cuál era el propósito de todo esto. Pero al aceptar mi situación, aprendí dos lecciones.
[destacate]Aprendí a identificarme con el dolor de las personas que están pasando por esta situación[/destacate]La primera fue una profunda reflexión de que Dios ha cuidado y cuida de mí. Durante unos días en los que estuve realmente mal, me planteé la posibilidad de la muerte como algo posible. ¿Qué evaluación hacía de mi vida? En lo ministerial y profesional, en las metas realizadas en la vida, estaba en paz. Había hecho lo que había podido en el tiempo que Dios me había dado. Pero el dolor apareció cuando pensé en mis hijos, en que no iba a poder ver y vivir cómo ellos alcanzarían sus propias metas y sueños. Sin embargo, ahí estaba la quieta paz de que Dios cuidaría de mi esposa y mis hijos si yo faltase.
Lo segundo que aprendí en mi proceso con el COVID-19, es a identificarme con el dolor de tantas personas que están pasando el mismo padecimiento. Es inestimable lo que la enfermedad puede aportar al alma si uno está abierto a que Dios te ensanche el corazón durante el proceso. Creo firmemente que Dios es poderoso para sanarme, así como lo fue para salvarme. Además, no creo que la enfermedad sea un castigo enviado por el Señor. Pero mientras esperaba en fe Su sanidad (directa o a través de los medios sanitarios) pude aprender que otros están sufriendo también, que puedo compadecerme con ellos y que en todo ello Dios sigue siendo Señor, pase lo que pase.
Si en algo puede servir esta tribuna, es para pedirles a nuestros hermanos del continente americano que aprendan de nuestros errores. Desgraciadamente Estados Unidos ya lo está comprobando y esperemos que en los países hermanos de Hispanoamérica mantengan y amplíen las medidas iniciales que han tomado.
Vimos la crisis en China, y dijimos: “Es en China, queda muy lejos”. Y no nos preparamos. Después llegó a Italia, y dijimos: “Es Italia, a España no llegará”. De hecho, algunos aficionados al fútbol incluso viajaron a la zona de mayor contagio de nuestro país vecino a ver un partido de Champions League, una competición que como todo lo demás, ha sido cancelada y es ahora irrelevante.
Días después, el COVID-19 llegó a Madrid, y los que vivimos en otra parte del país dijimos nuevamente: “Eso es en la capital, nosotros estamos a salvo”, y no fuimos prudentes. Finalmente llegó a nuestra ciudad, y a nuestras propias familias. Fuimos lentos en la reacción y pagamos las consecuencias. Por favor, aprendan de nuestros errores y tomen bien en serio esta pandemia.
Las iglesias tienen un papel fundamental a la hora de responder con sabiduría a esta situación. El problema mayor está en una teología débil que enseña que la prudencia está en contra de la fe, una teología triunfalista que enseña que somos inmunes al virus por la fe. Algo así como que no tenemos que seguir las recomendaciones de las autoridades porque Dios ya nos protegerá. Es un craso error, que tendrá consecuencias nefastas, y los pastores que predican estas cosas tendrán que rendir cuentas a Dios y a los hombres por su enseñanza.
En España hemos visto centros de salud desbordados en los que los sanitarios definían como un “ambiente de guerra”. Enfermeros y médicos cristianos nos contaban sus ganas de llorar al llegar a casa al darse cuenta de la falta de recursos humanos, protección, camas de UCI, etc. Y sobre todo, conscientes del duro impacto emocional que esta epidemia dejará en nuestra sociedad en los próximos años.
[destacate]Tendremos que reaprender a acompañar en el duelo a muchos, creyentes y no creyentes[/destacate]También en nuestras iglesias hemos tenido que despedir atropelladamente a muchos. La mayoría de nuestros hermanos que han fallecido, eran padres o abuelos de una generación que luchó por levantar nuestras comunidades. Muchos han marchado sin poder decirles un último adiós, solos en una habitación, despidiéndose por teléfono. Aunque compartimos una esperanza más allá de la muerte, la forma en la que se fueron dejará heridas.
Tendremos que reaprender a acompañar en el proceso de duelo a muchas personas, sean creyentes o no. Uno de los asuntos que más tendremos que trabajar es lo relacionado con la culpa y la rabia interior por no poder acompañar a su ser querido en los últimos momentos de la enfermedad. Muchos no pudieron ir al hospital, y no van a ver nunca el cuerpo, ni siquiera el ataúd. Hay familiares que no están pudiendo encajar de forma definitiva la pérdida, la ausencia.
Estas semanas, las autoridades están pidiendo a las familias que autoricen la incineración de su ser querido: reciben una llamada en la que explican cómo acceder a las cenizas a posteriori, y al parte de defunción. Es como si estas personas desaparecieran de nuestra vida, sin más.
¿Cómo elaborar un duelo sin un ritual funerario, una ceremonia de la que poder participar? Tenemos que preparar a la gente para llevar a cabo un duelo a distancia, y estamos trabajando ya para preparar una guía sobre el duelo en estos tiempos extraños.
Casi toda Europa ha suspendido las actividades que reúnen a personas en lugares físicos, y no tenemos un horizonte de cuándo los gobiernos permitirán que se reanude la actividad en los lugares de culto.
Esto pone a prueba nuestra forma de ser iglesia. Aquellas iglesias que tienen una buena estructura de grupos pequeños tienen resuelto el concepto de comunidad, así como el cuidado pastoral y la labor misionera. Y es evidente que los recursos tecnológicos y herramientas de comunicación al alcance de todos en internet son una bendición estas semanas para tener un comunicación múltiple y fluida.
Pero el liderazgo cristiano debe aprovechar esta crisis para repensar la iglesia desde una óptica comunitaria. Cristo es el centro, no lo es el culto, la reunión dominical. En la nueva etapa postcrisis será fundamental volver a una estructura celular de la iglesia que enfatice el compromiso personal y ponga fin al consumismo religioso que nos ha acompañado durante décadas.
Las prioridades que surgen ahora son claras. Primeramente, en la línea de lo que dice Gálatas 6:10, debemos “hacer el bien a todos según tengamos oportunidad, y especialmente a los de la familia de la fe”. Hay que estar muy atentos a que ningún hermano en la fe pase necesidad, sea esta económica, anímica o social. A continuación, ampliemos esta acción al barrio y la ciudad en la que vivimos.
Es tiempo, también, de mantener la pastoral en todos los aspectos. Esto incluye, por cierto, el cuidado de niños, jóvenes, matrimonios, así como la adoración. En nuestra iglesia local, hemos celebrado el Domingo de Pascua una #santacenaibnlugo, en la que todos los hermanos participábamos de la Santa Cena desde nuestras casas, y compartíamos una foto con este hashtag.
Siempre hemos predicado aquello de que la iglesia no es un edificio ni un lugar concreto, sino las personas. Esta crisis será el crisol para probar esa afirmación: el COVID-19 probará nuestra teología y nuestras estructuras eclesiales.
Estamos en un mundo que está en quebranto, necesitado de que asumamos nuestro papel como luz y sal, para que a través de nuestro testimonio acaben dando gloria a Dios.
Dejadme terminar con una muestra de la iglesia que pastoreo. La nuestra no es una comunidad muy grande, y estamos en una ciudad de contexto rural de unos 100.000 habitantes. Uno podría pensar que somos débiles y pequeños para afrontar el enorme desafío de esta epidemia. Por si fuera poco, la suspensión de la actividad ha reducido mucho las entradas económicas de la iglesia.
Sin embargo, hemos podido multiplicar considerablemente la ayuda social con el fin de paliar los efectos de la crisis en las familias de nuestro entorno.
Intentamos aplicar Mateo 5:16, “así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”.
En nuestro caso, ha significado desarrollar un plan de acción con tres ejes. El primero es la ayuda social de emergencia, proveyendo económicamente a las familias más necesitadas. El segundo eje es el programa de reparto de alimentos. Entregamos 3 toneladas de productos frescos cada quince días; además de 72 toneladas de alimentos no perecederos. Gracias a la red tejida en los últimos años, podemos alcanzar con esta ayuda a 900 familias (unas 3.000 personas).
[destacate]Quizá estamos confinados, pero el Espíritu Santo no lo está, y como cristianos seguimos participando de la vida de la sociedad[/destacate]Por último, hay un eje nuevo de trabajo, el de la confección de material sanitario. Esto funciona gracias a nueve miembros de nuestra iglesia que cosen batas, gorros y calzas para usar en centros de salud. Lo hacen con materia prima fácil de conseguir: bolsas de plástico. Ya hemos entregado muchas en centros de salud y residencias de ancianos, donde tenían escasos recursos o ningún material. La repercusión en los medios de comunicación ha sido grande desde el principio, lo cual ha aumentado el número de pedidos de material. El personal médico y de enfermería se ha mostrado muy agradecido y nos ha felicitado por un trabajo que consideran de calidad. Prevemos poder confeccionar 2.000 batas, 2.400 gorros y 2.100 calzas en las próximas semanas.
Esperamos poder poner punto y final a este programa en cuanto lleguen los recursos que el gobierno está gestionando. Mientras tanto, seguimos sirviendo a la comunidad.
Es verdad que estamos confinados, pero el Espíritu Santo no está confinado, y como cristianos seguimos participando de la vida de la sociedad que nos rodea en medio de la crisis. Es tiempo de mostrar que “la iglesia sigue viva y activa”. Este es el lema que nos mantendrá a los miembros de nuestra iglesia local enfocados en las semanas por delante.
Marcos Zapata es pastor de la Iglesia Buenas Noticias en Lugo, España, y presidente de la Alianza Evangélica Española.
N.d.E. Este artículo se publicó originalmente en Christianity Today, y ha sido publicado en Protestante Digital con permiso.
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