El Estado ha tenido desde sus inicios dos objetivos primordiales: cobrar impuestos y gastarlos en guerras y actos de agresión.
Uno de los versículos más conocidos de la Biblia es sin lugar a dudas Mateo 22:21. Hasta los funcionarios de Hacienda sabrían citarlo de memoria. La pregunta que llevaba a la famosa cita tenía trampa por las razones que se han expuesto ya muchísimas veces:
“¿Es lícito dar tributo a César, o no? Pero Jesús, conociendo la malicia de ellos, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo. Y ellos le presentaron un denario. Entonces les dijo: ¿De quién es esta imagen, y la inscripción? Le dijeron: De César. Y les dijo: Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.”
Se trata de uno de los pasajes bíblicos que se utilizan extensamente para justificar que la fe cristiana reconoce y apoya el derecho del Estado a exigir impuestos. Esto va en línea con lo que Pablo escribe en Romanos capítulo 13, se argumenta. Y parece a primera vista que Jesús también está legitimando el pago de impuestos como un derecho divino. Pero ¿realmente es así?
Si miramos el pasaje tenemos que constatar en primer lugar que en tiempos de Jesús la producción de dinero había pasado a manos del Estado. Por lo menos para pagar impuestos había que servirse de las monedas oficialmente reconocidas y emitidas por el gobierno romano.
En segundo lugar: se cree que la moneda en cuestión era un denario romano con la cabeza del emperador Tiberio, llamada “moneda de tributo”. La moneda llevaba la inscripción: "Ti[berivs] Caesar Divi Avg[vsti] F[ilivs] Avgvstvs" (“César Augusto Tiberio, hijo del Augusto Divino”).
Y en tercer lugar: llevar una moneda de este tipo en el bolsillo dentro del recinto del templo -y es precisamente allí donde le hacen la pregunta a Jesús- era un sacrilegio, desde el punto de vista judío. La moneda llevaba una imagen, y peor todavía: de un emperador romano que se hacía llamar “dios”.
Los fariseos quisieron tenderle una trampa a Jesús. Porque si hubiera respondido tanto de forma afirmativa como negativa a la pregunta, en cualquiera de los dos casos habría atraído la ira de uno de dos grupos. Los fariseos pensaron, por un lado, que si afirmaba que era lícito pagar impuestos, el pueblo judío, oprimido en aquella época por el Imperio Romano, se habría vuelto contra él. Por otro lado, si hubiese dicho que no era lícito, se habría metido en problemas con los romanos, de la misma forma que hoy en día el Estado difama y persigue a los que no quieren pagar impuestos.
Jesús, en cambio, responde de una forma brillante, dándole la vuelta al asunto en muy pocas palabras y destapando la hipocresía de sus detractores. Primero les pide que le enseñen la moneda de tributo, es decir, una moneda diseñada exclusivamente para pagar impuestos. Este simple acto ya era suficiente para indicar que aquellos que le estaban tentando eran unos hipócritas. La simple posesión de la moneda implicaba que habían aceptado pagar impuestos al invasor romano, muy probablemente porque de alguna forma les era beneficioso jugar según las reglas del Estado (tal y como hacemos hoy en día al utilizar dinero que simplemente es chatarra o un trozo de papel mezclado con algodón), por muy opresor que fuera.
Por eso, acto seguido les dice que den a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios. Es decir: pagar por los servicios que ofrece el Imperio Romano (estabilidad política, una infraestructura excelente, pan y circo para los ciudadanos) es legítimo porque estos servicios tienen su precio. Pero hay que constatar lo que a muchos comentaristas parece escapar: Jesucristo en ningún momento legitima el cobro (o pago) de impuestos como un derecho divino del Estado y pone además especial énfasis en establecer la separación entre el César y Dios, entre el Estado y lo espiritual. Lo que se desprende de las palabras de Jesús es la obligación de ser leal a lo que se elige de forma voluntaria. Si se acepta el pago de impuestos, hay que aceptar también las consecuencias de ese acto, que en última instancia será la pérdida de libertad. En otras palabras y trasladado a la situación de hoy: el estado de bienestar tiene su precio: impuestos cada vez más elevados. El que acepta lo primero no puede rechazar lo segundo por la sencilla razón que estos servicios cuestan dinero.
En 1 Samuel 7, el profeta ya había establecido este principio. Claramente dice al pueblo: si queréis tener un rey, como todos los demás, esto tiene su precio. De hecho, Samuel hablaba de una tasa del 10% -¡benditos aquellos tiempos!-. Israel originalmente era una teocracia descentralizada, con un sistema de tribunales populares de apelación. No había gobierno central con sus respectivos burócratas, una aparato administrativo o una corte real con su consiguiente séquito de consejeros y ministros por pagar y mantener. Los asuntos se resolvieron por iniciativa personal y a nivel local. Y efectivamente, así funcionaban los demás pueblos, como bien dice el texto.
En los demás pueblos no había responsabilidad individual regida por una ley divina, sino una dictadura estatal. No es por nada que los reinos paganos en la Biblia siempre son representadas como fieras, sobre todo en los libros de Daniel y el Apocalipsis. Las fieras tienen hambre. Y comen cada vez más (impuestos).
El Estado ha tenido desde sus inicios (Génesis 4) dos objetivos primordiales: cobrar impuestos y gastarlos en guerras y actos de agresión. Las monedas estatales surgieron para facilitar el cobro de impuestos. Lo que ocurre es que los gobernantes siempre han querido gastar cada vez más. El gran problema con el que se han encontrado históricamente es que la subida de impuestos es extremadamente impopular. Pero nuestros perspicaces gobernantes encontraron rápidamente una solución. Los fundidores de metales preciosos (que en un momento dado se convirtieron en funcionarios), empezaron a mezclar metales menos valiosos en las monedas destinadas a pagar impuestos. De esta forma los gobernantes podían producir (y gastar) más monedas, aprovechándose de que los ciudadanos pensaban (y siguen pensando) que en general los líderes políticos buscaban el “bien común”. A cambio no tenían que subir los impuestos oficialmente, porque acaba de inventarse un impuesto camuflado, llamado “inflación monetaria”.
Hoy sabemos (o deberíamos saber) que eso de cobrar impuestos para garantizar los servicios del estado no refleja la realidad. Tanto históricamente como hoy en día, el objetivo principal del Estado es robar (se llama: recaudar) para engrasar en primer lugar el inflado aparato administrativo y meterse en donde no le llaman. Porque no puede haber un estado al servicio del ciudadano mientras que la misma institución roba y extorsiona al ciudadano productivo de forma sistemática.
Pero aún contando con el beneplácito generalizado de los ciudadanos, por eso el Estado tiene que tener cuidado de que no se note demasiado el envilecimiento de la moneda. De hecho, las cosas se empezaron a poner difíciles, ya que el acceso a una balanza y a herramientas de medición se fue facilitando cada vez más y, como hemos visto más arriba, basta con pesar y medir una moneda para saber si es falsa. Por fortuna, el Estado dio con una solución justo a tiempo: el papel moneda, que permitía robar de manera mucho más eficiente y con muchos menos riesgos (por lo menos con respecto a la ciudadanía, que no tenía forma alguna de diferenciar un papel con respaldo de uno que no lo tuviera).
Pero incluso esto se superó con una mejora sustancial ya en el siglo XX. Directamente se eliminó la convertibilidad de los billetes en oro o plata, con lo que puede decirse que el robo alcanzó unas cotas de eficiencia asombrosa que aún se ve facilitado con la invención de trucos contables y “dinero” que únicamente existe en las hojas de cálculos de Excel. Y para poder aumentar aún más la dictadura de dinero fraudulento estamos a punto de presenciar la abolición del dinero en metálico, supuestamente para combatir el fraude y el terrorismo. Esto no carece de cierta ironía, ya que los Bancos Centrales no han hecho otra cosa que introducir de forma sistemática el fraude y la expropiación del ahorrador.
Se hizo un invento con el cual los reyes de la antigüedad solo podían soñar: crear dinero de la nada. Y esto con la ayuda de un sistema de fraude gigantesco e institucionalizado que se llama banca de reserva fraccionaria. Es nada menos que la base de nuestro sistema financiero. Pero casi nadie ha oído de esto y aún menos lo entienden. Es cierto lo que Henry Ford ya dijo en su momento: “Menos mal que la gente no entiende nuestro sistema bancario y monetario. De lo contrario, creo que habría una revolución mañana por la mañana.”
Por eso, mi último artículo en esta serie se va a dedicar a ese tema. Y ya anticipo que como creyentes no solamente deberíamos levantar nuestras voces contra la injusticia social, la matanza de niños antes de nacer, la corrupción, la trata y más cosas, sino también contra la falsificación institucional y oficial de lo que todos los días tenemos en la mano: el dinero.
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