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El cuarto poder

En Dios no hay peligro de despotismo, ni de arbitrariedad.

CLAVES AUTOR Wenceslao Calvo 02 DE NOVIEMBRE DE 2018 10:29 h

La característica principal de la democracia es que existe una división de poderes, para impedir que todo el poder resida en las manos de una sola persona y se acabe en el despotismo, la arbitrariedad o la tiranía. De esa manera se garantiza que habrá un equilibrio en el que los tres poderes constitutivos del Estado, el judicial, el legislativo y el ejecutivo, estarán desempeñados por los jueces, el parlamento y el gobierno.



La importancia que tienen estos tres poderes esenciales es evidente, porque el juez es quien imparte justicia, el legislador es quien promulga la ley y el gobernante es quien manda, de acuerdo a la ley.



La justicia es vital, porque supone la aprobación de lo bueno y el castigo de lo malo. Estas categorías, bueno y malo, son expresión innata del carácter moral del hombre, que, a diferencia de otros seres vivos, precisa esas coordenadas morales para su existencia. Sin justicia la vida sería una tortura, porque quedaríamos a merced de lo malo, que camparía a sus anchas, con todas las consecuencias que conlleva. La sola razón humana percibe la necesidad de la justicia. Pero ¿cómo concretar lo que es justo y lo que no lo es? Aquí es donde viene en nuestra ayuda el siguiente componente, que es la ley.



La ley es vital, porque es la norma que traza la raya de separación entre lo bueno y lo malo, con lo cual sirve para instruir, determinar y establecer. Sin ley estaríamos a merced de la ley de la selva, del criterio del más fuerte o del capricho del más poderoso. Hay una relación entre justicia y ley, porque la noción de lo justo tiene que sustentar la elaboración de la ley, ya que de lo contrario estaremos ante una ley injusta, que puede ser peor que la falta de ley. Así pues, la justicia necesita a la ley, para expresarse, y la ley necesita a la justicia, para que sea recta.



El gobierno es vital, porque es quien cumple y hace cumplir la ley. Sin gobierno, el caos y la anarquía hacen acto de presencia y la ley se convierte en papel mojado, torciéndose la justicia. La primera entidad que debe someterse al imperio de la ley, es el gobierno, porque ¿cómo mandar a otros, lo que no se está ejerciendo? Al mismo tiempo, el gobierno es el guardián que vigila, para que todos cumplan la ley.



Pero la justicia, la ley y el gobierno no son entes abstractos que funcionan por sí mismos, sino que han de ser ejercidos por personas, que están investidas y facultadas para ser jueces, legisladores y gobernantes. Ahora bien, dependiendo de cómo sean esas personas, así será la clase de justicia, ley y gobierno que habrá. Lo cual abre la posibilidad de que exista una mala justicia, porque los jueces son malos, de que haya malas leyes, porque los legisladores son malos y de que haya un mal gobierno, porque los gobernantes son malos.



Como la condición humana está sujeta a cambios y oscilaciones, es por lo que es esperable que estos tres poderes también estén sometidos a todo tipo de fluctuaciones, de modo que lo que ayer era justo hoy no lo es, que lo que ayer era legítimo hoy no lo es y que quien ayer defendía lo justo y lo legítimo, hoy no lo defienda. Este es el vaivén en el que este mundo está envuelto, de ahí que se nos mande a los cristianos orar a Dios por los que están en autoridad, ya sean jueces, legisladores o gobernantes, para que, dentro de lo que cabe, podamos vivir en condiciones lo más óptimas posibles.



Pero frente a este estado de cosas, que no permite grandes expectativas ni esperanzas, porque no tiene solución verdadera, está la gran declaración que se hace en Isaías 33:22, donde dice: ‘Porque el Señor es nuestro juez, el Señor es nuestro legislador, el Señor es nuestro rey; él mismo nos salvará.’ Ahí vemos algo sorprendente y que va en contra de la división de poderes, ya que los tres poderes esenciales están en una sola mano. Pero no hay peligro de despotismo, ni de arbitrariedad, porque la justicia de Dios informa su ley, siendo él mismo justo y amante de esa ley, con poder para llevarla a cabo e imponerla.



Ahora bien, si Dios es nuestro juez, nuestro legislador y nuestro gobernante, ¿quién podrá soportar su justicia, su ley y su gobierno, habida cuenta de nuestro estado natural de rebelión, transgresión y desacato, a su justicia, a su ley y a su gobierno? ¡Qué juicio terrible nos aguarda! ¡Qué ley implacable nos acusa! ¡Qué gobierno inmutable nos condena!



Pero el texto habla de un cuarto poder y es el poder salvador de Dios. A diferencia de los poderes de este mundo, que solo pueden juzgar, legislar y gobernar, en Dios hay un cuarto poder, que es el poder para salvar. Ese cuarto poder es fruto de su gracia salvadora, estando encarnado en una persona, Jesús, cuyo nombre significa precisamente eso: Salvador. Porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Esos pecados que hacen que Dios sea un juez terrible, no porque sea un prevaricador, sino porque es justo; esos pecados que hacen que sea un legislador insoportable, no porque su ley sea opresora, sino porque es santo; esos pecados que hacen que sea un gobernante detestable, no porque sea un dictador, sino porque es poderosamente justo y santo.



Lo abrumador de esos tres poderes en Dios, por los que no tenemos escapatoria, es lo que ha de movernos a acogernos a su cuarto poder, el poder de salvación. Entonces podremos regocijarnos en sus otros tres poderes.


 

 


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