La velocidad de escape de nuestra voluntad no es, ni de lejos, suficiente para vencer esa fuerza que nos succiona hacia la perdición.
Entre las cuatro grandes fuerzas que hay en el universo la más conocida popularmente es la fuerza gravitatoria, por la cual todos los objetos ejercen una atracción recíproca, que depende del volumen de sus masas y de la distancia entre los mismos. Es la famosa ley de gravitación que enunció Newton: A mayor masa, mayor fuerza y a mayor distancia, menor fuerza. Eso quiere decir que hay un espacio en el que un cuerpo ejerce de manera notoria su influencia, espacio que se denomina campo gravitatorio. Todo otro cuerpo de menor masa que entre en ese campo gravitatorio, automáticamente quedará sujeto a la fuerza gravitatoria del cuerpo de mayor masa. Se trata de una ley universal, que tiene lugar en el sistema solar, en la nebulosa Orión y en cualquier parte del cosmos.
La única manera de librarse de esa fuerza de gravitación es mediante otra fuerza que no solamente la contrarreste sino que sea superior, para lo cual hace falta una energía que proporcione una determinada velocidad de escape al cuerpo que ha de salir del campo gravitatorio. Naturalmente, la velocidad de escape necesaria en la Tierra no será la misma que en la Luna ni en el Sol. Dado que la masa del Sol es enormemente mayor que la de la Tierra y la Luna, la velocidad de escape en ese astro es casi sesenta veces mayor que en la Tierra y en ésta cinco veces más que en la Luna. Por tanto, es más fácil, porque requiere menos energía, escapar del campo gravitatorio de la Luna, que del campo gravitatorio de la Tierra y mucho más fácil que del campo gravitatorio del Sol, para salir del cual hace falta una energía tan descomunal que imprima una velocidad mínima al objeto de dos millones de kilómetros por hora.
Estas leyes del mundo físico no dejan de tener su contraparte en el mundo moral, como sabe cualquiera que ha contraído un hábito o una adicción. El hábito comienza cuando alguien se acerca al ‘campo gravitatorio’ pernicioso, normalmente por mera curiosidad o para comprobar por sí mismo cuál es el resultado de la experiencia. En la medida en que la persona se va adentrando en ese espacio de influencia y repitiendo una y otra vez el ensayo, la fuerza de atracción cada vez es mayor, porque la distancia que le separaba del objeto es, vez tras vez, menor. Sin darse cuenta al principio, está quedando sometido a una fuerza que poco a poco irá aumentando en intensidad, en la medida de su acercamiento. Cuando esa intensidad alcance ciertos niveles por la frecuencia repetitiva del experimento, entonces se habrá producido la adicción, de la cual ya no podrá escapar, porque la fuerza del objeto de deseo será mucho más grande que la escasa fuerza de su voluntad, con lo cual se habrá convertido en un satélite orbitando alrededor del objeto absorbente. Su vida girará inevitablemente, a partir de entonces, en torno a aquello que al principio era distante y no tenía ningún poder de apelación, pero que ahora se ha convertido en eje central de su pensamiento, voluntad y acción. Y sin posibilidad de escapatoria.
El pecado funciona de esta manera. Pero el problema es aún más agudo, porque dentro de nosotros hay una tendencia innata no a repeler sino a favorecer el acercamiento a campos gravitatorios perniciosos. Esa tendencia innata se llama pecado original y se manifiesta en millones de maneras diferentes, encontrando siempre la forma de tener una complicidad con algún objeto de gran fuerza de atracción, al que nos acercamos, pensando que podremos controlarlo o dominarlo, para acabar comprobando que somos nosotros los dominados y controlados. Y de ese modo, trágicamente constatamos el inmenso poder que el pecado tiene.
La velocidad de escape de nuestra voluntad no es, ni de lejos, suficiente para vencer esa fuerza que nos succiona hacia la perdición, porque la energía de nuestra voluntad es ínfima en comparación con la energía que tiene el pecado.
Es por eso que se necesita un poder mucho más grande que el poder que el pecado tiene. Pero ¿dónde encontrar tal poder? Y si existe ¿cómo recibirlo? En este punto no sirven para nada los libros de autoayuda ni las técnicas psicológicas; tampoco los sistemas éticos ni religiosos, por más elevados que sean.
Pero aquí es donde hace acto de presencia la buena noticia que porta el evangelio, al demostrar que en Cristo es posible escapar, en primer lugar de la condenación del pecado, es decir, de la sentencia judicial que nos es contraria, porque en la cruz, él la asumió en nuestro lugar. Pero la buena noticia no termina ahí, sino que también comporta que en Cristo es posible escapar del poder abrumador del pecado, al recibir una nueva naturaleza investida con un poder mucho mayor que el pecado tiene, poder que el Espíritu Santo imparte al que, tras desesperar de sí mismo, viene a Cristo en busca de salvación. Ese Espíritu comunica la energía para alcanzar la velocidad de escape necesaria.
Este mundo está lleno de campos gravitatorios morales destructivos, porque es un mundo caído. Es una inmensa fábrica que los produce sin parar. Pero hay solución para no quedar atrapado en ellos para siempre, pues como dice la Biblia ‘todo lo puedo en Cristo que me fortalece.’ (Filipenses 4:13).
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