Sin importar la pequeñez que pueda tener un niño, lo que cuenta es la trascendencia de la verdad que está proclamando.
Que el ateísmo vive un momento de esplendor en Occidente es evidente, cuando consideramos la distinguida elevación que algunos de sus promotores más famosos han alcanzado. Hay a quien se le ha concedido el título de Sir, hay quien ha sido enterrado en Westminster y hay quien bate marcas de ventas con los libros que escribe. Viendo el panorama pareciera que el ateísmo goza de una segunda juventud, tras haber experimentado un declive de aquel momento álgido que tuvo a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando se materializó en las ideologías revolucionarias que echaron raíces en Europa.
Pero el ateísmo actual no es como el de entonces, en el sentido de que no se manifiesta en una línea política determinada. Hoy se puede ser ateo siendo de derechas o de izquierdas, cosa impensable hace cien años, porque aunque la premisa del ateísmo presente no ha cambiado, que Dios no existe, sí ha cambiado el terreno donde crece. Su caldo de cultivo ya no es el anticlericalismo a ultranza, que era el santo y seña del viejo ateísmo; el nuevo ateísmo ha brotado en el abonado terreno del secularismo, por lo cual su capacidad de extensión es mucho mayor, pues mientras el anticlericalismo se nutría exclusivamente del odio hacia una clase determinada, el secularismo se alimenta del relativismo y la indiferencia, que son actitudes mucho más impregnables en todas las capas sociales.
La elaboración de una biología, de una cosmología y de una antropología donde no hay sitio para Dios, es el soporte intelectual que ayudó a sostener el viejo ateísmo y ayuda también a sustentar el nuevo. En ese sentido, las cosas no han cambiado.
Hay un pasaje en la Biblia que siempre me ha llamado la atención y está en el Salmo 8:2, donde dice: ‘De la boca de los niños y de los que maman, fundaste la fortaleza, a causa de tus enemigos, para hacer callar al enemigo y al vengativo.’ Resulta llamativo que el versículo está insertado, como una cuña, en una meditación donde se considera la grandeza y gloria de Dios por causa de la creación, declaración con la que comienza y acaba el Salmo.
La contemplación del cielo y sus astros suscita la admiración del autor y le mueve a reflexionar sobre una verdad que está basada en dos grandes pilares; por un lado, la insignificancia del hombre en comparación con la magnitud insondable del universo, y por otro, la propia grandeza del hombre, a causa de la posición eminente en la que Dios le ha puesto sobre todas las cosas. El sentimiento de insignificancia no es exclusivo del autor de este Salmo, ya que es una impresión que cualquier persona tiene, cuando en una noche despejada en un paraje sin contaminación lumínica, queda extasiado por lo que sus ojos ven, llegando fácilmente a la conclusión de su propia pequeñez frente a esa abrumadora profusión de cuerpos celestes brillantes. Pero como en las ciudades actuales es imposible captar ese espectáculo, porque nuestras luces artificiales tapan esas otras luces naturales, es por lo que el hombre moderno solamente se embriaga con lo que él mismo ha hecho, con sus propias luces. Al no verse más que a sí mismo, no es consciente de su propia insignificancia.
Pero la conciencia de esa insignificancia sirve al autor del salmo, David, a preguntarse por qué Dios se ha fijado en el ser humano. Aunque en comparación con el universo no es nada, sin embargo es portador de una grandeza que no es suya propia. No es una pulga, no es un insecto, perdido en ese océano casi infinito de destellantes luces que cuelgan en lo alto. Es un ser especial, dotado de una eminencia sin par, porque Dios se ha complacido en hacerlo así. No es una especie más, entre una cadena de seres, sino uno distinto y elevado sobre todos ellos, al haberlo constituido Dios sobre sus demás obras. Es el lugarteniente de Dios. De ahí es de donde surge su dignidad, su honor y su gloria, sin parangón con otras criaturas.
Eso significa, a pesar del fracaso sin paliativos del hombre para estar a la altura de lo encomendado, que Dios no da por terminado su propósito con él. Por eso se hizo hombre en la persona de su Hijo, para recuperar el puesto que el primer hombre había perdido.
Esa grandeza por origen y esa restauración por la encarnación y redención es la que nos quiere sustraer el ateísmo, al reducirnos a la nada, en cuanto a nuestro origen, en cuanto a nuestra posición y en cuanto a nuestro destino.
Pero cuando un niño proclama la verdad de la grandeza de Dios creador y la verdad de nuestra grandeza emanada de su acción, está dando en el blanco. Y, sin importar la pequeñez que pueda tener un niño, lo que cuenta es la trascendencia de la verdad que está proclamando. Una verdad que refuta y derrota todas las declaraciones que pueda hacer el ateo que ostenta el título de Sir, o el que ha sido enterrado en Westminster, o el que bate marcas de ventas con los libros que escribe. Y así Dios se glorifica sobre sus enemigos, mediante un instrumento insignificante.
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