Apuntes para la práctica de una teología conversacional.
En la novela Del amor y otros demonios, escrita por el Premio Nobel de Literatura, el colombiano Gabriel García Márquez, se dice de Abrenuncio y de su amigo el sacerdote Cayetano: “Abrenuncio lo hizo sentar frente a él, y ambos se abandonaron al vicio de la conversación, mientras una tormenta apocalíptica convulsionaba el mar”1.
Abrenuncio era un médico judío que solía conversar con el padre Cayetano sobre esta vida y la otra. El nombre completo del sacerdote era Cayetano Alcino del Espíritu Santo Delaura y Escudero quien era una persona joven, de 36 años de edad, con estudios en la Universidad de Salamanca, de origen español y ascendencia latina por parte materna y, según el mismo Cayetano, descendiente directo de Garcilaso de la Vega por linaje paterno: “Estaba convencido de que su padre era descendiente directo de Garcilaso de la Vega, por quien guardaba un culto casi religioso, y lo hacía saber de inmediato. Su madre era una criolla de San Martín de Loba, en la provincia de Mompox, emigrada a España con sus padres”2
Los dos conversan acerca de la enfermedad de la rabia y sus estragos (tan nocivos como los de la enfermedad del amor: la aegritudo amoris) y de la incapacidad milenaria de la ciencia médica para curarla. En esa charla de amigos, se incluye el tema teológico al preguntarse si la rabia podría tener una explicación demoníaca o ser originada por un transtorno espiritual.
Abrenuncio era una pieza codiciada por el Santo Oficio y era conocido por hereje y por no guardar respeto por los asuntos celestiales. Por eso, el padre Cayetano se sorprendía de ir a su casa para conversar: “La verdad es que ni siquiera sé a ciencia cierta por qué he venido”. Y aunque esas conversaciones nunca le resultaban fáciles, aún así siempre procuraba “volver otro día con más tiempo”3.
Así es el bendito “vicio de la conversación”. Y resulta más bendito cuando se trata de practicar la vocación pastoral, de hacer teología y relacionar las verdades del Creador con las necesidades y angustias de nosotros los seres humanos. Conversando fue como también Jesús hizo su labor de pastor, profeta y maestro. Los discípulos que lo encontraron camino a Emaús “Se decían el uno al otro: ―¿No ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lucas 24:32 Biblia La Palabra).
Entre conversación y quehacer teológico no debería existir distancia. Las metodologías teológicas deberían contemplarla como uno de sus elementos (por ejemplo: ver, sentir, juzgar y actuar, pero incluyendo el vicio de la conversación como estratégica metodológica en cada uno de esos pasos). La teología academicista (no la académica), la que se elabora dentro de los conventos cerrados del saber o que se cuece en las oficinas alfombradas de los especialistas, pierde su verdadero sentido cuando se aleja de la cotidianeidad y comienza a ofrecer respuestas a preguntas inexistentes o a plantear argumentos para debates anacrónicos. A esto se refería con fina ironía el anglicano William Temple (1881-1944) al describir a quienes hacen teología como: “…personas muy sensatas y sesudas que pasan toda una vida encerradas entre libros intentando dar respuesta exactísima a preguntas que nadie se plantea”.4
El arte de la conversación resulta, entonces, indispensable e irremplazable para el quehacer teológico, así como lo ha sido siempre para el oficio pastoral. Martín Lutero fue un experto en este arte –o mejor, vicio-. Sólo baste recordar sus conocidas Tischreden o Charlas de sobremesa, recogidas por sus comensales y que hoy podemos leer en algunas de sus obras. “... el estilo de hablar íntimo de Lutero, la atmósfera peculiar de una mesa redonda constituida por hombres maduros que, prendidos de las palabras del maestro, celebraban sus chistes, veneraban sus sentencias, aceptaban sus dogmas y anatemas”5. En un ambiente de entusiasmo y cordialidad, junto a sus amigos, Lutero exponía con libertad muchas de sus opiniones y escuchaba las reacciones espontaneas de ellos. Alrededor de esa mesa Lutero hizo teología.
Sin duda que existen dos discursos6. El discurso ritual: el que se pronuncia desde el púlpito, se escucha en la cátedra, o se lee en un libro. Y el discurso popular: el que se sostiene en la conversación informal, ya sea junto a una mesa, en un pasillo, o sentados en un parque. Este último no puede faltar siempre que intentemos hacer de la nuestra una teología contextual, pertinente, inclusiva y dialogante. Quizá sea la conversación abierta, libre y tolerante la que tanta falta le esté haciendo a ciertas teologías de hoy caracterizadas por la intolerancia, el dogmatismo y la imposición de sus “verdades” por el autoritarismo de sus planteamientos monológicos.
1 García Márquez, Gabriel, Del amor y otros demonios, Santiago, Editorial Suramericana (8ª ed.), 1995, p.72.
2 Idem., p. 49.
3 Idem., p. 73.
4 Temple, William, citado por Tamayo, Juan José, Leonardo Boff. Ecología, mística y liberación, Bilbao, Desclée, 1999. P. 104.
5 Lutero, Martín. Obras. Salamanca: Sígueme, 1977. p. 425.
6 Cf. Buenaventura, Nicolás. Los hilos invisibles del tejido social. Bogotá: Magisterio, 1995. p. 45.
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