Nunca debemos perder de vista que el objeto de nuestra fe es Dios mismo.
No sé si pensáis que, a lo largo de los últimos años, ha habido cambios entre los evangélicos españoles a la hora de vivir la vida cristiana en sus pueblos, en sus ciudades y en nuestro país en general. Hace décadas, muchos de los evangélicos éramos personas que habíamos abandonado las filas del catolicismo. Entrábamos en una nueva y fresca relación con Dios dejando atrás tradiciones, procesiones, imágenes, rituales que muchos de ellos se hacían en latín. Dejábamos también el sin fin de costumbres religiosas y dogmas que parecía que nos ponía una camisa de fuerza que impedía vivir la espiritualidad cristiana en libertad y frescura.
Quizás, muchos de esos primeros evangélicos convertidos se dieron cuenta de que hay muchas situaciones y ocasiones en las que ni la religión, ni el conocimiento de teologías nos llevan a la experiencia de Dios. Ellos encontraron, a partir de su conversión, esa nueva experiencia que les iluminaba y les llenaba de lo que ellos llamaban el primer amor.
Nadie duda de que, en estas décadas pasadas y en nuestros pueblos, había personas sencillas que se lanzaban a la práctica religiosa, del ritual, pero que estaban confusas. Las tradiciones y rituales no les llenaban. Quizás por eso quedaban iluminadas ante una Biblia abierta o ante una oración personal hablando directamente con Dios sin que fuera un rezo repetitivo y mecánico u cumplimiento de penitencia.
En contacto con el mundo evangélico, muchos experimentaban la presencia de Dios en sus vidas, cosa que no les había ocurrido en la práctica de multitud de rituales, práctica de tradiciones religiosas, misas que casi no entendían y, además, una confusión importantísima: Podían llegar a creer que el objeto de la fe era la iglesia, la devoción y adoración de imágenes, el cumplimiento de ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar, el casarse y bautizar a sus hijos en la iglesia. Quizás no se daban cuenta que el objeto de la fe debe ser Dios, al que, directamente y sin mediaciones se puede alabar, orar y adorar.
Así, para muchos creyentes, descubrir iglesias sencillas, con la Biblia abierta y personas que hablaban con Dios y le adoraban directamente y sin mediaciones de imágenes ni tradiciones, era toda una iluminación, una experiencia vital que hacía que ellos, a pesar de haber sido personas religiosas toda la vida, le llamaran conversión. Pasaban a llamarse los nuevos creyentes. En su sencillez, decían que comenzaban a vivir el primer amor.
Desde su experiencia, veían la religión católica tradicional como la práctica de ritos externos, hablaban de su idolatría, de la confusión que tenían con sus mediaciones de santos y vírgenes, cuando ellos, esos nuevos creyentes, al conocer la Biblia, aprendían que sólo hay un mediador entre Dios y los hombres que es Jesús mismo. Vivían la experiencia de la conversión a raudales y experimentaban un gozo jamás sentido en sus rutinarias prácticas religiosas anteriores.
Una pregunta que nos podríamos hacer es si hoy se vive así el Evangelio, si los evangélicos hoy, muchos ya nacidos en el ambiente de las iglesias evangélicas, seguimos teniendo ese anclaje en la adoración de un Dios vivo al que amamos y al que, directamente, adoramos sin mediaciones. Es posible que sí, en líneas generales, pero quizás tengamos el riesgo de caer en una vivencia de la religión como ética de cumplimiento. Es posible que estemos anclando tradiciones, rituales y usos que nos pueden acercar a aquella fuente de la cual salimos buscando la relación directa y viva con Dios.
¿Se tiene el riesgo hoy en nuestras iglesias de vivir la fe de forma rutinaria como si necesitáramos, de nuevo, una conversión, la vuelta al primer amor? ¿Podemos caer en errores similares a los que hemos narrado al pensar que el objeto de la fe es asistir a la iglesia, leer la Biblia, ofrendar y escuchar los sermones? No es que esto sea malo, pero nunca debemos perder de vista que el objeto de nuestra fe es Dios mismo al que debemos sentir de forma viva en nuestras vidas y al que debemos seguir sin quitar importancia a la asistencia a la iglesia, a la lectura de la Biblia, a los sermones y otros, como ayudas para experimentar la presencia de Dios en nuestras vidas, una experiencia que nos cambia, que nos llena de un gozo inmenso y que nos vivifica.
Pero cuidado, el objeto de la fe no debe ser solamente el cumplimiento de las normas religiosas, asistencias y ofrendas. El objeto de la fe es la experiencia directa de Dios en nuestras vidas que nos convierte, transforma y nos llena de luz, paz y de deseos de comunicar el Evangelio, eliminando toda rutina y búsqueda de comodidades eclesiales para ser servidores del prójimo.
Por eso, la auténtica fe, a veces, no se desarrolla solamente en una ética de cumplimientos religiosos. Por eso hay personas religiosas, asistentes a los cultos y cumplidoras de todo el ritual, que no se encuentran contentas y que no sienten en sus vidas ese gozo que tenían los recién convertidos que salían de la iglesia católica.
La experiencia de la auténtica fe, debe de cambiar todo nuestro mundo de relaciones tanto con la congregación, como con nuestros amigos, compañeros, familiares y con la sociedad en general. La experiencia de fe debe estar inundada por el gozo y el amor en acción de forma constante. Nunca la fe se debe vivir de forma rutinaria, sino que se debe activar haciéndola obrar a través del amor. Si no, acabará por morirse y dejar de ser.
Las estructuras eclesiales, los sermones, ofrendas y rituales, sólo adquieren su auténtico sentido cuando, a su vez, nos están lanzando a la experiencia directa de Dios, a una conversión que debe tener también fuertes repercusiones en la esfera social. El cristianismo no sólo se vive en la intimidad de loa cuatro muros de la iglesia. “Saca a Dios de los templos donde le encerraron a hace muchos años”, nos dice un corito que, quizás, también cantamos rutinariamente.
Yo amo a la iglesia y no le quito sentido a la asistencia al templo, ni al ritual bien entendido. Pero no confundamos cuál debe ser el objeto de nuestra fe. Éste debe ser la experiencia directa de un Dios vivo que nos transforma.
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