En busca de la autenticidad (2): la diferencia para Schaeffer, por la que el cristianismo es distinto a cualquier otra religión, es que “Dios lo hizo todo”.
Hay libros que uno no lee, sino que le leen a uno. Eso me pasó a finales de los 70, cuando leí “La verdadera espiritualidad” de Francis Schaeffer (1912-1984). Basta leer el prefacio y díganme si no quieren seguir leyendo…
“Hacía ya muchos años que me había convertido del agnosticismo al cristianismo. Después fui pastor durante diez años en los Estados Unidos y luego trabajé en Europa durante varios años más en compañía de mi esposa Edith. A lo largo de todo este tiempo sentí fuertemente la carga de defender la posición del cristianismo histórico, así como la pureza de la iglesia visible. Sin embargo, gradualmente, se me fue presentando un nuevo problema: la concordancia con la realidad. En primer lugar, me parecía que muchos de los que tienen una posición ortodoxa tienen poco que ver con la realidad. En segundo lugar, me dí cuenta de mi propia falta de concordancia con la realidad.”
EL NUEVO FUNDAMENTALISMO
Para entender la crisis de Schaeffer en los años 50 tenemos que darnos cuenta de dónde venía. Como dije en el primer artículo, él no sólo se había convertido a la fe cristiana, sino que entró en un movimiento evangélico que le aleja del protestantismo nominal de sus padres. Es así como llega a formar parte del fundamentalismo histórico que representa el anciano Machen y su crítica a la teología liberal, al formar la Iglesia Ortodoxa Presbiteriana y el Seminario de Westminster en Filadelfia. Lo que ocurre es que esto no le era suficiente. Schaeffer opta por el nuevo fundamentalismo que ahora conocemos, al entrar en la Iglesia Bíblica Presbiteriana y el Seminario de Fe del joven fiero McIntire… ¿en qué se diferencia del otro?
El neo-fundamentalismo es un movimiento que propugna una separación de segundo y tercer grado, o sea de todo aquel que sea “culpable por asociación” y no se haya separado de los que no se han separado. Su fanatismo le lleva a no distinguir una jerarquía de doctrinas, en la línea tradicional de Agustín. Para ellos, es tan importante tu posición sobre el milenio o el bautismo, como la doctrina de salvación. Y sobre todo se vuelve a un pietismo, que no sólo se caracteriza por no fumar o beber –como todavía se hacía en Westminster–, sino por su alejamiento del mundo y sus entretenimientos. Algo que chocaba con el interés de Schaeffer por el arte y la cultura, pero lo asume, igual que Edith deja de bailar, aunque lo hiciera en la escuela secundaria.
No distinguir entre ambos fundamentalismos lleva a grandes confusiones. La cuestión aquí no es el valor de la “sana doctrina”, sino ¿qué significa eso?: ¿las verdades fundamentales del cristianismo?, ¿o cualquier creencia que uno considere bíblica? Y sobre todo, ¿qué responsabilidad tenemos en esta lucha?: ¿has de dedicar tu vida a disparar contra todo lo que se mueve?, ¿o tienes sencillamente que vivir tu fe y proclamar la realidad esencial del Evangelio? En la práctica, ¿qué implica ese cristianismo?: ¿el juicio sobre los que te rodean?, ¿o la verdadera libertad? Y por último, ¿qué tiene que ver con el mundo?: ¿se trata sólo de cuestiones espirituales?, ¿o tiene que ver con la vida misma?
Si hay algo que caracteriza el pensamiento de Schaeffer, es la búsqueda de autenticidad, como titula Duriez el libro que ahora ha publicado Andamio en castellano. Es la honestidad de alguien que se examina a sí mismo y se hace las preguntas que todos dan por obvias. El lenguaje cristiano está lleno de presupuestos que nadie reconoce, aparte de ellos mismos. Se ha creado una jerga, que no sólo es incomprensible para el no creyente, sino que ya no significa nada para los propios cristianos. Son expresiones piadosas que cambian según los círculos y las modas, pero que ni siquiera se puede decir que son bíblicas, más que en apariencia.
Toda esta inmensa construcción se le vino abajo a Schaeffer en las montañas de Suiza, a principios de los años 50. La pregunta que todos se hacen es: ¿qué es lo que paso? Después de haber leído mucho de lo que escribió y lo que se ha publicado sobre él, a lo largo de los años, tengo que decir que no es fácil responder a esta cuestión...
CRISIS, ¿QUÉ CRISIS?
Me ha llamado la atención que ninguno de los biógrafos observa su mediana edad. A estas alturas de la vida, puedo decir que no se ven las cosas como joven radical, propenso al fanatismo, que a los cuarenta años. Por supuesto que hay gente que se queda anclada en esa fase, pero al llegar a la edad de Schaeffer en los 50, lo normal es la crisis de los cuarenta, cuando uno se pregunta quién es y lo que se ha perdido en el camino.
Lo que despista en él es siempre su lenguaje intelectual, que da una falsa impresión, ya que dice su yerno que era bastante emocional. No es raro que algunos pensaran que se había vuelto ateo de repente. Su duda es tan radical que parece cuestionar la existencia de Dios y verdades fundamentales del cristianismo. Yo no creo que ese fuera el caso, porque cuando él lo cuenta, es en el prefacio de su libro sobre “La verdadera espiritualidad” (1971), no en el prólogo a “Dios está ahí” (1968).
Aunque su libro no se publica hasta principios de los años 70, hubo muchos borradores anteriores. Su problema con los editores es que él quería mantener el estilo oral que tenían estas charlas. La primera vez que habló de estas cosas fue en un campamento de familias de misioneros presbiterianos en Estados Unidos en 1953, pero sus reflexiones no toman la forma que hoy conocemos, hasta que las presenta en la comunidad que forma en Suiza, L´Abri, ya en 1964. El primer antecedente lo encontramos cuando publica en 1951 un artículo, fuera del círculo separatista de revistas como The Bible Today o The Beacon, en una publicación general para escuelas dominicales, que se llamaba Sunday School Times.
Schaeffer comenta en esas notas la falta de poder y gozo que hay entre aquellos que profesan un cristianismo bíblico. Buscan la pureza, pero esta ha de llevar al amor, algo que brilla por su ausencia en círculos conservadores. Lo que él plantea, “no es un problema intelectual, sino espiritual”, dice. Algo que constata en él mismo, como paladín de la ortodoxia, que era. Descubrir la realidad de su vida le lleva a una depresión en que lucha contra el enojo y la frustración, recuerda su familia. No juzga la Biblia, sino su cristianismo. Duda de su fe, pero no doctrinalmente, sino experimentalmente.
LA OBRA QUE CRISTO TERMINÓ
Por un lado, hay una evidente liberación del legalismo. Como hemos dicho, el neo-fundamentalismo en que se había formado Schaeffer, estaba lleno de reglas de separación y pureza, que no reconocían la libertad de conciencia. Su hija Susan –casada con mi amigo Ranald Macaulay– recuerda como a los 10 años ve a su padre en 1951 beber por primera vez vino – ¡no lo usaban ni para celebrar la Santa Cena! –. No es que ahora empezara a fumar y a beber, sino que ya no le importaba que otros lo hicieran.
En la comunidad que fundó, L´Abri –sobre la que hablaremos en el siguiente artículo–, no se permitía el uso el drogas, pero como veremos, recibió a mucho jóvenes con ese problema, que no enfrentó moralistamente, sino existencialmente. Para él, “su perdición es respondida por la existencia del Creador”, no por un nuevo legalismo. En ese sentido fue clave también para él, el estudio de la Epístola a los Romanos, probablemente el libro de la Biblia que más habitualmente exponía en la comunidad y en conferencias.
La expresión más repetida por él en aquella época, es “la obra terminada de Cristo”. Schaeffer descubre que el cristianismo no es un sistema de valores –como ahora tanto se suele decir–, sino la vida que se basa en “la obra sustitutoria de Jesucristo en la Historia”. Viene por la experiencia del “poder del Cristo crucificado, resucitado y glorificado, por medio del Espíritu Santo, a través de la fe”.
La diferencia para Schaeffer, por la que el cristianismo es distinto a cualquier otra religión, es que “Dios lo hizo todo”. El creía que “no podemos hacer nada para salvarnos, porque Cristo lo ha hecho todo”. Aunque comenzara hablando de cuestiones culturales y emocionales, usando ejemplos del arte y la filosofía, siempre acababa mostrando nuestra culpabilidad moral, para anunciar que Cristo murió por nosotros en la cruz.
Schaeffer se veía a sí mismo como un evangelista. Nunca pretendió ser otra cosa. La pregunta para él, no es cuáles eran los valores del cristianismo, por lo que merecía la pena creer en él, sino si el cristianismo es verdad. No era una cuestión intelectual, sino de la realidad de la vida misma. Ya que si el cristianismo es verdad, entonces afecta a toda nuestra vida. Es “la verdadera verdad”, como solía decir.
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