En esta miniserie de diez episodios vemos “claros signos de la existencia de Dios –dice Sorrentino–, pero también de su ausencia”.
Las apariencias engañan. Eligen un nuevo papa, que presentan a sus cuarenta años como el más joven de la Historia, aunque en realidad no lo sea –hubo otros más jóvenes que él–, pero la pregunta que todos se hacen es: ¿será liberal o conservador? La serie para el canal de televisión por cable HBO, que ha hecho Paolo Sorrentino –ganador de un Oscar por “La gran belleza”, pero autor también de obras tan conmovedoras sobre el paso del tiempo, como “La juventud” o “Un lugar donde quedarse–, juega siempre con esa incertidumbre. El nuevo pontífice parece más ultramontano que el cardenal más conservador, pero con más dudas que el teólogo más radical. Todo es tan desconcertante como la vida misma.
La mirada de Sorrentino tiene esa capacidad irritante para algunos, pero hipnótica para otros, que resiste toda clasificación. Por un lado, representa la gran tradición del cine italiano, siempre tan ambicioso y provocador, sensible y original –creo que mucho más interesante que el español, en general–. Y por otra parte, siempre bordea lo excesivo. Llega casi a lo estrambótico. A mí, sin embargo, me hace gracia. Me encanta su ironía. Y esta serie me parece un respiro de aire fresco, ante la mayor parte de lo que se está haciendo ahora en televisión.
Eso sí, no es para todos los públicos. La mayor parte dirá aquello de que le resulta “muy lenta”, algo que nunca he entendido muy bien lo que es. Puesto que lo que algunos consideran “tiempos muertos”, a mí es lo que a veces más me atrae de una película. Me encanta la morosidad en el cine.
Desde luego, moralmente, a otros les chocará su tratamiento del sexo, nada convencional. Lo más incómodo, sin embargo, para la mayoría, es que no hay una historia que puedan seguir fácilmente. Todo es extraño y bastante incomprensible. Ya que se enfrentan al enigma mismo de la condición humana.
EL HOMBRE COMÚN
Encarnado por el actor británico Jude Law –que está aquí en estado de gracia–, el recién elegido Pío XIII tiene unos cuarenta años. No era el candidato favorito, pero creen que puede ser el puente entre tradicionales y progresistas. “Escogen a un papa que no conocen –dice–, y ahora empiezan a entender”. No es el “títere fotogénico”, que creían. “Todo lo que se me oculta, tarde o temprano me será revelado”, asegura.
El joven papa es un hombre normal que acaba siendo pontífice. Refleja “los sentimientos, pensamientos y emociones de estos hombres de iglesia que sólo muestran su dimensión pública, aséptica y educada”, dice Sorrentino. Al hacerlo, “la serie traspasa la privacidad de estas personas que a menudo abusando, se oponen a Dios como el autor de su ser”. Para el director, el papa es un hombre común que “no tiene verdadero poder para cambiar a la gente, sólo capacidad de sugestión”.
En esta miniserie de diez episodios vemos “claros signos de la existencia de Dios –dice Sorrentino–, pero también de su ausencia”. Vemos “cómo la fe se puede buscar, pero también perder”. Y su autor imagina “la grandeza de una santidad, que no se puede mantener cuando estás luchando contra la tentación”. Su personaje, cree que desvela “la lucha interior entre la inmensa responsabilidad de ser Cabeza de la Iglesia Católica y las miserias del simple mortal que el Destino (o el Espíritu Santo) escoge como pontífice”.
NI LIBERAL NI CONSERVADOR
El joven papa quiere acabar con el sistema que ha venido rigiendo la curia, pero se cierra a los fieles. No sigue los consejos de su astuto secretario de Estado, pero detesta la iglesia tal y como es. Se opone al aborto, la eutanasia y la homosexualidad, pero tiene dudas de fe. No le interesa el ecumenismo ni la tolerancia, pero rechaza el “merchandising” y la promoción personal. Prefiere el orgullo de la verdad, aunque cueste el aislamiento y la ruina de la iglesia.
El nuevo pontífice no quiere una religión amable. Aunque haya menos católicos, por lo menos serán más fieles, cree. No busca tanto la unidad de la fe, como del temor a Dios. Para este papa, la iglesia no es una ONG. Tampoco persigue la fascinación que pueda producir a los creyentes, su presencia. Por eso quiere que el papado no tenga rostro. No busca ser una estrella pop. Es joven y guapo, pero no desea vender platos ni camisetas. Se resiste al “marketing”. Y no le importa hundir la iglesia, porque en las ruinas, cree que resplandecerá la verdad de Dios.
Alguno pensará que es la inseguridad del conservadurismo, que se enfrenta a sus propias dudas y temores con una falsa certidumbre. Puede ser. Hay un elemento onírico en la serie, que es fascinante. La primera escena nos muestra un bebé gateando bajo una pila de ellos, para descubrir finalmente a Jude Law, vestido con el hábito papal, saliendo de la base de la pirámide. La soledad de este hombre que no para de fumar y le encanta la Cola Zero con sabor a cereza, se muestra en momentos tan surrealistas como los que tiene con el canguro que le han regalado.
LA MIRADA DE UN NIÑO
Si el papa emerge de un montón de bebés en el sueño, es porque su juventud no es nada incidental. El joven papa presenta la mirada de un niño a una institución milenaria. Es así como observamos la simetría de la fila de los cardenales, las monjas jugando al fútbol, los frescos y jardines, o las vestiduras papales. No es una sátira del Vaticano. Lo que tiene es el sentido del humor que hay en una ceremonia, la sonrisa que viene de lo absurdo de la tensión de un momento. Su propósito no es cómico, sino mostrar lo dramático de una situación.
Un buen ejemplo es cuando en el segundo episodio, el papa se enfrenta a un cardenal contrario a su elección. Y le pregunta de repente si es homosexual. Después de una larga y dolorosa pausa, el primado responde que sí. El personaje de Law, silencioso, alcanza el botón que hay debajo de su mesa, para que aparezca alguien del personal con una excusa, para acabar la reunión. Una secretaria aparece por la puerta, para decir que es “la hora del aperitivo”. El papa reacciona sorprendido: “¿mi aperitivo?”. A lo que la monja responde: “sí, santo padre, su aperitivo”. El pontífice asiente con la cabeza y dice: “bueno, así es como lo llama; tomaré mi aperitivo ahora; ¡adiós, eminencia!”. El cardenal sabe que es el fin de su carrera eclesial y se despide besando la mano del papa, en un final sin ceremonia. La gracia no es que sepamos que el papa es conocido por su “escaso apetito” –lo que se considera un mal presagio–, sino que él ironice sobre lo absurdo de interrumpir una conversación así, para tomar un aperitivo.
Es el atrevimiento por el que pone a prueba la curia, afirmando cosas tan sorprendentes como que no cree en Dios, para decir a continuación que estaba “sólo bromeando”. Es importante en este sentido el papel del cardenal Voiello –que tan bien interpreta Silvio Orlando con ese acento italiano que da a su inglés un encanto especial–. Su sentido del humor está muy bien expresado cuando Voiello le dice: “ya no soy el único que hace bromas en el Vaticano, su santidad”. A lo que el papa responde con extraordinaria lucidez: “primero, le sugiero que recobre su legendaria falsa cortesía; y segundo, mis bromas contienen la verdad”. Es la verdad que los adultos callan, pero que los niños se atreven a expresar.
HUÉRFANOS DE LA TORMENTA
La clave del personaje de Law –que se llama Lenny Belardo, antes de ser papa– está en las recurrentes referencias al abandono de sus padres en Venecia, cuando era niño. La imagen de estos dos hippies le persigue hasta en sueños. Criado por la monja que hace Diane Keaton, Lenny es un huérfano, cuya pérdida le hace dudar incluso de la existencia de Dios. Anhela unos padres, cuya ausencia siente como la generación del divorcio que representa.
-¡Me sorprende santo padre! –dice el cardenal– Es joven, pero ¡tiene ideas tan antiguas!
-¡Se equivoca sobre eso! Soy huérfano. Y los huérfanos nunca son jóvenes.
-Pero la mayoría de los que van a la iglesia no son huérfanos.
-¿Quién dice eso?, ¿cree que los únicos huérfanos son aquellos que no tienen padre o madre?
Como cuenta en una entrevista a El País Semanal, Sorrentino sabe “lo que es ser un adulto desde los 16 años”. Si “alimenta un sentimiento de melancolía” es porque “con esa edad perdió a sus padres en un accidente”. Hubo una fuga de gas en su casa, que se llevó la vida de su padre, Sasa, un empleado de banco, junto a su madre Tina, que dedicó su existencia a crear un hogar para él. Cuando le preguntan sobre ello, su voz se rompe, aunque confiesa que es “un pensamiento cotidiano”.
Aquellos que hemos perdido a nuestros padres, entendemos la orfandad que hay detrás también de la parafernalia del Vaticano que he podido conocer a lo largo de los años que he sido representante de la Alianza Evangélica Mundial en las consultas teológicas anuales que teníamos un pequeño grupo de seis personas de diferentes continentes, para hacer o responder preguntas a algunos monseñores y obispos del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos. Tengo que reconocer que he apreciado más en ese tiempo a mis interlocutores católicos, por su humanidad, que a los hermanos evangélicos a los que me siento unido por la fe. Es la humanidad que despierta el joven papa.
EL ESPÍRITU DE ADOPCIÓN
Ese Dios ausente se revela para nosotros como un Padre en el Señor Jesucristo. El Hijo ha venido a hacernos parte de su familia por el Espíritu de adopción (Romanos 8:15). Esto es algo tan importante en la enseñanza del Nuevo Testamento, que como Packer dice: “se podría resumir en una sola frase, la revelación de la paternidad del santo Creador”.
Dios ha venido a este mundo de orfandad, para buscar a hijos pródigos como nosotros y llevarlos de vuelta a casa. Si ha entrado en nuestra alienación – “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” (Mateo 27:46) –, es para mostrarnos la gracia por la que nos hace ahora sus hijos. La iglesia está llena de “hijos mayores” que han servido como “esclavos” a su padre (Lucas 15:29). Su sospecha hace que no puedan confiar en Él, pero el Padre nos libera del “espíritu de esclavitud”.
Ese Padre nos ama tanto, que ha enviado su Hijo a dar su vida por nosotros. Es así que no sólo somos llamados hijos, sino que realmente lo somos (1 Juan 3:1-2). Sólo ese amor puede ahuyentar nuestro temor y desconfianza a Él. Por la fe somos hijos de Dios (Juan 1:12). Y el Espíritu de adopción da testimonio ahora a nuestro espíritu de que lo somos (Romanos 8:16). Atraviesa la distancia que nos aleja de Él, para unirnos a su abrazo de amor, por esos brazos extendidos en la cruz, que nos reciben en su Hogar eterno. No vivamos ya como huérfanos.
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