En la vida, cuando hay que llorar se llora, y cuando el ánimo conduce a la risa, al canto y la diversión, se disfruta.
La tristeza es una reina hermosa mientras no posea las llaves del castillo.
La muerte no siempre avisa, esa es la realidad, y menos cuando se tienen quince años. A Trini le pilló por sorpresa el fallecimiento de su mejor amiga. Como de costumbre, aquella mañana estuvieron sentadas juntas, hablaron sin cesar durante el recreo contándose secretos y luego, al salir del instituto, Elena se subió a la moto del chico que la cortejaba. Minutos después ocurrió la tragedia, un coche que tomó una curva demasiado apresurado chocó contra ellos y los lanzó por los aires como si fuesen dos paquetes vacíos. Ocurrió así de rápido. El chico sobreviviría a duras penas y con bastantes secuelas. Por otro lado, a Trini le costaba asumir la desgracia, la pérdida de su otra yo, el espejo en el que se miraba a diario, su consuelo, su alegría, su confidente. Notaba tal losa sobre el pecho que no lograba respirar bien. Las lágrimas acudían precipitadamente sin pedir permiso, sin preguntar si era o no conveniente, si era el momento adecuado. Lloraba y no sabía cómo expresar su pena ni a quién. Se sentía como en un desierto a pesar de estar rodeada de gente, a pesar de tener el apoyo de su familia y contar con otras amistades.
Los profesores le procuraron ayuda psicológica pero la rechazó. Llorar la consolaba, la ayudaba a encontrarse mejor. Se encerraba en su cuarto la mayoría de las veces para que nadie la molestara. Pese a todo, no faltó ningún día a clase.
Tras varias semanas, en cierto momento durante la hora de música, la tristeza se distrajo hurgando en otras penas ajenas a la muchacha y la abandonó un rato, tiempo suficiente para que Trini comenzara a tararear una cancioncilla famosa que aparecía en el libro de texto. Su abuela materna se la cantaba cuando era pequeña y, al entonarla, se sintió cobijada de nuevo entre aquellos brazos maternales y cálidos que tanto quería. Al oírla, su nueva compañera de pupitre, Angustias, se acercó y con poco acierto le dijo en voz alta: Oye, ¿tú no tenías tanta pena por la muerte de tu amiga, cómo es que estás cantando? ¿dónde está tu luto?
Angustias era una de esas personas que, como otras, vigilaba gustosa el decaimiento humano sin permitirle superarse. Quizá este comportamiento era heredado, aprendido, quizá adquirido deprisa durante sus cortos años. No se sabe, ni se entiende, como existen personas que parecen disfrutar manteniendo a los demás en estado de desesperación y se convierten en guardianes de la tristeza ajena con el único fin de que esta no falte.
En la vida, cuando hay que llorar se llora y cuando el ánimo conduce a la risa, al canto y la diversión, se disfruta.
La sensatez nos enseña que el luto por la pérdida de un ser querido no se olvida jamás sino que, poco a poco, se amaina con el paso del tiempo para comenzar a ocupar su lugar prominente en la estantería de los bellos recuerdos.
Trini lo entendió de este modo. Miró a Angustias fijamente a los ojos un par de segundos antes de continuar canturreando aquellos versos que tanto la reconfortaban.
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