Existen en nuestras vidas muchos “señores” que hemos de desterrar, porque impiden el señorío absoluto de Cristo sobre nosotros.
Tras destacar su divinidad, el texto del Credo nos habla a continuación de Su señorío: "Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor...".
La palabra griega que en castellano se traduce por "Señor" aparece unas quinientas veces en el Nuevo Testamento. En la escena del lavado de los pies, Cristo mismo confirma su señorío ante los apóstoles. Dice: "Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y Maestro, he lavado vuestros pies, también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis" (Juan 13:13-15).
El escriturista español José María González Ruiz dice que, aplicado a la Persona de Jesús el término "Señor" tenía un doble significado: primero, que Dios lo elevó al señorío supremo a través de la resurrección; y segundo, que este señorío supone una voluntad que ejecuta perfectamente la de Dios, de forma que son una sola y misma voluntad.
En un texto de la epístola a los Romanos que se ha hecho clásico, Pablo trata del aspecto exterior e interior de la fe. El primero supone la proclamación de las verdades evangélicas y la aceptación de Cristo como Señor único; el segundo, la aceptación íntima de esas verdades. Dice el texto: "Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación" (Romanos 10:8-10).
Los romanos estaban obligados a reconocer el señorío del César. Pero Pablo les dice que tras la conversión no deben admitir más Señor que a Cristo.
Existen en nuestras vidas muchos "señores" que hemos de desterrar, porque impiden el señorío absoluto de Cristo sobre nosotros. Y tanto la vida como la muerte del cristiano pertenecen totalmente a Cristo. Así lo escribe San Pablo: "Porque ninguno de vosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos. Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven" (Romanos 14:7-9).
La queja de Cristo, queja de antes, de ahora y de siempre, es que las multitudes le reconozcan como Señor y hagan caso omiso de sus mandatos. Y la simple profesión de señorío cristiano no vale. Jesús mismo dijo: "No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos" (Mateo 7:21).
Hacer la voluntad del Padre significa identificarse totalmente con el Hijo y aceptar, personalizándolo, Su mensaje de amor y de vida. Acudir a Él, atraídos por Su señorío sin igual y por el magnetismo de Su Persona.
Desde el comienzo de Su ministerio, Cristo demostró poseer un poder maravilloso mediante el cual atraía a sí a las almas. Allí estaba María Magdalena, una mujer de pobre reputación moral y que además se hallaba poseída por demonios. Cuando Cristo la limpió de sus pecados, la Magdalena se convirtió en una de sus más fieles seguidoras. Estaba Mateo, el recaudador de impuestos, y Zaqueo, el publicano. Estaba Pedro, el pescador, y con él otro grupo de pescadores. Estaban los cojos, los paralíticos, los ciegos, los leprosos y muchos otros agotados física y espiritualmente por las enfermedades y el pecado, que siguieron a Cristo por el poder que en Él había para limpiarlos y sanarlos.
Pero no fueron solamente los pobres y los humildes quienes quedaron impresionados por el poder del Señor. También aquellos que ocupaban posiciones elevadas dentro del judaísmo, como Nicodemo y Simón el Fariseo, sintieron el irresistible magnetismo del humilde Galileo.
No todos han aceptado a Cristo. Algunos lo han rechazado. Unos se han cegado por el encanto y el brillo de este mundo y han permanecido sordos a Su llamamiento. Otros se han hundido tanto en el pecado que se han hecho insensibles a la llamada del Señor. Pero la gran verdad es que Cristo murió por todos los hombres, que Él ha llamado y sigue llamando a todos y que donde quiera que los hombres han estado dispuestos a oír Su voz, Cristo los ha atraído hacia sí. Grandes multitudes de hombres y de mujeres han aceptado a Cristo; y quienes lo han aceptado y han estado dispuestos a testificar de Su nombre, se han convertido en los seres más felices y en los más valiosos ciudadanos de la tierra.
Es importante para nosotros comprender que Jesús no es un Ser que podamos tomar o dejar a discreción, de acuerdo al deseo de cada individuo. Al contrario: Cristo es el agua de vida, el pan de vida, la vida misma, Sin Él, el hombre no puede vivir espiritualmente. La verdadera salud del alma la recibe el hombre solamente cuando ha creído en Cristo como el Hijo de Dios y lo ha aceptado como su Salvador.
El apóstol Pablo se refirió a Cristo diciendo: "Cristo en medio de vosotros es la esperanza de la gloria" (Colosenses 1:27). En otra ocasión, dirigiéndose a los efesios, oró por ellos pidiendo que "habite Cristo por la fe en vuestros corazones" (Efesios 3:17). Nuestra única esperanza de gloria o de grandeza eterna está en Cristo. Esta esperanza se hace actual mediante nuestra aceptación de Cristo y la obediencia de Sus mandatos.
Cuando en cierta ocasión alguien le preguntó a Cristo sobre el más grande mandamiento, Jesús respondió: "Amarás al Señor de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de toda tu mente, y de todas tus fuerzas" (Marcos 12:30). Y en otra ocasión dijo el Maestro: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque cualquiera que quisiere salvar su vida, la perderá, y cualquiera que perdiere su vida por causa de mí, la hallará" (Mateo 16:24-25). Esto es ser cristiano. Donde hay un Cristianismo positivo hay también un cristiano con espíritu de sacrificio.
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