Anhelo del paraíso

El ser humano pasa la vida construyendo, repasa el nido y lo adorna. Lo acomoda lo más parecido al que un día ancestral disfrutó.

Como seres que arrastramos un pasado y somos el producto que él conforma, nos resulta más fácil repetir historias, revivir experiencias que buscar nuevas.

Volvemos la mirada con deleite una y otra vez. Creo que es el anhelo del paraíso perdido, aquellos lugares, aquellas etapas en las que nos sentimos felices y de los que tuvimos que salir con el corazón partido,  agobiado por los suspiros.

La remembranza vive en cada uno de nosotros. Queda impregnada en nuestros genes, viene una y otra vez recorriendo la sangre incluso sin que, a veces, seamos conscientes de ello.

Este anhelo nos impide avanzar y disfrutar del presente. Nos limita los planes de futuro.

Hace mucho, mucho tiempo, que nuestro corazón comenzó a morir y perseguimos el bienestar conocido. Miramos hacia atrás y todo nos resulta superlativo, "cualquier tiempo pasado fue mejor". ¡Quién sabe!

De manera infantil solemos exagerar las vivencias, endiosamos algunas amistades que no volverán, o veneramos momentos que no se repetirán jamás.

Agrandan nuestras tristezas, o nuestras soledades, los lloramos. Nos obsesionamos con nuestro particular edén y nos detenemos ante el nuevo florecimiento.

Disfrutar de ellos es bueno, fueron un regalo de Dios en épocas puntuales, pero anclarse puede resultar peligroso, pues es imposible regresar. La vida es un sendero continuo y sin retorno.

Recordar de manera obsesiva traba la esperanza e impide el fluir de nuevas ilusiones.

Existen otras glorias terrenales donde quemar etapas, donde enriquecernos aún más. Vivir hábitos frescos, aprender, fortalecernos.

Hacer de nosotros mejores personas.

Tener un nuevo nacimiento y ver como Dios brota desde el sótano de nuestras conciencias, derrocha su hermosura sobre nosotros y nos anima a caminar hacia adelante.

Esto se tornará en paraísos nuevos, más frescos y gratificantes que nos oxigenarán el alma.