Algunas cosas parecen demasiado buenas para ser ciertas. Mark Twain decía que la fe es “creer en lo que sabes que no es así”. Muchos la ven, por eso, como un concurso de televisión, donde tienes que apostar todo de una vez. Es el gran salto en la oscuridad, con la esperanza de que haya un Dios allí que te recoja. La fe de Abraham, sin embargo, no fue una fe ciega.
He estado dos veces en la exposición que ha venido al CaixaForum de Madrid –después de estar en Barcelona–, sobre Mesopotamia (3500-2100 a.C.),
Antes del Diluvio. Viene del Museo Penn de Filadelfia, para el que trabajaba Leonard Woolley, el arqueólogo británico que excavó la ciudad de Ur, en los años veinte. Agatha Christie visitó entonces las ruinas y se enamoró de su asistente, Max Mallowan. Se casaron en 1930 y escribió una novela que se llama
Asesinato en Mesopotamia.
Para el lector de la Biblia, visitar esta muestra es algo tremendamente sugerente. Al fin y al cabo, es de aquí de dónde venía Abraham. Los pueblos mesopotámicos crearon en el siglo IV a.C. las primeras ciudades en las marismas del delta del Tigris y el Éufrates, al sur de la actual Iraq. La primera fue Uruk, que tuvo entre 35 y 80.000 habitantes. Estableció la primera red de comunicaciones del mundo antiguo, con sus vías, canales y postas. Luego vino Ur, la ciudad de Abraham, que llegó a tener entre 200 y 350.00 habitantes, siendo sólo superada por Roma, dos mil años más tarde.
LA ESCRITURA Y LOS DIOSES
En Mesopotamia se desarrolla la primera organización territorial con una amplia jerarquía social y una división del trabajo. Había un poder fuerte,
monárquico e imperial, que establece un derecho, para el que se utiliza la escritura, el cálculo, el valor de los bienes y las unidades de medida de tiempo o espacio. ¡Claro, muchas de estas cosas no se sabían hasta principios del siglo pasado! Es por eso que en el siglo XIX, todavía había críticos de la Biblia que pensaban que Moisés no podía ser el autor de ningún libro, “¡porque entonces no se conocía la escritura!”, decían.
Hoy sabemos que la escritura fue inventada en el sur de Mesopotamia, a mitad del cuarto milenio. Su idioma era el asirio y el acadio. Al igual que en Egipto en sus inicios, la escritura era en parte pictográfica, o sea los signos gráficos más comunes reproducían los rasgos más característicos de las cosas que designaban. En sus textos encontramos una compleja mitología:
Cuando se separan el cielo y la tierra (An y Nammu), An va al cielo –que es al mismo tiempo un lugar y un dios–. Es él quien creó el mundo y los dioses. An encabeza un complejo panteón, compuesto por su esposa, la tierra y sus hijos, entre los que destacaban Enlil (el señor de los aires, que era un dios colérico que desencadenaba tempestades) y su hermano Enki (el señor de la tierra, que como arquitecto e ingeniero, da forma al mundo, completando la creación).
LA CIUDAD DE LOS TIEMPOS LEJANOS
El universo había nacido en la
Ciudad de los Tiempos Lejanos –lo que llamaban
URU-UL-LA–. Allí nacieron todos los dioses. Esta ciudad estaba situada en los márgenes de un lago o una marisma. Toda negra y fantasmal, era habitada sólo por las almas de los difuntos o espíritus, que revoloteaban ya antes que ningún ser vivo fuera concebido. En ese lugar oscuro, nació la vida, de las tinieblas del mundo de los muertos.
En Mesopotamia, la ciudad es una creación divina –a diferencia de la Biblia (
Génesis 3:17), donde la ciudad nace con la descendencia de Caín–. Los dioses escogían el emplazamiento, ordenaban la fundación e incluso participaban en la construcción de templos y palacios. Los templos terrenales estaban construidos a imitación de templos celestiales. Eran organismos vivientes, donde la divinidad estaba presente a través de la estatua de culto, que el clero alimentaba y vestía diariamente.
Al concluir la creación, el dios del cielo y sus hijos se aposentaron en lo alto, mientras los dioses más antiguos (los
Igigi) tenían que cuidar de la tierra. Estos se cansaron y se sublevaron. Creados del barro, los humanos fueron entonces asignados al cultivo y el riego de la tierra, para producir alimentos con los que ofrendar a los dioses.
ECOS DEL DILUVIO
El Diluvio se atribuye en la cultura mesopotámica a la decisión de los dioses de limitar el número de los hombres, que empezaban a competir con los dioses. El dios de la tierra, Enki –que amaba a los humanos–, ordenó a un sabio –que se llamaba Ut-napistim– construir un arca, para proteger ejemplares de todos los seres vivientes. Las aguas anegaron el mundo y al séptimo día, la lluvia cesó. El arca se detuvo y repoblaron la tierra, siendo perdonados por el cielo.
Una cumbre montañosa salvó a la humanidad de las aguas. Recibió el nombre de
ziggurat, “construcción en lo alto”. Las pirámides escalonadas son construidas a imagen de esa montaña sagrada. El
zigurat de Ur estaba dirigido a la diosa lunar, Nannar.
Es en ese medio, en el que nace Abraham. Para los judíos, esto era algo inconcebible. Por eso empezaron a imaginar historias que mostraban a Abraham como alguien diferente al resto de los habitantes de Ur.
La apócrifa judía ve a Abraham como alguien indignado con la idolatría. ¿Cómo iba a adorar a un astro como la luna? Supuestamente servía al dios único, aún sin conocerle. El problema es que la Biblia no dice nada de eso. Es más, Josué dice que su padre, Taré, era un idolatra, como el resto de su familia (24:3). Dios no vio nada especial en él, que lo distinguiera de otros.
UR Y LA CIUDAD DE DIOS
Ur se asentaba cerca del delta del Tigris y el Éufrates. Pudo incluso haber sido fundada en medio de las marismas, hoy retiradas por la bajada del nivel del mar. Canales de comunicación atravesaban la ciudad, uniendo dos puertos fluviales. Una extensa área sagrada y palaciega rodeaba la pirámide escalonada del
zigurat. Parece que una trama de vías procesionales unía distintos santuarios. Bajo tierra, estaban en el centro las tumbas reales, que descubrió Woolley.
Dios llama a Abraham. Y como resultado de su encuentro, Abraham creyó a Dios y emprendió el viaje a una tierra donde “esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10). No tenía otra evidencia que su palabra, pero confió que Dios era capaz de hacer lo que había prometido.
Por esa fe, Abraham fue justificado (Génesis 15:6; Romanos 1:1-5), no por sus obras de justicia (Gálatas 3:6-18). Así Dios llama a todos los que son considerados hijos de Abraham. Nos llama cuando no le conocemos. Viene a nosotros, cuando estamos perdidos en nuestra ignorancia y maldad (
Efesios 2:1-7). Y nuestra respuesta ha de ser de fe en sus promesas. Aunque hemos de pasar por muchas dificultades, para entrar en la Ciudad de Dios (
Hechos 14:22).
VIAJE DE FE
Como Abraham, nosotros también hemos recibido grandes promesas de Dios y luchamos para creer en ellas, en medio de las decepciones de la vida. Como él, a menudo estamos tentados a abandonar el camino, pero, confiando en su palabra, creemos que nuestro futuro no depende de la suerte, sino que está en las manos de un Padre amante que cuida de nosotros (
Génesis 16:1).
Y ¿qué pasa cuando no tenemos suficiente fe? Abraham era un hombre como nosotros, lleno de dudas y fracasos. Su fe también desfalleció. Lo que pasa es que esto no le alejó de Dios, sino que volvió a Él, una y otra vez. Nuestras dudas tenemos que llevárselas a Dios. El no se escandaliza por ello. Conoce nuestros pensamientos más ocultos. Y aún así nos ha amado. ¿Qué le va a sorprender de nosotros?
Como Abraham, vemos sólo en parte. En parte, conocemos. Y en parte, experimentamos la realidad de sus promesas. Si no, no sería fe (
Hebreos 11:8-19). Vivimos y morimos con la esperanza de cosas que todavía no tenemos. La experiencia de Abraham apunta, por eso, a los sufrimientos de Cristo, a quien le fueron prometidas las naciones de la tierra como herencia, pero sin embargo, los suyos no le recibieron (
Juan 1:11). Jesús vivió en la cruz la distancia entre la realidad y la promesa.
La resurrección de Cristo nos da la seguridad de que sus promesas son ciertas. Debemos contar con ellas y aferrarnos al Dios de las promesas. ¡Miremos al Cristo resucitado! El es la Promesa que Dios anuncia a Abraham, el descendiente que habría de venir (
Gálatas 3:16), el hijo de la mujer (
Génesis 3:15), que habría de acabar con el poder del mal.
La fe acalla nuestras dudas y se sostiene mirando al Invisible, sabiendo que para Él todo es posible.
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