La ficción nos lleva, a veces, a situaciones que parecen inimaginables, pero que la realidad acaba por confirmar. Este es el caso de la película Habemus Papam de Nanni Moretti –publicada ahora en DVD–. Cuando el director italiano nos presentó a un Papa renunciando por “falta de fuerzas”, a mucho les pareció una historia difícil de creer. “La única diferencia entre realidad y ficción –dice Mark Twain–, es que la ficción necesita ser creíble”.
La Iglesia empieza a oscuras y termina muda en
Habemus Papam.
Frente al dogma de la infalibilidad del pontífice, Nanni Moretti nos presenta la humanidad profunda y dubitativa de alguien que se encuentra con una tarea que le sobrepasa. La sociedad vaticana sirve al director italiano de metáfora para hablar de la crisis de la responsabilidad en nuestra sociedad contemporánea. Es evidente que
nos muestra un mundo carente de líderes y opciones integradoras, como observa Ángel Quintana en su interesante crítica de
Cahiers du Cinema.
Si en su anterior película,
El caimán (2006), Moretti se pregunta por qué alguien tan corrupto como Berlusconi puede guiar el destino de Italia, el cineasta ahora nos responde que es por la incapacidad de las personas para asumir su responsabilidad. Sus conclusiones son tan descorazonadoras como termina abruptamente cada una de sus películas. En medio de esta general incertidumbre, pone la mirada en una institución que, para él, representa las mayores certezas en un mundo cambiante. Su descubrimiento no puede ser más sorprendente: ni el Vaticano sabe ya qué hacer.
La mirada perdida del actor Michel Piccoli –como el recién elegido Papa– lo dice todo, tras sufrir un ataque de pánico justo antes de aparecer en el balcón de San Pedro para saludar a los fieles.
No por casualidad, el personaje se llama Melville –como el autor de Moby Dick–, en referencia al personaje del cuento Barterbly, el escribiente, que dice siempre: “Preferiría no hacerlo”. Como el protagonista del relato, Melville rehúye toda responsabilidad. Es la ausencia de compromiso del “hombre sin atributos” que evita toda forma de posición respecto a la realidad que le rodea.
EL TEATRO VATICANO
Melville se resiste –como Barterbly– a asumir cualquier gesto responsable. Como no se ve en el papel de nuevo pontífice, cae en una depresión, que hace que el Vaticano requiera los servicios de un psicoanalista –el propio Moretti–. Para esta especie de Woody Allen europeo, el psicoanálisis pretende llevar a cabo el mismo proceso de curación del interior humano que la religión. Sólo que lo que solía designar como alma, Freud lo convierte en inconsciente.
Es significativo que la primera vez que se le pide a Melville que se presente, se describe como un actor. Ya que desempeña un rol que no le pertenece ni desea. Se le ha otorgado por una elección supuestamente divina, aunque le viene por unas votaciones –muy poco secretas, por cierto–, invitándole a representar un papel que él no ha elegido. Como el Papa Juan Pablo II, Melville tiene la frustración de haber querido ser actor en su juventud, pero incorpora la religión a la sociedad del espectáculo.
El teatro gobierna una Iglesia llena de actores, grandes decorados, majestuosos disfraces y cuidados gestos de puesta en escena. En su escapada del Vaticano, Melville se encuentra con una compañía teatral cuyo actor principal recita en pleno delirio el texto de la obra de Chejov, La Gaviota. Pero si el escritor ruso es capaz de convertir la vida en ficción, la Iglesia se muestra incapaz de comprender la realidad. El Papa le dice a la segunda psicoanalista –interpretada por Margherita Buy– que su trabajo consiste en “hacer el actor”. Lo que siempre le “ha gustado mucho”, pero “ahora está cansado”.
UN MUNDO APARTE
Quien espere encontrarse aquí con un ataque al Vaticano, sus escándalos económicos, tolerancia de la pedofilia, o peculiar política demográfica, se verá muy decepcionado. Porque no es eso lo que le interesa a Moretti. Tampoco es una película sobre la fe o la creencia religiosa –el autor tiene una educación católica, pero se declara como no creyente–. Evita toda parodia y caricatura, para lograr una empatía y comprensión por un mundo que contempla con una mezcla de respeto e ironía.
Como algunos saben, yo he sido recientemente huésped del Vaticano en una consulta de la comisión de teología de la Alianza Evangélica Mundial con el Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos. Son reuniones informativas, cada año en un país diferente del mundo, un pequeño grupo de doce personas –seis por cada lado, y uno de cada continente–, que me han llevado a conocer bien a algunos monseñores y tratar con algún cardenal. Me ha sorprendido así descubrir un mundo que desconocía, y por el que no tengo particular simpatía, pero que sinceramente me esfuerzo en entender desde la humanidad que nos une –la fe es otra cosa–.
No creo que el Vaticano sea la amable residencia de la tercera edad que Moretti imagina, pero dentro de este avispero de intereses terrenales hay también ancianos débiles y entrañables –como los que la película nos presenta–, ¡quién sabe si también repletos de dudas! Lo que contrasta con la rigidez del psicoanalista, que se declara “el mejor”, y dirige los juegos con autoridad, cuando no es capaz de resolver la situación. A pesar de ello este
es un mundo alejado del presente, que resulta anacrónico porque se rige por una serie de rituales que convierten todo acto en un ejercicio teatral, cuando en este mundo “todo cambia” –como canta Mercedes Sosa en un momento clave de la película–.
INCERTIDUMBRE E IMPOTENCIA
Cuando buscaba en Roma algunas películas italianas para llevarme a casa –que no estuvieran todavía en España en DVD–,
encontré La misa ha terminado de Moretti. En esta obra de 1985, el director interpreta a un joven sacerdote que se instala en una parroquia de la periferia romana. Su deseo es ayudar a solucionar los problemas de la sociedad. Al cabo de unos meses se da cuenta de que es incapaz de resolver nada, porque su doctrina le impide comprender la realidad.
En esa época Moretti utiliza ya la Iglesia como metáfora. El sacerdote nos habla de la escisión entre la teoría y la práctica. Como en
Palombella rossa (1989) –una película que sí estuvo publicada en VHS en España–, la crisis tiene que ver con el fracaso de la utopía frente a una sociedad que no puede ser domesticada. En esa ocasión era el
waterpolo –el deporte favorito de Moretti–, el que le sirve para mostrar la pugna entre los diferentes sectores de la izquierda. Aquí opta por el voleibol, un juego que enfrenta a varios equipos que muestran lo poco universal de una iglesia católica, que tiene en Roma su centro –una contradicción en términos–.
¿De qué habla entonces Habemus Papam? Está claro que del poder y la representación, la responsabilidad y la humildad. No hay duda que las grandes instituciones viven desconectadas del ciudadano de a píe. Basta pensar en las manifestaciones de indignados que piden más humanidad a sus dirigentes. Lo sorprendente sin embargo de esta historia, es el vacío en un lugar que todos deberían querer ocupar. Frente a la exigencia de superación constante, el culto al yo, la búsqueda de perfección y el hambre de poder, Melville opta por el tiempo muerto, el triunfo del fracaso y la confesión de la impotencia.
LA VERDADERA FE
Lejos de oponerse a la verdadera fe, esta es una película que ataca la falsa fe, que está en el fondo de tanta religión, psicología y moralismo: la fe en uno mismo. Si la iglesia tradicional pretende basar su fe en una tradición escrita en piedra, Moretti nos desvela que detrás no hay más que humo, aire y dudas. Es el sentido del recorrido que hace el Papa por la ciudad, cuando se escapa del Vaticano. Este personaje, que apenas habla, tiene dudas acerca de sí mismo y el mundo que le rodea.
“Hablar de nuestros propios límites –dice Moretti– es un acto de fortaleza”. En ese sentido su actitud no está lejos de la del apóstol Pablo que retrata la Segunda Carta a los Corintios. En ella vemos a un hombre consciente de su debilidad, pero que confiesa: “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (12:10). Porque en Cristo, mi debilidad es su fuerza. Su victoria está en la cruz.
Nuestro egocentrismo es tan profundo y brutalmente idólatra, que la cruz siempre será escándalo y locura para el mundo. Sin embargo, Cristo crucificado es poder y sabiduría de Dios (1 Co. 1:24). Las personas que aceptan este mensaje no son más sabias, dotadas, o seguras que otras. Ya que Dios ha elegido a personas insignificantes, ceros a la izquierda, para “deshacer lo que es” (v. 28). ¿Por qué se complace en nuestra debilidad? “A fin de que nadie se jacte en su presencia” (v. 29). Es así como rebaja y aplasta toda pretensión humana.
Es el triunfo de su Gracia. Por eso el Papa de Moretti está más cerca de Dios que muchos de sus predecesores. La cuestión es si confiamos en Cristo, en vez de en nosotros mismos.
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