Después del encuentro con el ángel, Miriam vivió momentos en los que deseó de nuevo su presencia. Recordaba a la perfección las palabras recibidas y las respuestas dadas.
Aquél día se hallaba sola en su alcoba pues tenía la costumbre del mes. En tal estado se la consideraba impura y no debía tocar ni ser tocada. Sentada sobre su lecho meditaba acerca de su futuro casamiento y una voz rompió el silencio. Una extraña presencia se encontraba justo a su espalda:
–¡Te saludo, favorecida de Yahveh! El Señor está contigo.
Cuando vio al desconocido dio un brinco y se dirigió hacia la salida con la intención de escapar.
–Miriam, no te asustes, no te haré ningún daño. Soy un enviado del Señor y te traigo buenas noticias de su parte. No huyas, siéntate.
La joven, sorprendida por sus palabras, se preguntaba qué significaría aquella salutación y, temerosa aún, volvió a su posición original.
—Yahveh te mira con agrado. Quiere que seas la madre del Mesías, se formará en tu vientre y cuando nazca le pondrás el nombre de Enmanuel.
Será un gran hombre, te sentirás orgullosa de él, le llamarán Hijo del Yahveh Altísimo y su reinado no tendrá fin.
Miriam respondió:
–Eso es imposible, aunque estoy próxima a desposarme, hasta el día de hoy ningún hombre me ha tocado.
–Lo sé. Será el Espíritu Santo quien se posará sobre ti y el poder de Yahveh llegará a tu vida como una nube protectora. Tu hijo será llamado Santo.
Miriam se sentía abrumada y confusa. Su tez se volvió pálida. Miraba al ángel y enseguida apartaba la vista posándola en el suelo. Colocaba las manos sobre su vientre aún vacío y volvía a posar los ojos en el enviado. Las preguntas se le agolpaban en la mente pero se sintió incapaz de preguntarlas. Su boca estaba seca.
—Te traigo además otra buena noticia. Tu prima Isabel, a pesar de ser estéril y anciana, va a parir un niño; la que decían que no podía tener hijos está encinta desde hace seis meses. Puedes ver que para Yahveh no hay nada imposible. Así hará también contigo.
Entonces, la muchacha confesó:
—Tengo miedo, dijo comenzando a llorar cabizbaja, pero soy la esclava del Señor. Que Yahveh haga en mí según sus deseos.
Al finalizar su respuesta, alzó los ojos y comprobó que el ángel ya no estaba.
A solas con sus pensamientos y la incertidumbre que reinaba sobre su futuro se sintió poseída por una turbación insólita. Poco rato después se encontraba con fiebre.
Mes y medio más tarde, Miriam no tenía dudas sobre su embarazo. No las tenía pero ¿qué sería de ella ahora? La ausencia del ángel ante su necesidad de respuestas le producía una enorme soledad. Habría necesitado su calor cómplice para dar explicaciones a los suyos; sus palabras indicándole lo que tenía que hacer o decir. Precisaba oír una y otra vez aquellas frases que le traían las nuevas: "¡Te saludo, favorecida de Yahveh! El Señor está contigo".
Pero, ¿dónde estaba el Señor? Difícil lo tenía y con José, el muchacho al que fue prometida, poco podía conversar dadas las circunstancias.
Ahora le venían preguntas nuevas que no aparecieron al principio y la atormentaban. Perdió el sueño y durante los pocos ratos que lograba conciliarlo las pesadillas de verse morir apedreada la abrumaban. A pesar de ser joven tuvo la oportunidad en dos ocasiones de presenciar en la plaza del pueblo estos actos contra mujeres adulteras y le pareció horrible.
Sí.
Ella sería la madre del Mesías que todos esperaban. De momento pasaría entre la gente con su secreto bien guardado, pero ¿por cuánto tiempo? Se sonrojaba al sorprenderse mirando los vientres abultados de otras mujeres que encontraba a su paso.
Simultáneamente sentía alegría. Rayos de felicidad la inundaban al pensar que el ángel podría venir pronto con otro mensaje de alivio. La tranquilizaba pensar que quizás Yahveh volviese atrás en sus pensamientos, cambiase de opinión respecto a ella y decidiese encomendar esta misión a otra mujer, su madre tal vez, ella sabía llevar una casa y tenía experiencia en los cuidados de los recién nacidos. Sí. Su madre sería la persona más indicada. Miriam le ayudaría con la criatura. Sin embargo, ¿cuándo volvería el enviado a arreglarlo todo? Esperaría. Tendría paciencia unos días más por si se producía algún cambio.
¿Y si había dado su consentimiento demasiado pronto? No tuvo tiempo de pensar la respuesta. No obstante, sabía que de su boca brotaron palabras sinceras. Pero no todo lo que se siente es siempre lo mejor, se decía. ¿Hizo bien en aceptar? ¿No debía haber consultado con su padre antes de responder?
El destino de una joven dependía del cabeza de familia y ella se saltó las reglas. ¿Cómo aplacar esta lucha entre ilusión y miedo que tanto la turbaba? Esperaría, aunque las preguntas se golpeaban una contra otra dentro de su mente. ¿El Hijo de Yahveh se formaba en su vientre? ¿Qué comería que fuese de su agrado? ¿Cómo se movería para no molestarlo? ¿Por qué se fue el ángel sin darle las pautas que necesitaba? Sufría. Lloraba. ¿Por qué tanta prisa en dejarla tan sola?
Si no fuera porque la costumbre del mes había desaparecido y su vientre comenzaba a endurecerse dudaría de aquel encuentro. Si no fuera por los vómitos que aparecían con la llegada del día dudaría de la certeza del anuncio. El dolor de cabeza era frecuente, igual que el cansancio y la falta de apetito.
Las preguntas la obsesionaban demasiado. ¿Cómo se le ocurrió aceptar? Sí, sabía que el ángel le aseguró que esa era la voluntad del Señor y no podía negarse. Ella servía a Yahveh con todo su corazón, no quería fallarle por nada del mundo. Pero ¿por qué se fue tan pronto dejándola sola y sin respuestas? ¿Y si la juzgó más madura? ¿no se equivocó en su percepción?
Más que nunca se sentía infantil, sin fuerzas y sin encontrar consuelo. Todavía no podía hablar con José. Temía su reacción. Se sentiría engañado y defraudado. A la vez temía el rechazo de sus futuros suegros y la de sus propios padres. Sería repudiada. Las repetidas pesadillas en las que veía a sus vecinos rodeándola para arrojarle piedras la descomponía. Aunque... si ella moría, su hijo no nacería. Este último pensamiento la hacía entender aún mejor el mensaje de Yahveh y si Yahveh tenía un propósito lo cumpliría. Esto la tranquilizaba.
Pensó que para dejar pasar el tiempo iría a Judea a ver a su prima. Se uniría a la primera caravana que pasara. Comprobaría que el milagro anunciado era cierto. Isabel siempre la trató con ternura. Era una mujer irreprochable y se sentía a gusto a su lado. Sería la primera a quien confiara su secreto
Al entrar Miriam en la casa se vieron frente a frente.
—¡Miriam!, gritó Isabel.
—¡Aquí estoy, prima!
La joven corrió hacia ella para abrazarla al tiempo que Isabel hacía el mismo gesto de apresurarse hacia ella dejando primero en el suelo el cántaro de agua que llevaba sobre su cadera. Al incorporarse, notó como su hijo se movía fuertemente en su vientre y el Espíritu Santo se derramó sobre las dos mujeres:
—¡Qué dichosa eres, Miriam, por aceptar las promesas que el Señor tiene para ti y para su pueblo.
Fue entonces cuando la joven se dio cuenta de que su prima conocía ya el misterio que venía a confesarle. Tal era su alegría y tanta seguridad sintió que de improviso cantó:
Alabo la grandeza de Yahveh.
Mi espíritu se alegra en él,
ha puesto sus ojos en mi humilde ser,
me llamarán dichosa;
el que tiene todo el poder ha hecho en mí grandes cosas.
¡Su nombre es santo!
Yahveh tiene misericordia
de quienes le sirven.
Mientras continuaba su canto, las caras de algunos vecinos asomaban curiosas en la puerta. Chiquillos sonrientes con bocas desdentadas aparecían una y otra vez llamando la atención de la forastera.
Al terminar, bebió gustosa la leche de cabra recién ordeñada que le ofreció Isabel. Luego le trajo un plato con higos y dátiles. La joven comió con apetito. Hablaban sin cesar, compartieron el milagro de la maternidad que el Señor había proyectado en sus cuerpos.
Isabel, esposa del sacerdote Zacarías, conocía de primera mano las promesas y las esperanzas que Israel tenía puestas en el Mesías y las compartió con su prima. Respondió algunas de las preguntas que atormentaban a la joven y suplió de alguna manera la falta de presencia del ángel. Se dieron calor mutuo y disfrutaron de su complicidad y sus bromas.
Ninguna de las dos conocía entonces que la vida de sus hijos correría peligro y que ambos serían tratados y asesinados como malhechores.
Se sentaban al fresco de la tarde para hablar mientras cortaban y cosían el ajuar de la criatura que nacería primero, Juan, ese nombre llevaría según ordenó el ángel Gabriel al esposo de Isabel.
Pasaron las semanas y llegó el momento en que Miriam debía regresar a su pueblo y afrontar su situación. Tenía que ser valiente si bien se veía completamente desposeída de esta virtud. Volver y que las gentes se dieran cuenta de que su embarazo era algo que no podría evitar.
Encontrarse con el muchacho fue lo más penoso. Le halló trabajando en la carpintería, armando un baúl. Ella le respetaba y no deseaba hacerle ningún mal. Durante el camino de vuelta pidió al Señor que le otorgara el don de pronunciar las palabras necesarias para hacerle comprender que su estado era obra suya.
Es posible que Yahveh no la escuchara pues el joven no creyó ni una sola palabra. Aun así, decidió repudiarla en secreto para que no le hiciesen daño.
Miriam intentó ocultar lo abultado de su vientre ante sus padres algún tiempo más. Por más que pensaba en la manera de decírselo no la creerían y todos sufrirían el oprobio del pueblo.
A la mañana siguiente, el joven se presentó en casa de sus suegros y pidió permiso para hablar con su prometida a solas. Nadie se alegró más que Miriam al escuchar de su boca el sueño que había tenido. El ángel, cuya visita esperaba para ella, se había aparecido a su futuro esposo, pero ¿sería el mismo ser celestial que ella conoció en su alcoba o Yahveh había enviado a otro?, se preguntaba mientras le oía relatar el sueño.
Acelerarían la fecha de la boda, dijo José. A continuación, se dirigió a su suegro y pagó el mohar previsto. Los prometidos salieron a la calle dando brincos de alegría para anunciar a familiares y amigos la boda. No querían que se corriese la voz sobre su estado antes de la ceremonia. Cuando la gente se diera cuenta, creería que el niño era hijo del carpintero. Sería su secreto más guardado.
El casamiento se celebró días más tarde. La paz y la ilusión regresaron a Miriam. Se dedicó durante los meses siguientes al cuidado de la casa que, durante un año, José preparó para ellos, y a los preparativos para cuando llegara la criatura. Se deleitaba en la meditación y la oración, investigó en las promesas del Señor para su pueblo como le había aconsejado Isabel que hiciera para evitar dudas.
La venida del niño al mundo ocurrió en Belén de Judea, durante un viaje tan apresurado como penoso donde, Miriam y José, nacido en este lugar, se vieron obligados a cumplir por el edicto de César Augusto. Cada cual debía ir a empadronarse a su ciudad de origen. No era esta la manera que había presentido para su alumbramiento.
Nació Jesús como un niño más entre los mortales. La luz llegó al mundo. El Salvador ausente se hizo presente. Se cumplieron las promesas del profeta Isaías cuando dijo:
Porque nos ha nacido un niño,
Yahveh nos ha dado un hijo,
al cual se le ha concedido el poder de gobernar.
Y le darán estos nombres:
Admirable en sus planes, Yahveh invencible,
Padre eterno, Príncipe de la paz.
Se le veía tan pequeño, tan indefenso que recordar aquella promesa a Miriam le sobrepasaba. Vistió a Enmanuel y lo acostó en el pesebre del establo que, por misericordia, les cedió el dueño de la posada ya que en ella no quedaba sitio libre.
El ángel apareció, esta vez para a avisar de lo ocurrido a unos pastores que se encontraban cerca al cuidado de sus rebaños. Llegaron corriendo para conocer al niño y relatar a la madre lo ocurrido y cómo se asustaron. Miriam sonrió. Recordó que ella también se asustó cuando nueve meses atrás recibió el anuncio de su embarazo, pero seguía sin entender por qué el enviado se había olvidado de ella, aun estando cerca no venía a consolarla ni a guiarla. Guardaba en su corazón las dudas y las certezas que sentía, esperando de nuevo la siguiente aparición, ya fuera a ella, a José o al niño. Visita que no tardaría en producirse.
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