Necesitamos tener una identidad que esté enraizada tanto en la línea vertical de relación con el cielo, con el más allá, con Dios y que, a su vez, esté enraizada en la tierra, en los entresijos de ayuda al prójimo.
Cuando nos preguntamos por nuestra identidad evangélica, no sólo debe ser para ver cómo somos o cómo hemos evolucionado en nuestras características como evangélicos —cosa que es lícito hacer—, sino que nos hemos de preguntar cómo hemos de trabajar para hacer que vayamos adquiriendo una identidad con arreglo a los parámetros bíblicos cambiando todos aquellos rasgos identitarios que no se adecúen a la Palabra.
Desde este punto de vista es válido que estudiemos sobre nuestra identidad evangélica o protestante o cómo hemos ido afianzando los rasgos identitarios que nos definen, pero es más importante el trabajar para hacer aquellos cambios necesarios que definen nuestra identidad para que ésta se adecúe al Evangelio que, quizás, sea algo independiente de esos tintes que nos dan las diferentes confesiones religiosas, tintes que nos exigen a veces para considerarnos uno de ellos.
Un rasgo identitario de todo creyente es aquel que nos recuerda que somos un pueblo llamado a servir y a tener presencia continua en nuestra sociedad esparciendo los valores del Reino que son contracultura con los valores sociales antibíblicos que, incluso, en muchos casos entran en nuestras iglesias. Tenemos que ser un pueblo con una identidad profética, identidad de la que estuvo impregnado Jesús, que nos lleva a gritar “a voz en cuello” contra toda opresión e injusticia en defensa de los débiles y empobrecidos de la tierra, identidad que asumió Jesús de una forma totalmente llamativa. Somos, o debemos ser, un pueblo con una misión profética.
Perdemos nuestra identidad de seguidores de Jesús cuando vivimos la espiritualidad cristiana de forma individualista, cosa frecuente entre los miembros de las diferentes iglesias y confesiones religiosas. Perdemos entonces la misión de la iglesia y nuestra función social como sal y luz en medio de un mundo en pecado.
Así, para reforzar nuestra identidad cristiana en fidelidad al Dios de la Biblia, se necesitan siervos de Dios con voz profética que puedan liderar a su pueblo, que no se preocupen solamente de su parcela eclesial, ni de su denominación, ni siquiera sólo de su confesión religiosa, sea católica, protestante o cualquier otra. Se necesitan siervos de Dios que no se preocupen solamente de hechos importantes pero que no son definitorios de la identidad cristiana como puede ser el número de miembros o de si su iglesia o confesión cristiana crece o mengua, sino que tengan una visión más amplia que puedan orientar, que asuman la denuncia social como parte de la misión evangelizadora de la iglesia, que griten para que las estructuras sociales injustas puedan saltar hechas pedazos.
Si queremos que nuestra identidad se adecúe a los parámetros bíblicos, tenemos que ser un pueblo que tenga a los pobres como un colectivo específico especial como lo tuvo Jesús, colectivo único al que Jesús nombró como destinatarios de su Evangelio, aunque no lo hiciera de forma excluyente. Hasta los ricos, según los parámetros bíblicos se pueden salvar, siempre que se arrepientan y compartan como hizo Zaqueo. Nuestra identidad tiene que quedar teñida y empapada por ser manos tendidas a favor de los pobres, de los débiles, de los extranjeros oprimidos o despreciados, de los que padecen injusticias, de aquellos que pierden sus derechos incluso a los de su propia casa, de las víctimas de la violencia en el mundo, de los explotados y de los oprimidos.
Necesitamos tener una identidad que esté enraizada tanto en la línea vertical de relación con el cielo, con el más allá, con Dios y que, a su vez, esté enraizada en la tierra, en los entresijos de ayuda al prójimo. La identidad cristiana debe trabajar tanto en el trazo de líneas de salvación para la eternidad, como en el diseño de líneas de salvación para nuestro aquí y nuestro ahora en forma de liberación de todos aquellos abusados, privados de sus derechos y de su dignidad, apaleados, proscritos. En el fondo, si vemos los valores del Reino, eso es hacer que el Reino de Dios, en su “ya” establecido, aunque tengamos pendientes el “todavía no” de ese Reinado de Dios, se acerque al mundo y se reactualice en nuestro aquí y nuestro ahora.
La identidad cristiana necesita líderes proféticos que se adelanten a su tiempo con una visión especial que vaya leudando la masa de lo que debería ser una transformación del mundo y de las relaciones sociales a través del Evangelio. Eso sería evangelizar la cultura o, si se quiere, evangelizar la economía y los parámetros sociales en general. Para ello hay que asumir el rasgo identitario cristiano que es el de ser denunciador del mal y del malo. Denunciar la corrupción y a los corruptos, denunciar tanto la violencia como a los violentos.
Un rasgo identitario de todo cristiano debería ser el de estar teñido de lo que para muchos es un estigma, pero que ya lo tuvieron los primeros cristianos: el de ser “trastornadores” de las comodidades y falsas seguridades de muchos de los poderes establecidos que están dando la espalda al Evangelio.
Se necesitan cristianos con una identidad tal que, cuando oren o alaben, o cumplan con sus rituales cúlticos, sean oídos por Dios como auténtico ritual, porque cumple los requisitos de buscar justicia, defender a los huérfanos y las viudas como prototipos de los colectivos marginados e indefensos que hoy hay en el mundo.
Es así, desde esta identidad comprobable, como nuestra oración será oída, nuestras alabanzas escuchadas como agradables al Señor, porque necesitamos “reconciliarnos primero con nuestro hermano”. No nos debe parecer extraño que la única definición de religión que hay en la Biblia comience con la atención al hombre necesitado. “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es ésta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones…”. Luego vendrá lo espiritual, el mantenerse sin mancha, el ser agradable a Dios en nuestros rituales. Quizás porque si este rasgo identitario en relación con el prójimo en sus problemáticas en el mundo no se da, se corta la relación con Dios y no podemos avanzar más.
Sin este tipo de identidad el Señor guardará silencio. Notaremos el silencio de Dios como si fuera un grito ampliado con voz de trompeta celestial. Para nada valdrán nuestros rasgos identitarios que nos lleven a la valoración de la Palabra, a exaltar la fe como medio de salvación, a huir de las estructuras piramidales y dogmáticas que a veces rechazamos. Primero lo otro, nos dirá el Señor en relación con la búsqueda de justicia y el tener misericordia con el prójimo. “Venid luego…” nos repetirá esa voz como de trompeta. Que Dios nos ayude a encontrar nuestra verdadera identidad como cristianos. Luego, afiancemos también, en un segundo plano, nuestra identidad como evangélicos o protestantes.
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