¡Misericordia, misericordia!, sería la palabra base de su teología.
Si la teología se hiciera ante la faz de un niño hambriento, tendría menos palabras y buscaría mucho más la praxis cristiana que los largos razonamientos y discursos. El teólogo, probablemente rompería sus cuartillas y saldría corriendo en busca de pan convirtiendo su teología en acción liberadora. Ante el dolor, ante el hambre, ante la faz de un niño pobre, se queda corto todo discurso, se queda raquítica e inútil toda palabra que no sea la de clamar por justicia contra los empobrecidos del planeta tierra. Haríamos una teología pegada a la tierra, a la desazón de los estómagos vacíos. La teología se convertiría en una llamada a la misericordia y una reacción compasiva acompañada mucho más de palabras de amor, que largos razonamientos sobre Dios.
Quizás, ante la faz de un niño pobre, el teólogo se sintiera impotente para expresar lo que Dios quiere decirnos ante el rostro infantil hambriento, y correría como un loco entre los creyentes siendo alarma viva de un escándalo humano que se refleja también en el rostro del Dios del que quieren hablar. ¿Qué podría decir un teólogo sobre Dios desde el acicate de lo que nos expresa el rostro de un niño empobrecido al que se le niega la participación en los bienes que la tierra produce para todos?
Si el teólogo ha llegado mínimamente a comprender quién es ese Dios del que quiere hablar, no le culparía a Él. Tendría que relacionar lo divino y lo humano para cargar más culpabilidad en el egoísmo del hombre que sobre Dios mismo. Simplemente porque al Dios del que quiere hablar se lo encontrará sufriendo. Se quedaría como sin voz para poder decir nada de Él y ese no poder decir o hablar sobre Dios ante el escándalo de un niño hambriento sería la base de su teología.
Quizás los teólogos ante ese no poder decir, hablar o sentirse impotente para hablar de Dios ante la faz de un niño pobre, se levantarían y saldrían gritando buscando otros cristianos comprometidos en la acción, en la praxis, militantes por los valores del Reino o, en su caso, por los Derechos Humanos. Sería su base para iniciar un estudio y hacer una reflexión especial sobre Dios, el Dios sufriente.
Si un teólogo hablara de la conversión ante la faz de un niño pobre, la entendería como apertura amorosa frente al drama humano, apertura frente a la tragedia de esas criaturas de Dios, apertura frente al dolor y desesperanza de esos niños. Quizás tiraría por la borda sus razonamientos abstractos y se convertiría en un vocero que intentara llevar a otros a la praxis cristiana, el compromiso con el prójimo sufriente. La teología ante el rostro de un niño hambriento, debe ser una teología de la acción social cristiana.
Quizás el teólogo serio, ante el rostro de un niño hambriento se quedara mudo, que no sordo, y sólo supiera hablar de Dios a través de sus acciones comprometidas, de sus gestos, de sus solidaridades, de su mano tendida para eliminar dolor y reducir la pobreza del mundo. Su meta sería acercar a los hombres a Dios, hacer al Ser Supremo cada vez más cercano al mundo para que pudiera ser purificado en la práctica de la justicia y de la humanidad en el amplio sentido de esta palabra. El teólogo perdería sus palabras, trabajaría en silencio y la única voz que debiera emitir sería la de justicia, justicia, justicia.
Si Dios le volviera a dar palabra de nuevo al teólogo, sería para anunciar a la humanidad sus errores, sus insolidaridades, los objetivos no cumplidos por parte de la humanidad entera. Sería devolverle la voz para denunciar. El rostro del niño sobre su mente y sobre su corazón le llevaría a hablar de Dios a los hombres por vía negativa diciendo lo que no es Dios, lo que Dios aborrece, lo que aún necesita trabajar el hombre para acercar al mundo los valores del Reino.
Un teólogo ante la faz de un niño pobre no se quedaría en la vía contemplativa como muchos filósofos o místicos, sino que su contemplación, su visión detenida del rostro de ese niño le llevaría a una contemplación que le lanzara al mundo de forma activa y su teología no le llevaría nunca al intentar gozarse en el ritual, sino a correr por el mundo lleno de santa furia y sana indignación indicando siempre con su dedo índice hacia rostro de ese niño. ¡Misericordia, misericordia!, sería la palabra base de su teología. Se convertiría en voz aniquiladora de injusticias, de escándalos como la desigual redistribución de bienes que nos vienen de parte de Dios para todos.
El teólogo ante la contemplación del rostro de un niño hambriento, se daría cuenta de que la teología no debe tender solamente a hablar sobre Dios, sino a unir la imagen de Dios con la del hombre y ver que el cristianismo tiene dos dimensiones en plan de semejanza: la que nos religa a Dios y la que nos une solidariamente al hombre que sufre. La dimensión de lo humano cobraría para él una trascendencia y una profundidad inimaginable. Se daría cuenta de que sólo se puede hablar de Dios desde el hombre. Lo otro es falsedad e idolatría.
La teología para este teólogo ante la faz de un niño pobre no sería nunca el plantear una ciencia sobre Dios, sino que plantearía directamente y junto a ello el problema del hombre. No se puede hablar de Dios olvidando el rostro del hombre sufriente.
Para este teólogo enfrentado al rostro de un niño hambriento, su teología no partiría del Dios glorificado y sentado a la diestra del Padre, sino que, desde el acicate de ese rostro infantil, partiría de la teología de la cruz, del Dios sufriente, abandonado del Padre, del siervo sufriente, del experto o experimentado en quebranto. Sólo llegaría a la teología de la gloria, cuando ya estuviera roto de tanto recorrer caminos clamando por justicia en un mundo injusto y cruel.
Os dejo, pues, con este reto de hacer teología desde la contemplación de la faz de un niño hambriento. Pero quizás es la única forma de hacer teología con seriedad ante el rostro del Dios vivo que lleva sobre su faz el reflejo de los rostros de todos los sufrientes de la tierra.
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