Fue una ocasión histórica, aquélla en la que el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, pronunció una memorable alocución el 12 de junio de 1987 enfrente de la puerta de Brandeburgo, en Berlín, exhortando a Mijail Gorbachov para que abriera esa puerta y derribara el muro. La frase que sintetiza el discurso fue la siguiente: "Señor Gorbachov, derribe este muro."
Durante décadas aquel muro había sido el símbolo de un régimen ideológico y político que supuestamente luchaba en favor de los más desfavorecidos, renegaba de los corruptos principios morales del capitalismo y promovía la justicia social. Si así hubiera sido, tal vez hubiera merecido la pena la pérdida de uno de los más sagrados bienes que tiene el ser humano, la libertad, a cambio de lo anterior. Sin embargo,
el prometido paraíso socialista no era más que mera propaganda, pues tal paraíso lo disfrutaban unos pocos privilegiados, que se habían encaramado a un sistema de poder, el cual era germen de corrupción asegurada y que echaba por tierra los principios de justicia e igualdad. El resultado fue que la justicia, la igualdad y la ética no eran más que palabras huecas, desprovistas de contenido.
Así fue como
la inercia misma de las cosas hizo que aquel muro se viniera abajo, no porque Gorbachov tomara una piqueta y se pusiera a demolerlo, sino por la propia insostenibilidad de un sistema que no era creíble ni en lo teórico ni en lo práctico. Poco más de dos años después de que Reagan pronunciara aquellas palabras, el muro se desmoronó y con el mismo todo el armazón intangible que lo había sostenido.
El papa Francisco quiere acometer una serie de reformas dentro de la Iglesia católica, que en un sentido recuerdan a las que Gorbachov impulsó en la Unión Soviética, resumidas en las palabras rusas glasnots (apertura) y perestroika (reestructuración), para intentar salvar una situación en la que había evidentes señales de que la cosa no daba más de sí.
En el caso del comunismo lo que sucedió es que el sistema monolítico no pudo soportar que se abrieran algunas rendijas, que acabaron convirtiéndose en grietas en las vigas maestras de aquella construcción, con el consiguiente hundimiento de todo el edificio. Es el dilema que tiene todo lo que se basa en un férreo control de gobierno.
Es una buena intención y propósito el que mueve al papa Francisco cuando quiere reformar su Iglesia, dado que la propia naturaleza de las circunstancias ha hecho que su predecesor tuviera que dimitir del cargo, al verse superado por las mismas.
Claro que el terreno que está pisando es muy delicado, porque ¿hasta dónde debe llegar la necesitada reforma? Si solamente se queda en gestos para la galería, todo habrá sido una política de imagen que no tendrá ningún resultado real. Pero si en verdad aborda cuestiones vitales, el peligro puede ser que vaya demasiado lejos y al final la reforma se vuelva en contra de la propia institución a la que quiere sanear. Que es lo que le pasó al comunismo con Gorbachov.
Pero me temo que la auténtica reforma que la Iglesia católica necesita no es en la que está pensando el papa Francisco.
Él está considerando la reforma de esa intrincada maquinaria burocrática y política que es la curia romana. Está considerando la reforma de las finanzas vaticanas, en las que la ética no supera a la de la banca secular. Está considerando cómo abordar el tremendo escándalo de los casos de pederastia y homosexualidad en el clero.
Pero
hay un muro, construido como un parapeto insuperable, tras el cual la jerarquía de esa Iglesia ha edificado su ciudadela doctrinal a lo largo de los siglos, que es realmente la cuestión que ha de ser dirimida.
Ese muro consiste en la fuente de autoridad última, a la que apelar en caso de duda o disputa, siendo la tesis que hay una triple fuente de autoridad consistente de estas tres piezas: La Biblia, la tradición y el magisterio.
No hay duda, salvo la cuestión de los libros llamados deutero-canónicos, sobre el contenido de la primera pieza.
Ahora bien, para su correcto entendimiento se necesita la segunda, lo cual plantea un problema. Dado que la tradición es un concepto elástico, ¿quién decide cuál es la tradición autoritativa y cuál no lo es? Para dilucidar qué es y qué no es tradición y para garantizar el correcto entendimiento de la Biblia se precisa el magisterio eclesiástico, que es quien tiene la palabra final.
De manera que,
aunque a priori hay una triple fuente de autoridad, en última instancia todo queda reducido a una sola fuente, que es el magisterio eclesiástico, ostentado en toda su potestad por una sola persona, el papa.
El problema insoluble de este planteamiento sobre la autoridad final es que se somete a la Biblia, de claro origen divino, a la tradición, de evidente origen humano, corriéndose el peligro de que enseñanzas de hombres tomen preponderancia sobre la Palabra de Dios, lo cual ya pasó en tiempos de Cristo, cuando algunos, por causa de la tradición, traicionaron los principios de la revelación.
De manera que por esta dinámica lo mayor, la infalible Palabra de Dios, queda amurallada por lo menor, la falible tradición y magisterio humano.
Es por eso que aunque haya cuestiones que reformar, hay una esencial que afrontar. De ahí que sea factible decirle al Papa, Jorge Mario Bergoglio: “Señor Bergoglio, derribe este muro”.
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