Cuando nos aproximamos al asunto del dinero desde un punto de vista ético parece que automáticamente no va a salir bien parado, a causa de alguna lacra congénita que lleva asociada. Una de las expresiones populares para referirse al mismo es "el vil metal" y no son pocos los que piensan que hay algo sucio relacionado con el mismo, siendo un mal necesario que no queda más remedio que asumir.
Desde luego es preciso admitir que los ejemplos que lo descalifican podrían multiplicarse indefinidamente, de modo que parece que no le faltaría razón a los que imaginan que una sociedad más justa podría construirse si no existiera el dinero.
Una de las premisas del movimiento anarquista es precisamente la supresión del dinero, como condición para que desaparezca una causa que es sinónimo de codicia, desigualdad e injusticia. Antes de la guerra civil hubo en España algunos experimentos locales en los que se quiso poner en práctica ese principio, con una motivación idealista y romántica, que no prosperó.
Y es que en realidad
el problema no radica en el dinero en sí, que como todas las cosas puede usarse bien o mal, sino que está en otra parte, dentro del ser humano, por lo que el cambio verdadero no ha de consistir en la desaparición de lo monetario, sino en la transformación interior del corazón.
Algunos de los bienhechores más grandes de la humanidad han sido personas con grandes fortunas, que las invirtieron en proyectos que tuvieron gran repercusión en el bienestar ajeno. Uno de ellos fue
John Howard (1726-1790), quien cuando tenía treinta años se embarcó para Lisboa, cayendo prisionero de unos corsarios que lo encerraron en Brest. Esta experiencia lo despertaría a una de las grandes lacras de aquel tiempo: el estado de las prisiones y sus internos. Ya libre, viajó por toda Inglaterra y posteriormente por el continente europeo, investigando y concienciando sobre la necesidad de efectuar una reforma del sistema carcelario. Las celdas eran subterráneas y húmedas y normalmente oscuras y sucias, corriendo las cloacas de la ciudad directamente al descubierto por algunas de las prisiones. Los jergones eran de paja y las raciones de comida insanas e insuficientes. La fiebre y la viruela, en su forma más virulenta, eran las enfermedades comunes. Howard empleó unas 30.000 libras de su fortuna en el proyecto, pudiendo finalmente testificar ante la Cámara de los Comunes, que aprobó una resolución de apoyo a su plan. Gracias a él y su generosidad las cárceles en muchos países dejaron de ser lo que habían sido durante siglos.
Otro de los hombres acaudalados de aquel tiempo fue
Hans Ernst, barón de Kottwitz (1757-1843). Kottwitz tomó Éxodo 6:9 como el fundamento de su vida, siendo de la opinión que la miseria del cuerpo afecta al espíritu y que las lágrimas de la aflicción terrenal deben ser secadas antes de que la realización de las necesidades espirituales pueda llegar al pobre y afligido. Con este propósito emprendió extensos viajes por varios estados de Alemania, fundando factorías en Silesia según sus propios ideales y una institución para la ocupación voluntaria, en oposición a la obra compulsiva de las casas de corrección en Berlín. Ambas clases de instituciones estaban basadas en el principio de la auto-ayuda y el auto-respeto. Kottwitz intentó desalentar la mendicidad y al mismo tiempo eliminar la pobreza mediante la provisión de trabajo remunerado. Los pobres trabajadores en Silesia eran la mayoría tejedores. Él distribuyó material entre ellos, les pagó por su trabajo generosamente y vendió sus productos, a veces con gran sacrificio de su propia fortuna. En 1807 se trasladó a Berlín, justo en el momento cuando había gran miseria entre las clases trabajadoras por causa de la guerra con Napoleón. Aquí fundó instituciones similares a las de Silesia y además proporcionó alojamientos gratuitos para familias enteras de trabajadores. Cuando una familia por la diligencia y ahorro quedaba libre de sus condiciones miserables, daba paso a otra familia. Los hijos de sus trabajadores tenían sus propios maestros y cada tarde se celebraba un culto común, consistiendo de himnos, lectura de la Escritura y oración espontánea, que era dirigido por Kottwitz mismo o por uno de los maestros. El mantenimiento de estas instituciones debe haber devorado inmensas sumas de su fortuna privada y fue sólo posteriormente que el rey contribuyó con una suma anual de 3.000 taleros para el cuidado de 120 ancianos e inválidos. El conjunto de la colonia era de 600 personas.
Claro que al considerar estos ejemplos siempre hay la tentación de pensar que son los ricos quienes pueden hacer cosas de tal envergadura. Sin embargo, cuando leemos las páginas del Nuevo Testamento nos damos cuenta de que es posible hacer mucho bien, incluso desde la pobreza económica.
Dos capítulos de la segunda carta a los Corintios, el ocho y el nueve, tienen que ver con ello.
Aunque las iglesias de Macedonia eran pobres, destacaron por su generosidad material ante el proyecto de socorrer a las iglesias de Judea, que estaban en una situación de precariedad aún mayor.
Es decir, pobres socorriendo a pobres. O mejor dicho, pobres ayudando a otros que eran aún más pobres.
Pero ¿eran pobres los de Macedonia? En realidad había una riqueza desbordante en su entrega que llegó a sorprender al mismo promotor del proyecto de ayuda, el apóstol Pablo. Y es que el dinero se puede convertir en un medio para hacer el bien y ser de bendición a otros.
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