En contra de lo que se pueda pensar, el imperio romano no desatendía a los desfavorecidos hasta que llegó el cristianismo y se ocupó de ellos. Semejante visión es errónea y no pocas veces interesada. Ha sido mantenida, sobre todo, para justificar la sustitución de la Roma imperial por otra Roma de carácter eclesiástico que, precisamente, surgió cuando lo que impedía la realización plena de sus ambiciones – el imperio romano – fue quitado. Y es que, a decir verdad, si algo caracterizó al sistema romano desde la época de la República fue un sistema de asistencia cuya finalidad era, fundamentalmente, política.
Los sagaces políticos republicanos descubrieron que las masas necesitadas – o poco deseosas de ganarse el pan por sus medios – eran un instrumento privilegiado para crear redes clientelares que favorecían a los estamentos privilegiados de la sociedad. Basta leer a Suetonio, a Tácito o a Plinio para contemplar la manera astuta en que Escipión o Julio César, Pompeyo u Octavio, Marco Antonio o los Gracos podían entregar “panem et circenses” en su único beneficio. A decir verdad, cuando se conoce el contenido del testamento de Julio César o las medidas imperiales para proporcionar alimentos gratuitos se tiene la impresión de que buena parte de la izquierda actual es incluso tímida en lo que, previamente sacado de los bolsillos de los ciudadanos, reparte.
“Panem et circenses” - ¿lo llamaríamos hoy “futbol y programas sociales”? – eran la clave para mantener un sistema injusto y opresor con pretensiones de divinidad.
Cuando se tiene todo esto en cuenta, no deja de resultar significativa la visión del estado que encontramos en el Nuevo Testamento. Jesús – como ya vimos – se burla abiertamente de los que pretenden ser benefactores del pueblo; Pablo limita las competencias legítimas del estado prácticamente a la administración de justicia y el mantenimiento del orden (Romanos 13: 1 ss), desde luego, sin esperar de él que se dedicara a otras misiones porque ya sabía lo que, en realidad, significaba y, por supuesto, a lo largo del Nuevo Testamento la vinculación entre el poder político y el propio Diablo es repetida machaconamente.
En otras palabras,
si el estado administra justicia, mantiene el orden y nos permite vivir en paz… nos ha tocado una buena época.Desde luego, no sorprende que Pablo instara a uno de sus discípulos preferidos a orar por esa meta (I Timoteo 2: 1-2). Por eso, no seamos tan ingenuos como para pensar que el estado se ocupará de ciertos problemas. Ésa es una tarea, en realidad, para los que tienen motivaciones de cara a los necesitados que no son las de servirse de ellos para la promoción personal.
Al respecto, el Nuevo Testamento parte del realismo y no de la utopía. La Bestia que impondrá su marca sobre los que se alinean con el Diablo tendrá entre sus fieles a ricos y a pobres porque la condición espiritual del ser humano no se limpia por la indigencia (Apocalipsis 13: 16). Sin embargo, ese realismo no es ni fatalismo ni falta de misericordia.
Si en una congregación, el necesitado es despreciado y preterido en relación con el rico, esa congregación está incurriendo en un gravísimo pecado (Santiago 2: 2-6) y si alguien descuida a los huérfanos y a las viudas (Santiago 1: 27) no tiene ni idea de lo que es la religión pura y sin mancha.
A decir verdad, los primeros cristianos se convirtieron – y aquí sí que la diferencia era notable y revolucionaria – no en el primer grupo de la Historia que atendía a los menesterosos sino en el primero que lo hacía por motivaciones desinteresadas y que comenzaba ese ejercicio de compasión por su propia casa.
No deja de ser significativo que, justo después de Pentecostés, de manera espontánea, los primeros cristianos pusieran en común lo que tenían para que entre ellos no hubiera necesidad (Hechos 4: 32).Se trataba de una decisión voluntaria y de todos es sabido como cuando alguno fingió actuar así sin tener obligación para ello – Ananías y Safira en Hechos 5 – recibió un terrible castigo divino. Esa voluntariedad es - ¿o alguien piensa lo contrario? – inconcebible en un sistema clientelar como el que vivimos en no pocas naciones en la actualidad, pero muestra claramente si, en realidad, los cristianos son o no consecuentes con las enseñanzas del Maestro.
Porque preocupación por los necesitados existió. Pedro, Santiago y Juan no estaban nada dispuestos a discutir teológicamente con Pablo, pero sí le insistieron en que se acordara de los pobres (Gálatas 2: 10), algo que el apóstol no olvidó. Basta ver las referencias continuas en sus cartas a la ofrenda para los santos en Jerusalén para darse cuenta de que se tomó muy en serio aquella comisión (Romanos 15: 26, 2 Corintios 8 y 9; etc).
Los primeros cristianos eran aquel colectivo sin demasiados medios y no pocas veces perseguidos que se caracterizaban por hacer bien a todos, comenzando por la familia de la fe (Gálatas 6: 10) y donde si alguno había llevado una vida de pecado, la había abandonado para trabajar con sus manos no sólo para mantenerse a si sino también para compartir con el que sufre necesidad (Efesios 4: 28). Por supuesto, esos cristianos debían aborrecer la misma idea de ser gravosos a otros (2 Cor 11: 9) hasta el punto de que jamás habrían arrojado el cuidado de una viuda sobre la congregación innecesariamente (I Timoteo 5: 3-6).
Cuando se contempla el cuadro del Nuevo Testamento sobrecoge el inmenso sentido de responsabilidad de la enseñanza apostólica contrastado con una sociedad como la nuestra cada vez más irresponsable. Primero, de los que habían llevado una mala vida se esperaba no que intentaran vivir de los demás sino que trabajaran y compartieran con los necesitados. Segundo, en ningún momento se pretendía que los cristianos esperaran nada de las tácticas clientelares del imperio. Por el contrario, debían ser ellos los que atendieran a sus familias y a la familia de la fe. Tercero, también de ellos se esperaba que no discriminaran a la gente por razón de su posición social. Cuarto, evitando siempre ser gravosos, debían buscar que entre ellos no hubiera nadie pasando necesidad.
La conversión a Jesús el mesías implicaba, pues, la asunción de una escala de valores – trabajo en lugar de asistencialismo, responsabilidad en lugar de ser gravoso – que a muchos los sacó de la miseria simplemente porque cambió su orientación vital asumiendo, por ejemplo, que un mal trabajo es mucho mejor que vivir del prójimo.Por añadidura, les dio una nueva visión de su vida llamada a ocuparse de sus familiares, de la familia de la fe y de los necesitados no porque tuvieran en abundancia sino porque confiaban en que Dios multiplicaría lo poco de que pudieran disponer. Finalmente, no les permitió considerarse legitimados para descargar sus problemas sobre los demás ni mucho menos para pensar que el poder político – un poder político caído y de motivaciones no precisamente puras – debía solucionarlos.
Hoy en día, constituye una urgente obligación reflexionar sobre la enseñanza bíblica acerca de estas cuestiones aunque sólo sea para que, buscando hacer un bien con las mejores intenciones, no contribuyamos a perpetuar unos males que están resultando letales para las sociedades en que vivimos, pero, por encima de todo, porque formará parte de nuestro llamado a ser sal y luz en este mundo caído.
CONTINUARÁ
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