Seguramente sorprenderá a pocos si afirmo que Jesús tuvo una visión del cuidado de los pobres que continua con claridad la contenida en el Antiguo Testamento. No podía ser de otra manera porque, como mesías, no vino a abolir lo enseñado en la Torah y los profetas sino a darle cumplimiento (Mateo 5: 17).
De manera, sin duda desalentadora para algunos,
Jesús aclaró que esos pobres existirían siempre. No sólo eso. Siempre estarían cerca de los discípulos para que éstos pudieran ayudarlos (Mateo 26: 11). No se trataba ni de una opinión pesimista ni de una huida de una realidad desagradable, sino de una constatación de un hecho innegable. En un mundo caído, al igual que la enfermedad y la muerte, la pobreza perdurará hasta la consumación del Reino.
Ciertamente, habrá algunos que abogarán por la visión pauperista que pretende centrar todo el mensaje en los pobres, pero no cabe engañarse: el único personaje que asume en el Nuevo Testamento esa posición es Judas Iscariote y, como señala Juan 12: 5-6, lo hacía como una excusa para poder quedarse con lo que era de todos. Mírese a nuestro alrededor y se descubrirá que el ejemplo de Judas Iscariote –utilizar a los pobres y necesitados como argumento fundamental para llevarse lo que hay en la bolsa común– es de rabiosa actualidad. Debe decirse también que no se trata de un fenómeno reciente sino muy antiguo.
Precisamente,
la conciencia de que los pobres siempre formarán parte del escenario previo a la consumación del Reino tiene para Jesús consecuencias prácticas muy concretas. De entrada, una de las señales de que ese Reino ha comenzado a actuar es, precisamente, que el evangelio es predicado a los pobres (Lucas 14: 21) o que alguien, realmente convertido de su corrupta manera de vivir, dedica una parte importante de su patrimonio a socorrerlos (Lucas 19: 8). No deja de ser significativo que cuando se nos relata que Jesús sintió compasión –en realidad, una traducción muy pálida de
splagjnízomai, un término griego que significa, literalmente, que a uno se le remueven las entrañas– ese removimiento de entrañas ante situaciones muy concretas se dirige a primero, la necesidad espiritual (Mateo 9: 36-8); segundo, la enfermedad (Mateo 14: 14) y tercero, el hambre (Mateo 15: 32). El orden, difícilmente, es casual y casi me atrevería a decir que es decreciente.
Peor que la necesidad material es la enfermedad física y peor que la enfermedad física es la espiritual. Pero si el orden es obvio no lo es menos la forma en que Jesús espera que se atienda a los necesitados. No contamos con la menor referencia a que esperara que el rey Herodes, la administración romana o las autoridades del templo debieran hacerse cargo del problema. Desde luego, si Jesús era partidario de algo que se asemejara al denominado estado del bienestar consiguió ocultarlo también que no dejó la menor huella al respecto. A decir verdad, lo que esperaba es que fueran sus seguidores los que, incluso con pocos medios, se ocuparan de atender debidamente esos problemas a la par que predicaban el Evangelio del Reino. Resulta enormemente significativo que cuando tuvo lugar la multiplicación de los panes y los peces, instara a sus discípulos a que alimentaran a los necesitados aunque tuvieran poco porque él transformaría lo escaso en sobrante (Mateo 14: 16). No debían esperar tener para ayudar sino ayudar con lo que tuvieran, en la seguridad de que Dios multiplicaría –literalmente– lo poco con lo que contaran.
No menos revelador es el hecho de que Jesús huyó –literalmente– de aprovechar políticamente el dar de comer a la gente (Juan 6: 15). En otras palabras, Jesús esperaba que sus seguidores socorrieran con lo que tuvieran a los necesitados, que no sacaran rédito político de ello y que además lo hicieran en secreto (Mateo 6: 1-4). Todo parecido entre la enseñanza –y la conducta– de Jesús y las organizaciones que reciben subvenciones estatales, continuamente realizan propaganda de su labor social e incluso obtienen dividendos políticos de su actuación es, obviamente, pura coincidencia. Ese sistema, a decir verdad, está mucho más cerca del “panem et circenses” imperial que de la predicación de Jesús y no debería sorprendernos, precisamente por ello, que esa tentación la planteara el mismísimo Satanás (Lucas 4: 1-4), señor, a fin de cuentas, de los reinos de este mundo (Lucas 4: 5-8). Como en tantas ocasiones, las opciones que el mundo caído presenta como óptimas se corresponden de manera directa con las tentaciones del mismo Diablo.
Precisamente porque desde la perspectiva de Jesús, lo relevante no es la cantidad sino la condición del corazón, se explica que pudiera alabar con profundo sentimiento a la viuda que apenas pudo contribuir con unas moneditas (Lucas 21: 1-4).
Resumiendo, pues, en primer lugar, Jesús no asumió un mensaje pauperista –progresista, dirían algunos– en relación con los pobres. También ellos necesitaban escuchar el Evangelio y cambiar de vida como el resto de la Humanidad caída. Esa era su gran esperanza. Semejante circunstancia –absolutamente esencial– no se ve en absoluto afectada por el caudal de cada uno. No existía una “opción preferencial”.
En segundo lugar -y dada la perdurabilidad de la pobreza- sus seguidores debían mostrar compasión hacia las necesidades espirituales, físicas y materiales de todos. A decir verdad, lo que diferencia la práctica de la religión del verdadero amor al prójimo simbolizado en el buen samaritano es que éste acudió a atender al pobre desvalijado en lugar de continuar su camino hacia el Templo.
En tercer lugar, esa ayuda debería ser privada, confiada en Dios y discreta. En ningún momento, Jesús pretendió descargar la compasión sobre los hombros de la colectividad o del poder político. Ése era el método imperial, pero Jesús parece haber sido enormemente escéptico al respecto siquiera porque recordaba que los gobernantes suelen presumir de ser benefactores de los pueblos cuando, en realidad, tan sólo desean ser sus señores (Lucas 22: 25).
En cuarto lugar, Jesús rehusó capitalizar la ayuda dada a los necesitados y, ciertamente, pudo hacerlo. Desde luego, cuando se contempla la manera en que las más diversas instituciones –políticas, sociales, religiosas…- hacen exactamente lo contrario quizá se pueda tener un atisbo de la enorme distancia existente entre el corazón de los que las dirigen y el de Jesús.
Por último, Jesús vinculó la verdadera redención de los necesitados a un cambio radical, la
metanoia o conversión, que implicaba la asunción de unos valores diferentes, valores que, no pocas veces, son el camino directo para salir de la pobreza. Mírese la enseñanza y la práctica de Jesús y lo que otros presentan como preocupación por los necesitados y se verá que entre ambos extremos media un profundísimo abismo.
Continuará
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