‘Dadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’ representa una posición extremadamente incómoda para el creyente. Es a la luz de esta incomodidad teológica que el creyente y la Iglesia se disponen a ser la luz y la sal de la tierra.
Entre estos gritos frecuentemente escuchados en los pasillos de las casas de leyes alrededor del mundo―particularmente en los Estados Unidos―se cosen muchas suposiciones que necesitan ser analizadas.
La primera de estas nos lleva a considerar el contexto detrás de la noción constitucional americana de la separación de la Iglesia y el Estado.
En su carta dirigida a los Bautistas de Danbury en el 1802, Thomas Jefferson, el autor principal de la declaración de Independencia de los Estados Unidos, propone la notoria idea de un “muro de contención entre la Iglesia y el Estado”.
“Creyendo con ustedes que la religión es un asunto que recae únicamente entre el Hombre y su Dios, que a él este debe rendir cuenta por su fe o su adoración, que los poderes legítimos del gobierno solo alcanzan las acciones, y no las opiniones, yo contemplo con suma reverencia ese acto de todo el pueblo estadounidense que declaró que su legislatura "no debe hacer ninguna ley con respecto a un establecimiento de religión, o que prohíba el libre ejercicio de la misma", construyendo así un muro de separación entre Iglesia y Estado.
Adhiriéndome a esta expresión de la voluntad suprema de la nación en nombre de los derechos de conciencia, veré con sincera satisfacción el progreso de esos sentimientos que tienden a devolver al hombre todos sus derechos naturales, convencido de que no tiene ningún derecho natural en oposición a sus deberes sociales.”— extracto de la carta de Thomas Jefferson enviada a Nehemías Dodge, Ephraim Robbins, y Stephen S. Nelson, del Comité de la Asociación Bautista Danbury en el estado de Connecticut.
Pero dicha propuesta no surge en base a la preocupación del “Estado” por la intromisión de la “Iglesia” en sus asuntos. Al contrario, Jefferson le aseguraba en su carta a los Bautistas que los asuntos de fe eran mediados solo entre el individuo y su dios.
Es desde este contexto que debemos interpretar si el propósito original del “muro divisorio” entre estos dos cuerpos buscaba “proteger” o “reprimir” el “modus operandi” del cristiano.
De primera instancia, parecería que en Jefferson hay un deseo de proteger la autonomía del cristiano ante la intromisión del gobierno. Sin embargo, un análisis más exhaustivo revela que el marco religioso jeffersoniano, desde sus comienzos, promueve una fe delimitada por las fronteras gubernamentales. Esto es porque en la mente de Jefferson lo religioso pertenece al ámbito de las opiniones y la conciencia del individuo, mientras que el gobierno opera en el ámbito de las “acciones”: “Que los poderes legítimos del gobierno solo alcanzan las acciones, y no las opiniones”
Por lo tanto, cuando Jefferson concibe el “muro de contención entre la Iglesia y el Estado”, lo que está concediendo es una presunta protección a la religión siempre y cuando está se atenga al ámbito individual o sectario (intragrupal). Esto nos lleva a analizar una segunda suposición.
El esquema de separación Iglesia-Estado jeffersoniano delimita todos los aspectos religiosos al individuo mientras que confiere una supuesta “neutralidad religiosa” al Estado.
La propuesta separatista de Jefferson crea una falsa dicotomía entre el ámbito religioso y el ámbito secular. Dicha división hace sentido dentro de un marco deísta de la religión (no es un secreto que Jefferson se identificaba con el “Deísmo”).
“El deísmo concede la existencia de un “dios” supremo pero niega la intervención de este en los asuntos terrenales.”
En esta visión de Dios, el destino de las naciones está regido por los gobiernos y los ciudadanos. Irónicamente, la visión del "dios inerte" en el pensamiento deísta eleva las autoridades terrenales a niveles cuasi-divinos. Digo “irónicamente”, porque la secularidad jura que es la antítesis de las teocracias del pasado. Un análisis más profundo pone en tela de juicio tal división.
Aquí la pregunta clave es: ¿son las pretensiones de secularidad el Estado verdaderamente “neutral”—particularmente desde el punto de vista teológico-moral?
La atribución de doctrinas y valores morales a la Iglesia es evidente. Pero, ¿no es también el Estado un promotor de conceptos teológicos-morales bajo la sombrilla del “orden cívico”? La respuesta obvia es “sí”.
Desde el punto de vista de la “Ortodoxia Radical”, movimiento teológico que usa la filosofía postmoderna para rechazar los paradigmas de la modernidad, no hay tal cosa como una secularidad-neutral. Por el contrario, la secularidad asumida por los Estados modernos, en aras a la separación Iglesia-Estado, está forrada de teología.
Esto significa que es virtualmente imposible para un Estado secular no adoptar posiciones teológicas acerca de lo sagrado, lo profano, las interrelaciones entre los individuos, la moralidad de las acciones, el propósito de la vida, y los valores que constituyen una vida digna.
Desde el ámbito moral, el Estado cuenta con sus “sagradas escrituras” (la constitución y su código de leyes), sacramentos (el voto, la identidad partidaria, las enmiendas constitucionales, los caucuses), liturgias (el cabildeo congresional, las campañas políticas), su tradición apostólica (los precedentes jurídicos) y hasta con sus apóstoles y teólogos (los presidentes y los jueces del tribunal supremo).
En el caso de los Estados Unidos, existe una proximidad histórica a los valores judeo-cristianos. El problema aquí planteado es que la visión constitucional americana, desde su fundación, ha presentado una versión tergiversada de lo que constituye ser un discípulo de Jesucristo y un miembro de su Iglesia. Esto está evidenciado en la influencia deísta-cristiana del propio arquitecto de la constitución americana, Thomas Jefferson.
Lamentablemente, muchos Cristianos Evangélicos Americanos y Latinomaericanos no han entendido esta realidad y han terminado haciendo alianzas ideológicas, particularmente con segmentos de la derecha política. De esta forma, estos se han aferrado a una quimera nostálgica de una “América que nunca ha existido”―una América cimentada en los valores promovidos por “los Padres de la patria”.
Pero como antes he mencionado, la constitución americana no cuenta con un entendimiento fidedigno de las repercusiones del Evangelio en la palestra pública. Pues entonces puede que sea cierto que la nación americana es intrínsecamente secular, dado el muro divisorio entre la Iglesia y el Estado. Pero por “secular” no nos referimos a un Estado teológicamente neutral.
La presunta separación de la Iglesia y del Estado acarrea consecuencias muy serias para el creyente en Cristo. Una de estas consecuencias es entender el conflicto inevitable entre los valores del Reino de Jesucristo y las ideologías del Estado.
La segunda consecuencia es entender la futilidad de las alianzas ideológicas con las facciones políticas que resguarda el legado constitucional del Estado. ¿Y ahora quién podrá defendernos?
A la luz de este breve análisis espero que lleguemos a entender que la fe en Jesucristo y las implicaciones que esta tiene en nuestro modo de actuar no encajan con la configuración política de los Estados Unidos de América.
Por lo tanto, no nos debe sorprender que “dadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” representa una posición extremadamente incómoda para el creyente. Es a la luz de esta “incomodidad” teológica que el creyente y la Iglesia se disponen a “ser la luz y la sal de la tierra”.
Samuel L. Carballo – Esp. Ética Social – Boston (EEUU)
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