Me apena ver el sentido peyorativo que el término «católico» ha tomado en muchos círculos evangélicos actuales, así como el rechazo del evangelicalismo moderno a todo lo que posea este título.
La mayoría de ustedes habrá decidido leer este artículo debido a lo llamativo de su título: «¿Evangélico-católico?». Me apena ver el sentido peyorativo que el término «católico» ha tomado en muchos círculos evangélicos actuales, así como el rechazo del evangelicalismo moderno a todo lo que posea este título. Entiendo que la Institución Católico Romana ha jugado un papel decisivo en este comportamiento reaccionario de los evangélicos, pero nuestro rechazo no debiera ser contra el adjetivo («católico») que esta Institución injustamente se apropia de forma exclusiva para sí sino, en todo caso, contra la Institución.
Aunque la expresión «católico» (del griego Katholikos = «relacionado con el todo», «general») no aparece en la Biblia, esta parece haber sido usada ya en el siglo II como una referencia a la verdadera iglesia en su totalidad, diferenciándose así de las iglesias locales y geográficas, señalando de esta forma a la iglesia universal que se extendía por todo el mundo. Así lo demuestra la carta de San Ignacio a los esmirnos al decir: «Allí donde deba aparecer el obispo, donde esté la gente, incluso donde Jesús podía estar, hay una iglesia universal [«católica»]»[i].
Sabemos que el distintivo de «católico» fue usado por los cristianos ya desde los primeros siglos como evidencia de pertenecer a la verdadera iglesia de Jesucristo. Así se diferenciaban de aquellos que anunciaban un mensaje particular y ajeno al mensaje apostólico que, en realidad, no era más que un evangelio diferente. Las formulaciones dogmáticas que la iglesia plasmaba en forma de Credos –en sus luchas contra las desviaciones doctrinales que surgían en el seno de la iglesia– siempre se apropiaban el vocablo de «Iglesia Católica», enfatizando así cuales eran las creencias ortodoxas y fundamentales de la verdadera y única iglesia universal de Jesucristo. Esto puede verse reflejado en el Credo Niceno (año 325 d. C.) y en el posterior Credo Niceno-constantinopolitano (381 d. C.) que afirmaba: «Creemos en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica». Estos Credos han sido aceptados a lo largo de las épocas por casi la totalidad de cristianos.
Tras la Reforma Protestante, las iglesias reformadas insistían que esta separación no suponía un abandono de la fe «católica», esto es, universal. Así, la confesión bautista de persuasión calvinista publicó su propia confesión en 1644 (revisada en 1651), conocida como «Confesión de Londres», donde se autodenominaba «iglesia católica»; la Confesión de Fe de Westminster finalizada en 1647 (en la que colaboraron episcopales, independientes, erastianos y, principalmente, presbiterianos) volvía a insistir que a la «iglesia católica» pertenecían: «el número completo de los elegidos que han sido, son o serán reunidos en uno, bajo Cristo, su cabeza; y es la esposa, el cuerpo, la plenitud de Aquel que llena todo en todos». Y añadía: «La iglesia visible, que bajo el evangelio también es católica o universal (no está limitada a una nación como anteriormente en el tiempo de la Ley), se compone de todos aquellos que en todo el mundo profesan la religión verdadera, juntamente con sus hijos, y es el reino del Señor Jesucristo, la casa y familia de Dios, fuera de la cual no hay posibilidad ordinaria de salvación» [El subrayado no es original][ii]. Quedaba así claro que todo el movimiento protestante confesaba seguir siendo parte de la «Iglesia Católica», que no «Iglesia Católica-Romana».
Posteriormente, la Iglesia Católica Romana reclamaría para sí el monopolio de la catolicidad, afirmando en el Concilio Vaticano I ser la única poseedora de todo el mensaje cristiano, siendo el resto de confesiones cristianas movimientos heréticos o cismáticos que se habían dejado llevar por doctrinas acatólicas o erradas. Con un lenguaje mucho más suave, el Concilio Vaticano II denomina a los protestantes «hermanos separados» (ya no herejes), exhortándoles a volver a la «una, santa, católica y apostólica» Iglesia Católica Romana. No obstante, esta pretensión no es más que una falacia. De hecho, los términos «católica» y «romana» son contradictorios. Como reconoce el teólogo católico Hans Küng, «el calificativo “romana” fundamentalmente negaba la “catolicidad”»[iii], y «los reformistas dieron gran importancia a su pertenencia a la “iglesia católica”. Sin embargo, entendían esa catolicidad en un sentido doctrinal: la fe católica que siempre se había seguido, en todas partes y por todas las gentes, de acuerdo con las escrituras»[iv].
Tanto es así que los reformadores eran herederos de siglos católicos y sus enseñanzas estaban sostenidas no solo por el testimonio de las escrituras, sino de importantes teólogos de la primitiva cristiandad como Agustín. Actualmente, muchos teólogos católico-romanos como protestantes reconocen que una de las fuentes principales de la teología y piedad reformada eran los escritos del obispo y padre de la iglesia Agustín de Hipona[v]. El ex-católico y converso al protestantismo José Grau escribió:
“La Reforma no trajo no trajo un evangelio «protestante», sino el Evangelio de la Iglesia de todas las edades. El principal apoyo, lo hallaron los reformadores en las Escrituras, pero siempre que pudieron citaron a los padres de la antigua Iglesia en su apoyo. […] Toda afirmación importante de la Reforma hallaba considerable apoyo en la tradición antigua de la iglesia católica.”[vi]
La Reforma, en realidad, pretendía recuperar la verdadera catolicidad que la iglesia estaba perdiendo. Se puede afirmar que los reformadores eran auténticos católicos que trataban de recuperar la esencia del mensaje católico (universal).
Concluimos, pues, que la catolicidad no es aquella que se restringe a una determinada organización o institución, sino aquella que se extiende a todos los verdaderos creyentes. Defender nuestro catolicismo es aseverar que somos fieles portavoces de una tradición evangélica, del mensaje de Jesucristo dado por los apóstoles, predicado a lo largo de los siglos. Sí, soy un evangélico-católico. Espero, en ese sentido, que tú también lo seas («católico»). Y si alguien desea quitarnos el nombre de «católico», ¡que nos demuestre en qué nos hemos apartado de la fe católica! Pues, como diría el antiguo sacerdote agustiniano, profesor de teología católica en la Universidad de Wittenberg y, luego, reformador, Martín Lutero: «Mi conciencia está cautiva de la Palabra de Dios. Por tanto, no puedo retractarme y no lo haré, pues no es ni seguro ni correcto ir en contra de la propia conciencia. Dios me ampare. Amén»
José Daniel Espinosa Contreras – Teólogo y Profesor – Martos, Jaén (España)
[i] Puede consultarse la epístola de San Ignacio a los de Esmirna en: http://www.newadvent.org/fathers/0109.htm (específicamente el capítulo 8).
[ii] Confesión de fe de Westminster y Catecismo Menor. Edimburgo: El Estandarte de la Verdad, 1988, p. 64.
[v] GRAU, JOSÉ. Catolicismo Romano: Orígenes y desarrollo. 2ª edición actualizada de «Concilios» Tomo I. Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1987, p. 532.
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