Hace ya bastantes años, el dúo Caliu cantaba un tema titulado “¿Quién nos escucha?”. La canción se preguntaba quién escuchaba en este mundo a las personas necesitadas. La respuesta aparecía al final:
Hay alguien que me escucha,
que siempre me va a escuchar.
Él me espera en la colina;
Jesús siempre tiene tiempo para mí.
A nuestro alrededor hay infinidad de personas solas, enfermas, ancianas, necesitadas, que no tienen quién les escuche. Tal vez sí tengan quién les predique, pero no necesariamente a alguien que pase tiempo con ellas y las escuche.
Esa labor anónima, sorda y paciente hace mucha falta, y son pocos los que se dedican a ella. No es algo que destaque. A la hora de figurar en carteles o portadas de revistas, de hablar en una macrorreunión o de dirigir algún evento especial son muchos los candidatos, pero la cosa cambia radicalmente cuando se trata de entregarle tiempo a los demás, de escuchar sus problemas y empatizar con ellos. Eso resulta mucho más complicado, ya que en el fondo de lo que se trata es de darnos. Y no es lo mismo dar que darse.
Quiero romper una lanza a favor de todos aquellos hombres y mujeres, pastores o no, que han dedicado o dedican su vida a los demás. Tal vez no hayan escrito ningún libro ni sean conocidos más allá de su círculo más cercano, pero sin duda el Señor los conoce. Es gracias a ellos que la iglesia es edificada y pastoreada. Aquellos cuya vida es su mensaje son los que marcan la diferencia, y los que nos han inspirado a los demás a seguir su ejemplo. Ellos y ellas, al igual que su Señor, siempre tienen tiempo para los demás.
Los seminarios y las facultades de teología pueden dar una formación bíblica y teológica, pero no pueden impartir un corazón pastoral. Vivimos tiempos de crisis y el ministerio cristiano no es ajeno a sus consecuencias. Haciendo un repaso general y necesariamente somero, da la impresión de que no pasamos precisamente por una época de “grandes” pastores. Y por “grandes” me refiero a personas que hayan dejado huella por la profundidad, agudeza y pertinente aplicación de sus mensajes a la vida cotidiana allí por donde han pasado.
Tan importante como predicar y enseñar bien es pastorear bien. Aquellos que se agigantan detrás del púlpito y luego se encogen en la relación personal, en las distancias cortas, están perdiendo una gran oportunidad de ser utilizados por el Señor para impactar a los demás de una manera profunda y duradera.
Mi propio aterrizaje en el mundo real del ministerio pastoral, en los albores de la década de los 80 del siglo pasado, fue bastante abrupto y cruel. El primer entierro que tuve que oficiar fue el de una pareja joven de nuestra congregación que había fallecido en un brutal accidente de circulación. No hacía mucho que habían contraído matrimonio, y en ese momento ella estaba embarazada de varios meses. Recuerdo de una manera muy vívida la sensación que me embargó durante las horas que compartí con los padres y familiares de los difuntos. Hubiera querido expresar palabras de consuelo que llegaran a los corazones de los presentes, compartir versículos bíblicos que fueran un bálsamo para las heridas abiertas. En lugar de eso me sentí paralizado, bloqueado. Quería hablar y apenas conseguía barruntar alguna frase más o menos tópica. Mirando atrás creo que debía haberme limitado a abrazarlos y besarlos, a escucharlos, a llorar con ellos, a orar con ellos, a estar ahí. Ellos no necesitaban un predicador, necesitaban un pastor. A mí no me habían preparado en el seminario para aquello. Sólo Dios puede dar un corazón de pastor, y ese corazón se va desarrollando con el tiempo.
Ahora es distinto. Hoy mismo, al escribir estas líneas, ha muerto un querido hermano en la fe. Yo, en la distancia, quisiera poder abrazar y besar a su familia. Si estuviera allí ahora mismo creo que probablemente seguiría sin tener las palabras adecuadas y, desde luego, muy pocas respuestas. Pero hay algo que sí podría hacer: darme incondicionalmente a ellos y pasar tiempo en su compañía. Si mi Señor tiene tiempo para mí y para todos, ¿quién soy yo para escatimarles mi tiempo a aquellos que me necesitan? Creo que a eso le llaman ser un pastor…
Rubén Gómez - Pastor, autor y traductor - España
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