El título lo dice todo: cada ser humano tiene dentro de sí mismo un enemigo, y tiene que convivir y lidiar con él a cada momento.
El enemigo invisible es nuestro propio corazón. Estamos en una guerra que comienza desde el mismo momento del nacimiento y continuará hasta nuestro último aliento de vida.
En cualquier guerra, es sabido que la clave del triunfo está en conocer bien a nuestro oponente: sus tácticas, las formas de reaccionar y los puntos débiles. Pero hay un grave problema en esta guerra: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Lo conozco yo, el Señor, que escudriño la mente y pongo a prueba el corazón; que pago a cada uno según su conducta y según el resultado de sus obras” (Jer 17:9-10). ¡A nuestro enemigo sólo lo conoce Dios! ¡Por eso es tan difícil detectar sus engaños!
Tenemos un adversario engañoso y perverso y nada más ni nada menos… ¡que en nuestro interior! El pecado nos acompaña de nacimiento. Por eso, de dentro nuestro sale toda la maldad (aunque intentemos echarle la culpa a nuestros padres, a la sociedad, a la educación…). Jesús lo dejó bien claro: “Pero decía, que lo que del hombre sale, eso contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre” (Mc 7:20-23).
Cristo vino para pagar con su muerte en la Cruz el castigo por los pecados de su pueblo. Por eso, si recibimos ese regalo del Padre, que es la salvación por medio del sacrificio vicario de Jesús, Él se convierte en el Señor de nuestras vidas. Porque sólo Él ha pagado la deuda que teníamos.
Ser discípulos de Cristo implica una guerra continua entre querer hacer nuestra voluntad (nuestro corazón, nuestra carne y naturaleza pecaminosa) y hacer la voluntad de Dios (que es ahora nuestro nuevo dueño). Esta lucha es ardua e implica matar cada día al enemigo que tenemos dentro: el corazón, el yo. No pueden vivir los dos, ha de morir mi yo, para que Cristo pueda vivir, como decía el apóstol Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2:20).
Además, el mismo Jesús dio ejemplo con su muerte, para darnos vida. “De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Jn 12:24). Él murió para salvarnos y librarnos de la paga del pecado, que era la muerte. “Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro 6:23).
Toda muerte trae dolor, así que no te sorprendas si padeces por matar los deseos de tu corazón que se oponen al Espíritu que Dios puso en ti cuando recibiste a Cristo como tu Señor. Es normal que haya una disputa en tu interior: recuerda que ‘vives con el enemigo’.
Gloria Luz Abad – Dermatóloga – Barcelona (España)
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