Se trata, pues, de una persuasión tal que no exige razones; y sin embargo, un conocimiento tal que se apoya en una razón muy poderosa, a saber: que nuestro entendimiento tiene tranquilidad y descanso mayores que en razón alguna. Finalmente, es tal el sentimiento, que no se puede engendrar más que por revelación celestial. No digo otra cosa sino lo que cada uno de los fieles experimenta en sí mismo, sólo que las palabras son, con mucho, inferiores a lo que requiere la dignidad del argumento, y son insuficientes para explicarlo bien. ...no hay más fe verdadera que la que el Espíritu Santo sella en nuestro corazón. (IRC, I, vii, 6, 7; énfasis agregado).(2)Calvino advirtió los riesgos de disociar la relación Espíritu-Palabra pues no es posible suponer que se puede tener una comunicación íntima con el Espíritu para evadir la necesidad de recurrir a la Biblia. Este punto de vista es una aberración, puesto que semejante orientación (tan común cíclicamente en muchos movimientos cristianos) aleja estas realidades inseparables para los propósitos de hacer comprender y aprovecharse de los beneficios de la salvación. Como agrega Vial:
Puesto que “Dios no habla diariamente desde el cielo”, inmediatamente surge la interrogante respecto a la autenticidad de estas revelaciones. Los espiritualistas lo atribuyen al Espíritu, pero ¿de qué espíritu se trata? ¿Cómo distinguir entre lo puramente subjetivo y el sentirse motivado por el Espíritu de Dios? Además, desconocer las Escrituras con el pretexto de beneficiarse de una inspiración directa, conduciría a la absurda conclusión de que el Espíritu de Dios no es un único Espíritu, como si en la actualidad Dios pudiera pasar por alto e incluso renegar lo que su Espíritu inspiró en los escritores bíblicos en el pasado.(3)Esta percepción llama la atención a los posibles excesos en que se incurre cuando, en nombre del Espíritu, se plantea el desprecio por las Escrituras, lo que, dentro del proceso salvífico es inaceptable si se considera que el Espíritu utiliza y conduce la palabra divina plasmada en las Escrituras al corazón de la persona. Esta manera de armonizar la labor del Espíritu en el proceso redentor forma parte del legado protestante clásico que rechaza la importancia toral de instancias externas (como la Iglesia misma) para conseguir la redención humana. De ahí que la acción del Espíritu no pueda ser experimentada como algo ajeno al contacto estrecho, racional y espiritualmente hablando, con la Biblia. El apego a la Biblia por parte de Calvino, como el de los demás reformadores, es la condición sine qua non para participar de la labor que el Espíritu realiza a través de la palabra escrita y es el núcleo del celo por una adecuada lectura, interpretación y predicación, acciones todas que deberán tener efecto redentor en los y las oyentes dispuestos a reconocer la intervención de Dios en el mundo.
Estamos persuadidos de que no hay para nosotros ninguna otra guía y conductor hacia el Padre que el Espíritu Santo, así como no hay otro que Cristo; y que no hay gracia de Dios que salve sino a través del Espíritu Santo. La gracia es ella misma el poder y la acción del Espíritu: a través de ella, Dios el Padre, en el Hijo, lleva a cabo todo lo que de bueno hay; a través de la gracia, Él nos justifica, santifica y purifica, nos llama y nos conduce hacia sí mismo, para obtener la salvación (Ro 8:11-17; Ef 2.18; I Co 12:1-13).Así, el Espíritu Santo es entendido como el gran catalizador de la obra de salvación y también como el cemento que acerca cada una de sus partes para formar un todo indivisible, de tal modo que su acción pueda ser experimentada en toda su intensidad no solamente en dirección vertical hacia Dios, sino también en la búsqueda y reencuentro con el prójimo. Las dimensiones teologal y social se engarzan, entonces, para dotar a los redimidos/as con el recurso eminentemente espiritual que conducirá su vida y los capacitará para vivir según el diseño de una nueva existencia, acción básica del Espíritu creador y renovador de todas las cosas.
Asimismo, el Espíritu Santo, mientras habita en nosotros de esta manera, nos ilumina con su luz, a fin de que podamos aprender y reconocer plenamente el enorme beneficio de la bondad divina que poseemos en Cristo (I Co 2:10-16; II Co 13]. Él inflama nuestros corazones con el fuego del amor, hacia Dios y hacia el prójimo, y cotidianamente enciende y hace arder los vicios de nuestro deseo desordenado [Ro 8:13], para que, si existen en nosotros buenas obras, ellas sean los frutos y poderes de su gracia.(4)
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