Si andamos con Cristo, amar es nuestro destino ineludible.
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“Amar es entregarse en alma y cuerpo a la humanidad. Vivir siempre sirviendo sin que tú esperes algo para ti”. (Himno Amar es, de Jorge C. Ramírez)
Pero si alguien es rico, y ve a su hermano en necesidad y no siente el deseo de ayudarlo, ¿cómo puede vivir el amor de Dios en él? Hijitos, nuestro amor no debe ser sólo de palabras, pues el verdadero amor se demuestra con hechos. Así es como sabemos que pertenecemos a la verdad y que tendremos paz con Dios. (1 Juan 3:17-19 La Palabra de Dios para todos)
Hay temas de los que sería mejor no hablar tanto, sino más bien actuar. Hablar del amor es comprometerse a vivir lo que se dice. Sucede como en los arrestos: “Cada palabra que digas podrá ser usada en tu contra…” Si el tema es el amor, es mejor hablar poco. Hay que tratar el tema del amor con temor y temblor, porque es uno de los temas prohibidos de la iglesia. Es un tema del que no debiéramos hablar tanto, sino más bien actuar: Que nuestro amor no sea de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad.
El amor es otro de los patrones que rigen la misión de la iglesia. Junto con la esperanza, la paz y el gozo, son las palabras claves del adviento. En el adviento entramos al hangar de Dios para que Dios repare y restaure a su iglesia y que nos ayude a enfocarnos en la manera correcta de realizar nuestra misión. Como un avión que recibe su mantenimiento, la iglesia también entra al taller de Dios para revisar estos cuatro puntos cruciales.
Debemos ser promotores de esperanza, recalcar insistentemente que en Cristo hay verdadera esperanza. Nuestras casas de oración, templos y santuarios debieran tener un letrero que diga: “Bienvenidos a la esperanza”. A diferencia de la descripción de Milton sobre las puertas del infierno, que –imitando a Dante Alighieri en su Divina Comedia—afirma que dicen: “¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!
Por eso son tan urgentes los temas del adviento. Para que no vaya a ser que en nuestras iglesias estemos transmitiendo el mismo mensaje del infierno. ¿Cómo andamos como promotores de esperanza? Desde nuestras conversaciones, lecciones y sermones hasta nuestros programas y actividades, todo lo que hacemos debe promover la esperanza, la paz, el gozo y el amor.
Sin embargo, de estos cuatro, el amor es el tema más escabroso, porque es del que hay que hablar menos. No queremos tener discursos muy sublimes sobre el amor, si no van acompañados de una manera de vivir congruente con lo que decimos.
Definitivamente, el amor es uno de los rectores principales de la misión de la iglesia. Dejemos que el Señor nos revise, nos examine, para evaluar cómo nos hace falta corrección, que Dios nos guíe por su camino eterno, que está definido por el amor. Que el Señor nos dé hoy su misericordia (su amor comprometido), que nos restaure para participar en la bendición que quiere dar a su mundo.
La esperanza de los profetas se cumplió en la primera venida del Señor Jesús. Isaías anunció –inspirado por el Espíritu Santo—que Dios tenía un plan hermoso y grande para bendecir a todas las naciones por medio de Judá y Jerusalén. Y ese plan se cumplió precisamente cuando el Señor Jesús caminó sobre esta tierra en su primera venida.
Con la primera venida del Señor Jesús, en la navidad, comenzó el tiempo que en Isaías 2 se identifica como “los últimos días”. Este período escatológico del final de la historia no está relacionado con ningún otro suceso más que la primera venida del Señor Jesús. Cuando Jesús vino a la tierra comenzaron los últimos tiempos. Así lo dice también Hebreos 1:1 “En estos postreros días [Dios] nos ha hablado por el Hijo”.
Y desde el día en que el Señor Jesús subió a los cielos, los cristianos de todos estos veinte siglos que han transcurrido hemos vivido esperando su retorno. Así pues, los últimos días no comenzaron el siglo pasado, sino más bien, hace dos mil años, cuando se cumplió esta profecía de Isaías.
Isaías 2 nos habla de un monte al que todas las naciones vendrían a escuchar la ley de Dios. Los gentiles diríamos: “Vamos a escuchar las palabras del Señor, para andar por sus sendas, en la luz de Dios”. El Señor Jesús dio sus enseñanzas desde un monte, en el famoso Sermón del monte: Mateo 5—7. Por las enseñanzas del Señor Jesús aprendemos la verdadera interpretación de la ley, según el Espíritu vivificante y no según la letra muerta.
Aprendemos que lo más importante de la ley no son cuestiones externas de ritos y ceremonias religiosas, sino “la justicia, la misericordia y la fe” (Mt 23:23). En las enseñanzas del Señor Jesús se cumple esta profecía de Isaías. Nos acercamos a ese monte, gentes de todas las naciones, para aprender la ley de Dios, en boca de este verdadero maestro de la verdadera Ley, el Señor Jesús.
En la ley de Cristo, la misericordia –que es amor comprometido-- no sólo se debe dar a quienes nos aman, sino precisamente es para con los enemigos y perseguidores. Para quien viene a nosotros con agresiones, el Señor nos manda no responder con agresiones, sino de otra manera.
Que el Señor nos enseñe su ley y su mandamiento que vivifica. Que sea el Señor Jesús quien nos muestre el camino para llegar al corazón del precepto: a la justicia, la misericordia y la fe.
Hay que leer lado a lado Isaías 2 con Mateo 5—7. En las enseñanzas del Señor Jesús en el Sermón del monte vemos la forma concreta en que se cumple la profecía de Isaías para los últimos tiempos.
Por el gobierno del Mesías, por el señorío de Cristo, cuando se sigue el camino de sus enseñanzas, la creatividad se usa para dar vida, y ya no más para la guerra. Si un enemigo viene a hacernos pleito, no debemos responder con la misma agresión y violencia, sino que hay que responder de otra forma creativa. Las respuestas que Jesús ordena en el Sermón del monte son para hacer que el violento vea la irracionalidad de su violencia.
“Al que quiere quitarte la capa, dale también el manto”. Así se pondrá en evidencia su maldad, mas no por medios violentos, sino por medios creativos. En Mt 5:39 el recurso del Señor Jesús ante el violento que dio una bofetada en la mejilla derecha es obligarle a dar otra en la mejilla izquierda. Según lo explica Walter Wink, La primera bofetada fue señal de humillación, porque se da con el dorso de la mano. Ahora el violento es invitado a golpear, pero como iguales, no con el dorso de la mano, como señal de diferencial de poder. Se trata de recursos creativos para hacerle ver al otro la irracionalidad de su violencia.
La creatividad humana ha sido experta en fabricar armas de guerra cada vez más sofisticadas, bombas más mortíferas, tanques más rápidos y aviones que no puedan ser detectados por radares, es creatividad que se ha concentrado en hacer más recursos para la muerte. Pero por las enseñanzas que salen del Sermón del monte, que nos hace conocer la luz de Dios, la verdadera ley de Dios que sale de Sion en boca del Señor Jesús, entonces esa creatividad se usa para la vida.
Entonces convertirán sus espadas en arados, es decir, aquello que daba muerte ahora da vida, pues produce alimento. Las lanzas que atraviesan al enemigo se convierten en hoces para cosechar juntos el sustento para vivir. Cuando conocemos al Señor Jesús, las armas para producir muerte se convierten en instrumentos para dar vida.
El amor es creatividad para la vida. No seamos más sagaces e inteligentes para dañar y para destruir, sino que usemos nuestra creatividad para construir puentes, para amar a quien viene con intenciones de pleito, para amar y dar vida a relaciones que ahora están a punto de morir. Que el Señor nos perdone si no hemos usado sus recursos para dar vida.
Además, el amor es un mandamiento concreto. En Lucas 10, un doctor de la ley (un intelectual de la religión) vino a preguntar a Jesús algo de lo más básico de su sistema de creencias: ¿Qué debo hacer para tener la vida eterna? La respuesta es el amor. Es vivir inundado de amor por Dios y por el ser humano. Amar a Dios con todo el ser, y al prójimo como a uno mismo. Así se resume toda la Palabra de Dios. Y así se obtiene como consecuencia, la vida plena, verdadera y eterna.
Esta es la respuesta correcta. Esta es buena teología ortodoxa. Es la teoría nítida y perfecta. Pero hay que ponerla en práctica. Haz esto y vivirás –le dijo el Señor. No es suficiente con repetir las frases, sólo de palabra y de lengua, como si fuera un conjuro mágico. Hay que hacerlo. No es suficiente con conocer el mandamiento, y quedarse en el plano teórico, y no es suficiente con decir: “Sí, yo creo”. Hay que ponerlo en práctica.
Una oración atribuida a Tomás de Kempis dice así: Que tu Palabra, oh Señor, no se convierta en un juicio sobre nosotros, al oírla y no ponerla en práctica, al conocerla y no amarla, al creerla y no obedecerla; oh tú, que con el Padre y el Espíritu Santo vives y reinas, por todos los siglos. Amén.
La peor tragedia de la iglesia es vivir tan cerca de la Palabra de Dios y no caer subyugados de rodillas ante su autoridad, consumidos por la buena noticia del evangelio. Es ser oidores de la Palabra, pero no hacedores. Es conocer la Palabra sin enamorarnos de ella. Incluso es creer la Palabra, pero no obedecerla.
El amor es un mandamiento concreto. Es el mandamiento de dejar de ser sólo oidores y convertirnos en hacedores. Es conocer la Palabra y apasionarnos de amor por esa Palabra. Es dejar de meramente creer, para comenzar a obedecer. Sólo lograremos vivir si amamos, no de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad.
En respuesta a las preguntas de aquel doctor de la ley, el Señor Jesús contó la parábola del samaritano que ayudó a la víctima de un asalto e intento de asesinato. El punto central del relato es que el prójimo a quien hay que amar no es necesariamente uno de nuestro propio grupo, sino uno que supuestamente no deberíamos amar.
Esto quiere decir que el amor del que habla el mandamiento no es una mera solidaridad de grupo, afinidad de intereses, parecido por inclinaciones políticas y sociales similares, simpatía, parentesco, o cualquier otro tejido conjuntivo que nos una de manera natural con los demás.
Especialmente, para quienes estamos en el ministerio y en las iglesias, no se trata de amar sólo a los de nuestra denominación, o sólo a los evangélicos, o sólo a los cristianos. Eso podría ser sólo lealtad al grupo, a la familia, pero no verdadero amor.
Un hombre venía de Jerusalén a Jericó y unos ladrones lo asaltaron y lo golpearon hasta darlo por muerto junto al camino. Vino un sacerdote, que lo vio, pero pasó de largo con prisa. Después vino también un levita –que es también un religioso profesional—y al verlo, también pasó de largo. Pero luego vino un samaritano.
Se trata de la persona menos indicada para ayudar. En ese tiempo, Jerusalén y Jericó estaban en tierra judía. El samaritano venía de otra región, más al norte. Seguramente estaba en territorio judío por asuntos necesarios, y no por placer. Ningún samaritano visitaba Jerusalén como turista. Eran rechazados. Nadie les ofrecía hospitalidad. No se les vendía nada en los mercados, ni se les recibía en los restaurantes. Obviamente no podían entrar en las sinagogas.
Un samaritano en tierra de judíos llevaba siempre una mancha imposible de borrar: “Yo soy el otro. Soy extraño. Soy diferente. Mis doctrinas son distintas a las de todos. Y si mi rechazas, no estás haciendo nada malo. Si al mirar que me acerco por la misma acera, cruzas la calle para no rozarte conmigo, estás haciendo lo que se espera de todos los judíos piadosos”.
El samaritano es la persona menos indicada para ayudar a la víctima, para ser el ejemplo de amor, que hace algo concreto por el otro en necesidad. En la Biblia, “amor” tiene un significado muy concreto. No es deseo, ni romance, ni sentimientos. Es compromiso concreto de ayudar. El vocablo hebreo es jésed, que se traduce “misericordia”, es decir, amor comprometido.
Es una actitud de vida de obedecer concretamente el mandamiento de amar al prójimo. El hombre se conmovió de la tragedia, atendió a la víctima y se puso en sus zapatos. Se identificó con él como si fuera su pariente, lo llevó al mesón y lo cuidó. Al día siguiente dejó suficiente dinero para ayudar a la plena recuperación de la víctima de violencia.
Al volver en sí, aquel hombre que había estado al borde de la muerte y que no sabe quién lo ayudó, seguramente habría quedado impactado al enterarse que fue un samaritano. Eso debió haber cambiado para siempre su actitud hacia los del otro grupo, hacia los otros, los diferentes, los odiados, los samaritanos. Cuando terminó su historia, el Señor Jesús preguntó al doctor de la ley cuál de ellos había sido el prójimo de la víctima. Él respondió sin poder pronunciar la palabra samaritano: “el que tuvo misericordia de él”. Entonces Jesús le dijo: “Ve y haz tú lo mismo”.
Que el Espíritu Santo nos guíe a toda verdad. Que nos enseñe a amar, precisamente a quien creemos que no lo merece.
El amor es creatividad para la vida y la paz. Además, el amor es un mandamiento concreto. No es simple sentimentalismo sin acción. Y también sabemos que –para quienes andan por el camino del Señor—el amor es destino ineludible. Al final de la carta a los Efesios, el apóstol Pablo se describió a sí mismo como un “embajador encadenado”, que no tiene otra opción más que dar testimonio del amor de Dios en Cristo Jesús.
Así también, al final del salmo 23 hay una imagen muy interesante sobre el bien y la misericordia, es decir, el amor comprometido: Ciertamente, el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida… Si andamos con Cristo, amar es nuestro destino ineludible. Si andamos en la luz de Dios, viviendo según las enseñanzas que salieron de aquel monte del famoso Sermón, nuestro destino ineludible es amar.
Es algo parecido a cuando nos sigue insistentemente nuestro perro si es que vamos a salir caminando hacia algún lugar. Cuando nos ve alistándonos para salir, el perro también quiere ir. No sabe a dónde vamos, pero quiere salir con nosotros. Quiere seguirnos y acompañarnos. Aun si nosotros no quisiéramos que nos siguiera… el perro de la casa va a hacer todo lo posible por seguirnos, aunque sea a la distancia; ahí va a estar observándonos e intentando una y otra vez seguirnos.
Así comprendemos esta idea del salmo 23. Como un perro insistente que nos sigue aunque nosotros no queramos, el bien y la misericordia nos seguirán, todos los días de nuestra vida. No podremos dejar de amar, aunque quisiéramos. El amor es nuestro destino ineludible si andamos con Cristo. Aunque sepamos que amar no siempre será algo placentero para nosotros, por los sacrificios que implica, y por la renuncia al egoísmo, el conocer a Cristo nos obliga a amar.
El caminar con Cristo hace que el amor nos siga sin apartarse de nosotros, como un perro terco. “Ciertamente” –no es duda. Es convicción. Es seguro al cien por ciento. Quien camina con Cristo no puede dejar de amar. Compartimos con Cristo su destino de amar.
El amor es creatividad para dar vida. Vamos a ser más creativos en los conflictos, pleitos y confrontaciones. A no responder con las mismas agresiones. A sorprender renunciando a la guerra, a convertir las armas de muerte en herramientas de vida: Puentes, caminos de diálogo, entendimiento y comprensión mutua, promoción de vida y no de muerte. El amor es un mandamiento concreto.
No es sólo de palabra y de lengua, sino que es amor comprometido. Misericordia como compromiso de ayudar a quien lo necesita: Hospitalidad, generosidad, compartir desde nuestra pobreza, en acompañamiento de amor comprometido concretamente con el pobre que cayó en manos de ladrones. Y el amor es el destino ineludible del pueblo de Dios: Si andas con Cristo, no podrás dejar de amar. Pidamos al Señor que nos ayude a reconciliarnos con nuestro destino de amar.
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