La experiencia de compartir el culto al Dios que se ha revelado en Cristo Jesús es promotora de unidad. Nos unimos en nuestras convicciones de fe cuando adoramos juntos.
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Por eso yo, prisionero en el Señor, les exhorto a que anden como es digno del llamamiento con que fueron llamados: con toda humildad y mansedumbre, con paciencia, soportándose los unos a los otros en amor, procurando con diligencia guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. (Efesios 4:1-3 Reina-Valera Actualizada 2015)
Andar con dignidad no es conducirse por la vida con arrogancia, sino todo lo contrario. Es andar con toda humildad, mansedumbre y paciencia. Porque así corresponde a nuestro llamamiento. Hemos sido llamados (y por eso somos iglesia) para soportarnos mutuamente en amor, haciendo todo nuestro esfuerzo por preservar la unidad del Espíritu.
La palabra griega que aquí se traduce unidad, en la frase unidad del Espíritu, es la palabra enótita. Uno de sus significados de esta palabra es unidad, y así aparece en nuestras Biblias en castellano. Pero también se puede traducir como tonalidad. Cuando se trata de la unidad de la iglesia tiene mucho que ver que todos estemos viviendo en la misma tonalidad del Espíritu. Si al tocar juntos los instrumentos musicales no están tocando en la misma tonalidad, producen un ruido discordante que sólo comunica desacuerdo y falta de unidad.
Así, entendemos la importancia del mandamiento de guardar la unidad del Espíritu, y cómo se manifiesta esto a la hora de cantar en el culto todos a una sola voz, al unísono. Romanos 15:5-6 expresa la relación entre tener un mismo sentir unos por otros por parte del Dios de la perseverancia, según Cristo Jesús, y cantar todos al unísono glorificando al Dios que se nos ha revelado en el Señor JesuCristo.
Aparentemente, en una realidad de divisiones y diferencias, cuando los grupos cristianos crecen y se diversifican, el cantar la misma tonada de alabanza al Dios de JesuCristo es la manifestación de la disposición a la unidad. La experiencia de compartir el culto al Dios que se ha revelado en Cristo Jesús es promotora de unidad. Nos unimos en nuestras convicciones de fe cuando adoramos juntos.
La unidad del Espíritu es también la tonalidad del Espíritu. Es una manera de vivir al unísono. Es vibrar en consonancia unos con otros, a pesar de ser todos diferentes y únicos, y en consonancia con el llamamiento que hemos recibido de Cristo, que es la palabra que nos dijo: “Sígueme”. Si Cristo nos ha llamado a seguirle, no tiene sentido cantar en otra tonalidad, diferente a la de su Espíritu. La tonalidad del Espíritu es la de la humildad, de la amabilidad, de la comprensión de unos por otros. Si tenemos puntos de vista diferentes, se nos manda comprendernos mutuamente. Es soportarnos unos a otros y no excluirnos ni expulsarnos, ni excomulgarnos unos a otros, sino hacer todo nuestro esfuerzo por cantar la misma tonada del Espíritu en el vínculo de la paz.
La unidad cristiana no es estructural. Pero tampoco es sólo ideal. Decimos que la unidad cristiana no tiene por qué ser estructural. Hay en el texto ocho sustantivos en los que se manifiesta la unidad, o tonalidad del Espíritu en la cual vivimos (un cuerpo y un Espíritu, una esperanza y un llamamiento, un Señor, una fe, un bautismo, y un Dios Padre de todos). No incluye la lista un mismo gobierno, una sola denominación, una sola estructura interna, o una misma organización humana.
Esto significa que la verdadera unidad cristiana no es unidad de estructura. No tenemos todos un mismo tipo de gobierno –llámese episcopal, congregacional, o como se llame. Lo que nos da la unidad no es la estructura, ni pertenecer todos a la misma denominación. Los ocho ingredientes que hemos enumerado son todos aspectos de la unidad espiritual de todos los cristianos. No estamos unidos en la misma organización, estructura o nombre de la iglesia. Nuestra unidad no es externa, sino espiritual.
Sin embargo, esto no significa que tengamos una eclesiología docética. El docetismo es la doctrina gnóstica sobre el Señor Jesús. Según esa doctrina, el Señor Jesús no se encarnó, sino que sólo parecía –como un holograma—sin carne y hueso, sin cuerpo, porque decían que el cuerpo es malo. Así como hay esa cristología docética –tan equivocada—hay también una eclesiología docética.
Sería pensar en la unidad de la iglesia sólo como un ideal, como una idea que nunca se concretiza. Según la eclesiología docética uno nunca puede ver a la iglesia de carne y hueso, porque se queda sólo como un concepto en el aire, que nunca se encarna.
El único antídoto contra la eclesiología docética es la realidad de la congregación. En la congregación local se vive la unidad cristiana, con hermanos y hermanas concretos, con quienes nos acompañamos en el camino de la fe. Pocos o muchos, débil o fuerte, pequeña o grande, es la congregación local lo que espanta la neblina de la eclesiología docética.
Por eso creemos en la unidad cristiana, sí, pero no de tipo estructural, por un lado, ni docética por el otro. Es unidad que se manifiesta primero en la congregación, donde quienes adoramos juntos a Cristo cantamos la misma tonada del Espíritu con estas ocho notas: Un cuerpo, un Espíritu, una esperanza, un llamamiento, un Señor, una fe, un bautismo y un Dios Padre.
Cantamos la misma tonada del Espíritu en cuanto a la comunión cristiana, y también en cuanto al ministerio cristiano. Aunque tenemos todos un mismo Dios Padre, un mismo Señor Jesús y un mismo Espíritu, eso no significa que todos hacemos exactamente lo mismo—porque cada quien ha recibido la gracia de parte de Cristo, de manera única y especial.
Es decir, en la unidad del Espíritu hay diversidad de ministerios, funciones, tareas y trabajos. Hay un solo Dios, pero hay muchos ministerios. No todos tenemos que hacer exactamente el mismo trabajo para el reino. Lo que sí es cierto es que todos los ministerios de la iglesia son dones del Cristo glorificado y exaltado. Tener líderes en la iglesia es un don, un regalo del Señor a su iglesia. Dios le da a la congregación, le regala, estas personas especiales que son sus ministros, sus servidores: Apóstoles, profetas, evangelistas y pastores-maestros. Todos son dones de Cristo a su iglesia.
Todo ministerio cristiano se origina a partir del triunfo de Cristo. Hay ministerios en la iglesia como resultado de que Dios en Cristo, por el poder del Espíritu, realizó una gran victoria. Así como cuando un rey ganaba una batalla y después repartía el botín (Salmo 68), así fue en el caso de JesuCristo, que vino a triunfar sobre la muerte y el odio, sobre toda maldad y pecado, sobre el diablo mismo, para regalar a la iglesia los líderes del ministerio.
Toda la misión cristiana proviene de que a Cristo le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra. Gracias al triunfo de Cristo hay ministerio. Si estamos en el ministerio no es por nuestra preferencia o voluntad, ni por nuestras capacidades y talentos, ni por factores humanos o sociales. Más bien es el triunfo de Cristo lo que abre el camino, lo que ocasiona el ministerio.
El Señor Jesús descendió hasta lo más profundo de la existencia humana y desactivó los mecanismos de la muerte. Entró hasta el abismo y cortó los cables de la bomba de maldad para que quedara totalmente inhabilitada. Por eso ahora los humanos, tan débiles que somos, podemos participar en el ministerio del reino, porque Cristo ya ha triunfado y ha desactivado a la muerte.
El Señor Jesús salió triunfante de la tumba y fue exaltado por sobre todo nombre: Rey de reyes y Señor de señores. Desde lo alto, teniendo toda potestad en el cielo y en la tierra, nos participa de los dones del ministerio para que podamos realizar su misión con confianza y libertad.
Cantamos la misma tonada del Espíritu en cuanto al ministerio, cuando tiene estas tres características: 1.- Proviene del triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. 2.- Tiene como fin la edificación del cuerpo de Cristo, es decir, el estar unidos en fe y conocimiento del Señor Jesús y alcanzar la plena madurez cristiana, y 3.- Es algo que pertenece a todos los miembros de la congregación. Si no cumple con estas tres características, es muy posible que se trate de una falsificación del verdadero ministerio, que es servicio cristiano.
La gracia se ha dado “conforme a la medida del don de Cristo”, de manera que hay diversidad en las tareas y trabajos que hacemos para el reino de Dios. En Efesios se mencionan al menos cuatro oficios en el ministerio, presentes en la iglesia como regalos del Cristo victorioso.
El ministerio de apóstoles: que no son los charlatanes que salen por televisión pidiendo dinero y autonombrándose apóstoles, o “súper-pastores” con autoridad y “cobertura”, con estilo de vida de despilfarro y derroche, como estrellas o “vedettes” del ministerio.
En un plano, los apóstoles son sólo los doce que, a la manera de los patriarcas de las tribus de Israel, son doce que comienzan el verdadero pueblo de Dios que sigue al Mesías Jesús. El otro plano de significado, que es el de Efesios, es que los apóstoles son los que comienzan una obra. Son los misioneros, los que abren camino ahí donde no hay un trabajo cristiano. La iniciativa de comenzar es el impulso apostólico.
El ministerio de profetas: que tampoco son los charlatanes que adivinan el futuro o leen la mente. La predicción y el discernimiento forman parte de la tarea profética pero no son el meollo del asunto. Más bien, la tarea profética consiste en predicar el mensaje de la Palabra de Dios. Es llamar a la gente al arrepentimiento para que busque a Dios. Es hablar de parte de Dios según la única palabra encarnada que ha salido de Dios, que es el Señor JesuCristo. Profeta es predicador, y no adivinador. El mensaje de los profetas cristianos es uno solo: Predicar la Palabra de Dios.
El ministerio de evangelistas: Comunican la buena noticia de Dios en todo tiempo, y con cualquier método o estrategia. Su estilo de vida es compartir el evangelio, y capacitan a la iglesia para que sea evangelizadora.
El ministerio de pastores/maestros: consiste en cuidar y alimentar al rebaño de Dios, para que no pierda la fe y no se aparte del camino. El ministerio es de toda la iglesia. Esto quiere decir que los ministros forman parte de la congregación y trabajan para la congregación, para que todos seamos una iglesia apostólica, profética, evangelizadora y pastoral.
Vivimos la misma tonalidad del Espíritu en la comunión, en el ministerio, y también en el crecimiento. La etapa infantil de nuestra fe es la que depende de la afiliación. Nos unimos al grupo sólo por el grupo en sí. Seguimos a nuestros padres, o a personas influyentes en nuestra vida. Esa es la etapa de la ingenuidad.
En la etapa infantil de nuestra fe seguimos –sacudidos a la deriva—todo viento de doctrina, porque nos interesa más la pertenencia al grupo social. En la inmadurez buscamos más al grupo que al Señor. En la inmadurez estamos buscando identificarnos con ciertos amigos o parientes, pero no hemos encontrado al Señor.
Por la tonalidad del Espíritu logramos abandonar la fe infantil, que es ingenua, y avanzamos en el desarrollo de nuestra fe. Abandonar la ingenuidad no significa dejar la inocencia. Ser ingenuos es ser engañados fácilmente. Pero en el cristianismo maduro no se pierde la inocencia, porque significa tener una sola intención en el corazón. Es tener el corazón limpio, sin doble intención.
La iglesia es comunidad de inocencia, aunque no de ingenuidad. El Señor nos llama a dejar la fe infantil, a dejar la ingenuidad, a dejar de buscar sólo la afiliación al grupo, a conocerle directamente para personalizar la fe, y avanzar en el crecimiento y desarrollo de la fe: dejar la etapa de la afiliación para pasar a la personalización, que puede ser un tiempo difícil, pero necesario. Una especie de despertar, sin dejar la inocencia. La fe luego alcanza la madurez en la etapa de la integración, cuando podemos traer al caminar cristiano nuestras experiencias de fe.
Hay que darnos cuenta de que hay lobos vestidos de oveja, y no ser ingenuos ante cualquier enseñanza equivocada, ante las ideologías de muerte que nos dividen y nos hacen ver al hermano como un enemigo. Tenemos que protegernos unos a otros como pueblo de Dios.
La fe infantil no toma en cuenta la ambigüedad de la vida. Piensa que a los buenos siempre les va bien y a los malos, mal. La fe madura sabe que muchas veces no es así. Por cuestiones que no podemos explicar, pasan cosas muy terribles a los buenos. No sabemos por qué, pero vemos prosperar a los malos. ¿Por qué sufren los buenos? No nos corresponde resolver ese misterio. Simplemente nos toca aferrarnos a la convicción: Algo viene a mi mente, que me llena de esperanza, que el amor del Señor no se acaba, y su compasión no se agota. Su misericordia es nueva cada mañana, por su gran fidelidad (Lm 3:21-23). A pesar de todos los pesares, la fe madura abandona la ingenuidad, pero no la convicción que la misericordia de Dios es nueva cada mañana.
La fe madura es andar en la verdad con amor. Es una combinación muy poderosa. Porque verdad sin amor es fariseísmo. Es la peor pesadilla de la iglesia. Es tener una doctrina hermosísima pero no tener amor. Es tener la verdad en lo teórico, pero ser odiosos, sinvergüenzas, amargados y de mal carácter. Es decir, que la manera de ser no corresponde con la verdad que se cree. Eso es tener la verdad sin amor. Es una manera implacable de vivir, y es inútil. No rinde frutos. Es tener “lengua sin manos” (como los infantes de Carrión) ¡y cómo osa hablar una lengua sin manos! Esa es la verdad sin amor.
Pero tener amor sin verdad tal vez puede llegar a ser peor. Porque tener mucho amor sin atender a la verdad es ser imprudente o hasta negligente. Es negligencia tener puro amor, pero sin verdad. Conducirse con puro amor pero sin verdad nos hace cometer errores. La vida se encamina al precipicio con amor sin verdad. Nos enfrascamos en aventuras temerarias, suicidas y negligentes. Echamos a perder el recurso del evangelio. Abrimos las puertas de nuestra casa de oración a quien sea—sin atender a la verdad, a la rectitud de vida, a la justicia, a la manera correcta de conducirse. Y eso es también un error.
Pero seguir la verdad con amor es el equilibrio, para crecer y madurar con una actitud de amor, pero informada en la verdad. Con una actitud comprometida con la verdad, pero amorosa, generosa y bondadosa. Ese es el equilibrio maduro. Ese es el crecimiento al que nos invita la tonada del Espíritu.
Es un crecimiento que se recibe de la cabeza, que es Cristo (Ef 4:16). De la cabeza se recibe el crecimiento. Esto será muy importante cuando lleguemos a la sección sobre la relación entre esposo y esposa. Aquí se define la función de la cabeza. No tiene como función dominar, aplastar, imponerse, liderear ni tomar decisiones de manera unilateral. Más bien dice que es de donde viene el crecimiento.
De la cabeza le viene al cuerpo el aliento, el oxígeno, la sangre vital, la nutrición, para que la iglesia crezca en su unión con Cristo. Por el bautismo somos injertados al tronco que es Cristo. Por la Cena del Señor recibimos la savia que necesitamos para vivir. Su cuerpo y su sangre, la vida de Cristo, representada en el pan y la copa, son la sustancia por la cual vive la iglesia. La vida de Cristo, sus actitudes, palabras y acciones son lo que nos da vida y crecimiento como iglesia unida, que vive y hace música con sus palabras, actitudes y acciones en la misma tonalidad del Espíritu.
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