Que el Señor nos ayude a proclamar la paz, con compasión hacia todos y atentos a aquello que nos sigue dividiendo: los puntos ciegos donde somos parte del problema en lugar de la solución.
Recuerden, pues, que ustedes, paganos en otro tiempo por nacimiento y considerados incircuncisos por los llamados circuncisos —esos que llevan en su cuerpo una marca hecha por manos humanas— estaban en el pasado privados de Cristo, sin derecho a la ciudadanía de Israel, ajenos a las alianzas portadoras de la promesa, sin esperanza y sin Dios en medio del mundo. (Efesios 2:11-12 La Palabra)
En el pasado, estábamos en una condición de muerte. En el pasado, no teníamos a Cristo. No pertenecíamos al pueblo de Dios, y el pacto que prometía ser para nosotros una bendición, estaba bloqueado por las actitudes orgullosas de quienes se suponía que debían ser bendición a todas las familias de la tierra, los descendientes de Abraham.
De manera que no llegaba a nosotros la bendición prometida a todas las familias de la tierra. Dios había hecho una alianza con Abraham y su descendencia, de darnos bendición a todo el mundo.
Pero en realidad, el orgullo y la arrogancia de los elegidos no permitía que la bendición llegara también a nuestras familias. Estábamos sin esperanza y sin Dios en medio del mundo.
Estar sin esperanza y sin Dios en medio de un mundo que no tiene sentido es la peor de todas las pesadillas. Sólo la fe puede darle sentido a este mundo.
Como decía Niebuhr: “Nada se completa en el corto tiempo de esta vida; por eso, nos salva la esperanza. Nada bueno, hermoso y verdadero tiene su cabal sentido en nuestra historia; por eso, nos salva la fe. Y nada que valga la pena logramos hacerlo sin ayuda; por eso, nos salva el amor”. 1
La arrogancia de los elegidos torna la bendición en maldición. Convierte aquello que debía ser para la vida de todas las familias de la tierra, en una fuente de infección y muerte para nuestra familia.
Ese orgullo de los que tienen en su cuerpo una marca hecha por manos humanas, una supuesta señal de ser elegidos (la circuncisión) es una barrera que bloquea toda bendición.
Hoy en día tal vez ya no consiste en la circuncisión, pero sigue habiendo diferencias entre quienes nos creemos elegidos y todos los demás. Se supone que la elección tiene como fin ser bendición a todas las familias de la tierra.
Este propósito final de la elección se hizo realidad solamente en Cristo. En la historia de Cristo se hace efectiva la bendición a todo el mundo.
En el evangelio tenemos esperanza, porque Dios se ha acercado a todo el mundo, independientemente de cuestiones de raza, género o posición social.
Dios en Cristo ha rescatado aquello que se había perdido. Pidamos al Señor que los elegidos no estorben ni bloqueen su bendición a todo el mundo. Demos gracias a Dios porque en Cristo se ha hecho efectiva su buena voluntad de bendecir a nuestra familia.
…pero ahora han sido unidos a Cristo Jesús. Antes estaban muy lejos de Dios, pero ahora fueron acercados por medio de la sangre de Cristo. Pues Cristo mismo nos ha traído la paz. Él unió a judíos y a gentiles en un solo pueblo cuando, por medio de su cuerpo en la cruz, derribó el muro de hostilidad que nos separaba. (Efesios 2:13-14 Nueva Traducción Viviente)
La muerte del Señor Jesús ha logrado hacer mucho más de lo que nos imaginamos. No se trata sólo del trágico final de una vida ejemplar, ni de un caso más de injusticia y violencia perpetrada contra un inocente en este mundo cruel. Tampoco es sólo el ejemplo de alguien que muere porque está dispuesto a defender sus ideales hasta las últimas consecuencias.
La muerte del Señor Jesús tiene implicaciones trascendentes y de proporciones cósmicas. En la cruz, el Hijo de Dios logró derribar las divisiones del templo de Jerusalén, que separaban a gentiles de judíos, a hombres de mujeres, y a laicos de sacerdotes.
En su muerte, el Señor Jesús logró hacer un solo y nuevo pueblo que no está basado en la raza, ni en ningún otro aspecto humano, sino en la gracia de Dios.
En la muerte del Señor Jesús se deshacen las condenas que eran producto del pecado de Adán, y hay una nueva dimensión de vida reconciliada con Dios, reconciliada entre todos los seres humanos y reconciliada con toda la naturaleza.
Cristo es nuestra paz. Andar con Cristo es ser pacificadores. Seguir a Cristo es estar dedicados a la causa de la reconciliación y la paz entre los enemigos.
No debemos ser agentes de división y sospecha mutua, sino de reconciliación y comprensión. Conocer a Cristo es aprender a derribar muros y paredes.
Es aprender a hacer espacios más abiertos, más amplios, donde pueden caber todos aquellos que creen, sin hacer distinciones como las hacemos tan comúnmente, especialmente en estos tiempos de tanta polarización política.
Así que Cristo no separa ni divide, sino que unifica. Cristo fortalece lo que nos une, y no lo que nos separa. Hace énfasis en aquello que compartimos, y no en aquello que es causa de división entre nosotros.
La muerte de Cristo es un enorme magneto que nos atrae, que nos acerca, que nos precipita hacia la cruz con tal fuerza, que hemos quedado injertados al tronco, unidos, pegados a Cristo Jesús, y ahora compartimos con el Señor Jesús en su mismo destino de amar.
Compartimos su vida, porque separados de Cristo nada podemos hacer. De él nos viene la sabia viva que nos hace dar fruto, que es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Como ramas injertadas en el tronco, ahora participamos de la vida y la bendición que hay en él.
…aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades. (Efesios 2:15-16 Reina-Valera 60)
El Mesías ha hecho la reconciliación entre nosotros para que estemos juntos en esto, tanto los forasteros no judíos como los internos judíos. Derribó la pared que usábamos para mantenernos a distancia.
Derogó el código de leyes que se había vuelto tan severo con detalles en letritas pequeñas y notas al pie, que lo hacía todo más difícil, en vez de ayudar. En vez de ser bendición, esos reglamentos eran una carga pesada que nadie podía cumplir.
Luego el Señor comenzó de nuevo a crear. En lugar de continuar con dos grupos de personas separadas por siglos de sospecha y enemistad, creó un nuevo ser humano, una nueva humanidad, un nuevo comienzo para todos.
Cristo nos unió por medio de su muerte en la cruz. Su crucifixión hizo que nos podamos abrazar, y ahí en esa cruz está el final de nuestras hostilidades hacia personas que consideramos extrañas.
Cristo vino y les predicó la paz a los forasteros, y la paz, a los de adentro. Nos trató a todos como iguales, y así nos hizo iguales. Por él, ambos grupos compartimos el mismo Espíritu y tenemos igual acceso al Padre.
De manera que todo reglamento religioso que separa a la humanidad y que dificulta el acceso del ser humano a la divinidad ha quedado abolido, porque tiene su cumplimiento en la cruz de Cristo. A esto le llamamos “la primacía del Nuevo Testamento”.
Ya no tenemos que realizar sacrificios de ovejas ni ofrendas de paz. Ya no tenemos que hacer lavamientos ni rituales religiosos de purificación. En Cristo ya ha quedado cumplido todo aspecto ceremonial de la ley de Moisés.
Siempre seguirá vigente el aspecto moral de la ley, porque en ese aspecto, es ley eterna de Dios que nunca será removida, porque el cielo y la tierra pasarán, pero las palabras de Dios nunca pasarán.
Sin embargo, el aspecto ceremonial sí que ha perdido su vigencia, porque tenía la función de señalar hacia Cristo, y una vez realizado su perfecto sacrificio, ya no es necesario derramar la sangre de más ovejas ni bueyes para lograr el perdón y la reconciliación.
Pero en la muerte del Señor Jesús también debemos hallar la muerte de todos nuestros sentimientos de enemistad, odio, sospecha, y malicia hacia los que no son de nuestro grupo social, étnico, o religioso.
En la cruz murió toda ambición y competencia, todo pleito y rencilla. Por la cruz ahora se nos ha declarado la paz, y es nuestra responsabilidad aprender a vivir en paz.
Así, la violencia que sufrió el Señor Jesús en su crucifixión es suficiente y efectiva para terminar con toda violencia entre nosotros: hermanos, esposos, padres, hijos, vecinos, compatriotas propios y ajenos.
Y vino y anunció las buenas nuevas: paz para ustedes que estaban lejos y paz para los que estaban cerca, ya que por medio de él ambos tenemos acceso al Padre en un solo Espíritu. (Efesios 2:17-18 Reina-Valera Actualizada 2015)
Cristo vino y les predicó la paz a los forasteros, y la paz, a los de adentro. Nos trató a todos como iguales, y así nos hizo iguales. Por él, ambos grupos compartimos el mismo Espíritu y tenemos igual acceso al Padre.
Estas palabras de Pablo a los efesios están dirigidas a cristianos y cristianas que vivían en una situación de mucha división. La principal división era aquella que había por cuestión de raza y religión: judíos y gentiles.
Pablo coloca en el centro de su mensaje la obra de Dios para reconciliar a la humanidad. Nos pertenecemos unos a otros. No somos un “nosotros” y “ustedes”. Gracias a Cristo, ya no hay enemigos ni extraños, sino que en este mundo todos pertenecemos a una sola humanidad, y recibimos la misma invitación a formar parte de la humanidad nueva por la fe en Cristo.
Desde tiempos antiguos, la humanidad ha tenido miedo del otro. El extraño —el de color de piel distinta, de costumbres distintas, de creencias distintas— es una amenaza a nuestra seguridad, y hay que construir muros y tener mejores armas para defendernos del otro.
Así actúa el mundo sin Cristo. Pero el camino de Cristo es otro. Consiste en no tratar a nadie como enemigo, sino reconocer que el Dios creador de toda la humanidad, de ellos y nosotros, quiere habitar en nuestra humanidad y hacer de nuestra unidad su templo, su residencia, su lugar de encuentro.
Esta gran obra de reconciliación la ha realizado Dios por los seres humanos, y las tres divinas Personas de la trinidad están involucradas en esta gran misión: Por medio de JesuCristo el Hijo, todas las familias de la tierra tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu.
Gracias al evangelio (la historia de Cristo) se cumple plenamente la promesa dada a Abraham, de bendecir a todas las familias de la tierra. La trinidad es Dios haciéndose accesible a la humanidad.
Es Dios alcanzando. Es Dios salvando. Es Dios reconciliando y abriendo las puertas de su casa para que podamos entrar—todo aquel que en él cree, sin distinción de raza, lengua, tribu, pueblo o nación.
Sólo en Dios está nuestra reconciliación. JesuCristo vino a establecer la paz entre todos los que estamos divididos por muros de sospecha, hostilidad o arrogancia. Él se ofreció igualmente a ambos lados de cada división, sufriendo en la cruz por igual tanto por unos como por otros, para que en él podamos reconciliarnos con Dios y con los otros.
Pidamos al Señor que nos ayude a recordar de dónde venimos y qué es lo que él ha hecho por la humanidad. Que recordemos los desprecios sufridos para tener cuidado de no tratar con desprecio a nadie, ni dejar de darle bienvenida al otro en nuestra iglesia, en nuestra casa y en nuestro corazón.
Por lo tanto, ya no son extranjeros ni forasteros sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Han sido edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas, siendo Jesucristo mismo la piedra angular. (Efesios 2:19-20 Reina-Valera Actualizada 2015)
En todo este capítulo 2 de Efesios el tema ha quedado bastante claro. Ya no somos exiliados que vagan de un lugar a otro. Ahora este reino de fe es nuestro país original. Ya no somos extraños o foráneos. Pertenecemos a la familia de Dios, con tanto derecho como cualquiera a llamarnos cristianos.
Tenemos el mismo derecho de acceso junto con todos los santos, los hombres y mujeres de la fe, que conforman una gran nube de testigos que nos miran correr la carrera cristiana hoy.
Dios está construyendo su hogar, su templo. Y nos está incluyendo a todos, independientemente de cómo hayamos llegado hasta aquí. Puso como cimientos el testimonio de los apóstoles y profetas.
Ahora está usándonos, encajándonos como ladrillos en su construcción, piedra por piedra, con Cristo Jesús como la piedra angular que mantiene juntas a todas las partes de la edificación.
El Señor Jesús pagó el precio de la reconciliación entre todos los seres humanos, para hacernos a todos miembros de una sola familia de Dios. En su muerte se eliminó el abismo que nos separaba de Dios. Y este acceso a Dios también tiene el efecto de relativizar toda separación entre nosotros como seres humanos.
En Cristo Jesús se derrumban todos los muros de separación y se construye un nuevo templo, una nueva casa espiritual, edificada sobre el testimonio de los profetas de Israel y de los apóstoles de Cristo.
A diferencia del templo de Jerusalén, este nuevo templo espiritual no contiene secciones de separación entre judíos y gentiles, hombres y mujeres, y esclavos y libres.
Este gran proyecto de construcción espiritual, del que formamos parte gracias a la bondad de Dios en Cristo Jesús, nos constriñe hoy a vivir nosotros también derribando muros, en lugar de construyendo divisiones. No debemos gastar recursos en hacer más divisiones. Ni pensar, ni enseñar, ni invertir en las divisiones, sino en la formación de un nuevo pueblo por la fe.
¿De quiénes nos queremos separar, y a quiénes queremos mantener lejos de nuestro círculo de relaciones? ¿Y cómo interpretamos la historia humana a la luz de la historia de Cristo?
Que el Señor nos ayude a derribar los muros de hostilidad entre nosotros, y a proclamar la paz, con compasión hacia todos y atentos a aquello que nos sigue dividiendo: los puntos ciegos donde nosotros mismos somos parte del problema en lugar de ser parte de la solución.
En él todo el edificio, bien ensamblado, va creciendo hasta ser un templo santo en el Señor. En él también ustedes son juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu. (Efesios 2:21-22 Reina-Valera Actualizada 2015)
Dios tiene un plan para la creación entera, de reunirlo todo bajo el mando de Cristo. Quienes hemos creído en Cristo somos ensamblados en un solo edificio, un solo templo santo. Esto significa que quienes formamos parte de ese templo santo debemos estar reconciliados como un solo pueblo.
Ya no hay un “nosotros” y un “ustedes”, que son enemigos, sino que por el Espíritu hay reparación de lo roto y sanidad de las heridas; se recupera lo que se había perdido y se restaura lo que se había destruido.
En la vida diaria debemos ser reconciliadores. No sólo entre los nuestros—los de la misma familia, sino especialmente en situaciones donde hay división y hostilidad. La polarización separa y descalifica a los del otro grupo.
Cristo, en cambio, edifica un templo santo, bien unificado y ensamblado. Murió por los de un grupo y también por los del otro, para hacer que los que eran enemigos ahora sean hermanos.
Esto quiere decir que en todo lugar donde haya cristianos, éstos funcionan como catalizadores de la reconciliación, y buscadores de un mejor futuro. “Sin perdón no hay futuro”, decía Nelson Mandela.
En la obra redentora de Dios no hay exclusión. Por ningún lado se detecta la idea de eliminar a los que son diferentes, a los que tienen opinión distinta. La solución no consiste en hacer desaparecer al otro grupo, sino en la edificación de una nueva morada espiritual de Dios por medio de Cristo Jesús.
Este mensaje de Efesios 2 sobre la reconciliación de dos bandos y la construcción de un nuevo templo espiritual en donde ya no haya barreras de separación sigue siendo muy vigente el día de hoy.
En la resurrección de Jesús, Dios ha declarado la victoria y nuestra esperanza es muy cierta. Ya tenemos las grandes riquezas que hay en Cristo Jesús y ya estamos sentados en lugares celestiales. El futuro está asegurado para siempre. Por eso, hoy y aquí vamos a responder a la iniciativa del Espíritu Santo, que quiere darnos la paz y la reconciliación –individual y social, no sólo a “nosotros”, sino también a “ellos”.
Por la fe en Cristo, Dios quiere rescatarnos a todos. No sólo a nosotros, que creemos que somos “los buenos”, sino también a los otros, a quienes vemos como malvados, ingratos e indignos.
Porque delante de Dios todos éramos así: indignos, ingratos y malvados, pero su misericordia es tan grande que, en Jesús, Dios nos alcanzó y nos rescató por igual a nosotros y a ellos.
Padre santo: ilumínanos para identificar los retos de reconciliación que tenemos, para poder ser tu templo santo. Señor JesuCristo: edifícanos ensamblados en ti para responder valientemente a las situaciones de división. Espíritu Santo: rodéanos y fortalécenos para amar y servir a Dios como su morada en el mundo. Amén.
1. Niebuhr, Reinhold. The Irony of American History. Scribner’s Sons: Nueva York; 1952. Pág. 62
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