Dios es uno que vive eternamente como tres. Es un Dios-en-relación. Y nosotros somos pueblo hecho a imagen y semejanza de ese Dios.
Entonces me dijo: —Profetiza a estos huesos y diles: “Huesos secos, oigan la palabra del SEÑOR… Profetiza, oh hijo de hombre, y di al espíritu que así ha dicho el SEÑOR Dios: “Oh espíritu, ven desde los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos, para que vivan”.
(Ezequiel 37:4, 9 Reina-Valera Actualizada 2015)
El Espíritu que nos humaniza y nos dignifica, y nos hace poner en primer lugar el amor, la bondad y la generosidad, es el Señor que lo creó todo, y que es protagonista siempre que aparece algo nuevo en la historia.
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La visión del valle de los huesos secos en Ezequiel 37 nos presenta un panorama totalmente desolador. No hay vida, sino muerte.
Dios quiere enseñarle algo a Ezequiel, y también a todos nosotros, sobre los ingredientes indispensables para recuperar la vida y ser el pueblo de Dios.
El primer ingrediente es la Palabra de Dios. Y el otro es el Espíritu. Así como Palabra y Espíritu crearon todo lo que existe, también son los dos ingredientes que conforman al pueblo de Dios y lo facultan para ser su ejército de vida.
Dios le ordena al profeta que hable la Palabra, que profetice. En la Biblia, profetizar no es meramente adivinar el futuro. De hecho, la curiosidad insana sobre el futuro va en contra de la voluntad de Dios (Lev 19:26). Los adivinos sólo dan consuelos vanos (Zac 10:2).
En las advertencias de Dios sí hay predicción, pero eso que se predice son sólo las consecuencias lógicas de seguir un mal camino, como la madre que advierte a su hijo: “Si sigues así, vas a terminar mal…”
Pero, entonces, bíblicamente hablando, profetizar no es adivinar el futuro, sino hablar la Palabra de Dios. Es hablar de parte de Dios. Por eso, predicar es profetizar. Y la función de predicar es dar la Palabra que dignifica, humaniza, endereza, construye y edifica el corazón.
Cuando el profeta da la Palabra, los huesos se juntan unos con otros y se cubren de carne y piel, pero no tenían espíritu. Quiere decir que la predicación no es suficiente por sí misma, sin la presencia del Espíritu, el segundo ingrediente.
Sólo la Palabra, sin el Espíritu, es como la mitad de una tijera. No cumple los propósitos de Dios. Si vivimos sólo con las Escrituras, pero sin el Espíritu, no tenemos la vida, la intención, ni el carácter de Aquel que pronunció la Palabra.
Quedarse sólo con el texto, con la letra muerta, hace que nuestra vida se convierta en un intento de cumplir estrictamente los mandamientos, como un afán fariseo de apariencias de santidad, cuando por dentro hay toda clase de corrupción en el corazón.
…Como si aprender de memoria la Biblia fuera suficiente, pero no lo es; porque falta el Espíritu. Y, sin embargo, tampoco sería suficiente buscar sólo al Espíritu, sin conocer la Palabra.
El Espíritu y la Palabra realizan los buenos propósitos de Dios en el mundo y en la historia. Funcionan como las dos hojas de una tijera. Cada una por separado y por sí sola no logran cortar. Se necesita que funcionen en colaboración: Espíritu y Palabra, Palabra y Espíritu, para realizar los buenos planes de Dios en nuestra realidad.
El Espíritu por sí solo no es suficiente para que vivamos y seamos un ejército para Dios. Para quienes quisieran vivir sólo con el poder del Espíritu, y sin la dirección de la Palabra, deben saber que no es suficiente.
Sería un cristianismo incompleto, que se basa sólo en “las manifestaciones del Espíritu”. Eso sería vivir la vida sólo como una pulsión. Pulsión de vida, pulsión de muerte, impulso y pasión desenfrenada, que no atiende al mandamiento que viene de Dios.
Dios ha hablado, y ha dado su Palabra. Y lo que Dios ha dicho es la luz para nuestro camino. Es una lámpara para nuestros pies. “Forastero soy yo en la tierra; no encubras de mí tus mandamientos” (Sal 119:19).
Como yo no sé cómo vivir sobre este mundo, necesito la luz de la Palabra de Dios. Pero necesito que la Palabra haga tijera con el Espíritu.
La Palabra me enseña qué es lo bueno y lo malo, lo que me dignifica como ser humano, las cosas que Dios ha dicho para ponerme límites buenos, para mi propio beneficio, para vivir sana, alegre y correctamente. Y el Espíritu me capacita para cumplir ese mandamiento.
No sabemos cómo vivir porque somos forasteros en esta tierra. Le rogamos a Dios: “No encubras de mí tu Palabra”. Necesitamos conocer la Palabra de Dios; que Dios nos enseñe sus mandamientos, que nos enseñe cómo el hombre y la mujer se deben respetar mutuamente, y cómo nos debemos tratar unos a otros.
Los mandamientos de Dios son buenos. Son nuestro verdadero alimento, porque “no sólo de pan vivimos, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.
Por eso no debemos vivir sólo un cristianismo de Espíritu, sin atender a la Palabra. Así mismo no es deseable vivir un cristianismo sólo de Palabra y mandamientos, sin contar con la intención, el corazón y la vida de Aquel que pronunció el mandamiento. Así actúa Dios en nuestra vida y en nuestro mundo, con el Espíritu y la Palabra funcionando como una tijera divina en nosotros.
Desde el primer párrafo de la Biblia aparece la santísima trinidad. Dios el Padre lo creó todo por medio de sus dos agentes en el mundo: El Espíritu creador y la Palabra creadora.
Dios pronunció su Palabra creadora, mientras el Espíritu Santo estaba encima de un gran océano primigenio, revoloteando vida sobre las aguas del abismo. El Espíritu y el Verbo de Dios en la creación formaron toda la maravillosa diversidad de seres vivos.
Todos los reinos: animal, vegetal, protista, monera y fungi… Los hongos, los insectos, los protozoarios, las bacterias, las algas, las coníferas, los mamíferos, los vertebrados, los invertebrados, los moluscos, los crustáceos, los primates… todos los seres vivos son obra de la maravillosa creación de la Palabra y el Espíritu de Dios.
Y nuestro corazón palpita con la fuerza que le da el Espíritu. El Señor nos crea por medio de su Palabra y de su Espíritu.
En la Biblia, siempre que hay una creación de algo nuevo, está el Espíritu Santo como protagonista. El Señor Jesús, la Palabra encarnada, un nuevo ser humano, distinto y único, fue concebido por obra del Espíritu Santo.
Jesús era un espécimen nuevo en la humanidad. Antes de él no hubo nadie como él, ni lo hubo tampoco después. Su nacimiento fue sobrenatural, pues nació de una mujer virgen. Ningún otro ser humano ha nacido así.
En la gestación de este nuevo ser humano, en Jesús, está la obra del Espíritu Santo. No se trata de la creación del Hijo eterno de Dios, sino de la concepción del Verbo encarnado, el bebé Jesús en el vientre de la virgen María. Este nuevo ser humano, modelo y cabeza de la nueva humanidad, fue obra del Espíritu Santo.
También la iglesia fue creada por el Espíritu Santo. En aquel día de Pentecostés, el Espíritu sopló sobre los 120 discípulos. La cifra 120 es indicadora del pueblo que Dios está formando por su Palabra y por su Espíritu. Son los doce discípulos. Somos nosotros, que seguimos siendo doce y ciento veinte, de manera simbólica, porque como aquellos doce, hemos escuchado su Palabra de invitación: “Sígueme”, y como aquellos doce, por su Espíritu hemos sido capacitados para dar testimonio de que Cristo está vivo. El Espíritu y la Palabra crearon algo nuevo: la iglesia.
A diferencia de aquellos que intentaban construir una torre en Babel, y que no se entendían unos a otros, por la confusión de las lenguas, en el primer Pentecostés, a pesar de provenir todos de distintas partes del mundo, la obra del Espíritu es que todos pudieron escuchar y entender las maravillas de Dios en su propia lengua.
Por el Espíritu podemos entender la maravilla del evangelio, de la Palabra de Dios: Dios nos ama, tiene un plan maravilloso para nuestra vida. Dios quiere reconciliarse con nosotros.
Nos extiende sus manos en JesuCristo y en el Espíritu, para ser amigo nuestro. Dios tiene un futuro bueno para nosotros, y esto lo podemos entender perfectamente en castellano, gracias al Pentecostés.
De modo que el Pentecostés no es confusión de lenguas incomprensibles, sino al contrario. Es comunicación abierta: Dios habla nuestro propio idioma.
El Espíritu y la Palabra no sólo son los agentes por los cuales Dios nos ha creado. También Dios nos re-crea. Nos vuelve a crear. Nos da nueva vida, regeneración y nuevo nacimiento, por el Espíritu y la Palabra de vida, la Palaba hecha carne en el Hijo JesuCristo.
Tal vez hemos conocido mejores tiempos, y nos quedan recuerdos. Tal vez ahora sólo queda un montón de huesos secos. Sentimos que todo pasó. Que ya no hay esperanza para nosotros. Se derrumbaron nuestros planes como castillos de arena. Tal vez sentimos que se ha desplomado nuestro futuro. Tal vez algo ha ocurrido. Una tragedia que nos ha dejado como huesos secos: sin esperanza, sin alegría, desconsolados.
Pero el Espíritu y la Palabra nos re-crean. Vienen y nos llaman a volver a vivir. El Señor Jesús nos dice: “Toma tu lecho y anda”. “Ve a lavarte al estanque”. “Effata –ábrete”. “Sígueme”. Su palabra es de esperanza y de vida. Esta palabra nos reconstruye: “Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel al ponerme en el ministerio” (1 Ti 1:12). Nos re-dignifica y nos re-crea. Este valle de huesos secos tiene futuro. Dios tiene bendiciones preparadas para nuestro hoy y para nuestro mañana. Vamos a ver lo que el Espíritu hará en torno nuestro, por la Palabra de Cristo. Así como aquella niña que estaba muerta, y Jesús entró –junto con sus padres, con Pedro, Jacobo y Juan a su recámara. Se sentó al lado de la cama, tomó de la mano a la niña muerta, y le dio vida: “Muchacha, levántate”.
El enemigo estaría más interesado en que a una joven le venga la muerte y la corrupción. Pero el Señor Jesús trabaja para darnos vida y salud por su Espíritu y su Palabra.
Demos gracias al Señor porque nos crea y nos vuelve a crear. Queremos ver sus manifestaciones de esperanza, generosidad y sencillez: la senda de la santidad y la justicia.
Creemos que Dios es uno, y que vive, ha vivido y vivirá eternamente como tres. Dios es una relación divina. Como Dios es amor, no puede existir en la soledad.
Eternamente, Dios ha existido siempre en relación, porque así es como se manifiesta el amor. Utilizando las limitaciones de nuestro lenguaje, que representa sólo aquello que conocemos, y de lo que podemos hablar, hemos dicho que esa relación es la de Padre-Hijo-Espíritu.
De todas las relaciones que conocemos, hemos identificado la relación entre padre e hijo como aquella que nos describe mejor la relación que existe en la divinidad.
Esto es así porque esta relación (la del padre) es aquella que requiere de la mayor cantidad de gracia. Para empezar, la relación del padre con el hijo no está basada en un hecho natural, porque los padres no gestamos al bebé, de modo que no hay un lazo biológico evidente como lo hay en el caso de la madre.
Por eso, la relación del padre tiene que estar basada en la aceptación de gracia. Y a lo largo de la vida, la relación del padre también requiere de mayor gracia.
Por eso hablamos así de Dios. Porque el amor entre las tres divinas personas no es algo que esté basado en la naturaleza, sino en la gracia.
Al tener un hijo, nos vamos dando cuenta por qué hablamos así de la relación eterna que hay en Dios. No decimos que haya habido un tiempo en que Dios no fuera Padre, un tiempo en que el Hijo no existiera. Porque Dios es Padre eterno; esto quiere decir que siempre ha estado en relación con el Hijo, con el lazo fortísimo del Espíritu Santo. Y el Hijo es Hijo eterno, y esto quiere decir que nunca hubo un tiempo en que no fuera Hijo.
Una de las cosas más importantes de la relación divina en Dios es que nosotros hemos sido hechos a su imagen y semejanza. Es decir, que nuestra vida se ha de vivir en relación.
Que “el sendero que ahora caminamos no se debe andar en soledad”. Que no es bueno que el hombre esté solo. De modo que la familia y la iglesia son relaciones que reflejan el tipo de relación que existe en Dios.
Hay quienes se imaginan una relación jerárquica en Dios. El Padre por encima de todo, y el Hijo y el Espíritu como si tuvieran menor categoría, menor valor, o menos divinidad.
Y como se imaginan así a Dios, piensan que también la familia, la iglesia y la sociedad deben estar organizadas así, jerárquicamente. Pero en Dios las cosas son muy diferentes a como las imaginamos nosotros.
Dios es uno que vive eternamente como tres. Es un Dios-en-relación. Y nosotros somos pueblo hecho a imagen y semejanza de ese Dios. Por lo tanto es importante precisar cómo es la relación que hay en Dios, porque así es la relación que debe haber entre nosotros.
Es una relación de amor, de servicio mutuo, de mutua honra y de sumisión mutua. No es una dictadura en la que hay un solo poderoso que concentra toda la autoridad, y los demás le están sujetos, sino que, según el testimonio del Nuevo Testamento, se nos presenta una relación divina que realmente es sorprendente:
El Hijo honra al Padre, y siempre hace lo que le agrada al Padre. Cumple su voluntad en toda obediencia y fidelidad (Juan 8:29), y el Hijo también honra al Espíritu.
Él enseñó que cualquier ofensa contra el Hijo del hombre sería perdonada, pero no así la blasfemia contra el Espíritu Santo (Mateo 12:31). Así, el Hijo se puso a sí mismo como un respetuoso servidor del Espíritu. El Hijo se nos presenta como una persona divina que trabaja para el Padre y para el Espíritu.
Pero el Espíritu también honra al Hijo, pues su función no es promoverse a sí mismo, sino poner al Hijo JesuCristo como Señor (1 Corintios 12:3).
Así mismo, el Espíritu honra al Padre, porque todo lo que habla es en su representación (Mateo 10:20), y es el Espíritu quien nos abre camino y nos conduce hacia el Padre (Efesios 2:18). El Espíritu se nos presenta como una persona divina que trabaja para el Padre y para el Hijo.
Y tal vez lo más sorprendente que nos revela el Nuevo Testamento es que también el Padre honra al Hijo, y le ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra (Mateo 28:18).
El Padre se ha dado a la tarea de vencer a los enemigos del Hijo, mientras éste espera sentado al lado derecho del trono celestial (Hebreos 1:13). El Padre le ha dado toda su gloria al Hijo, y con esa gloria regresará a la tierra algún día (Mateo 16:27).
Además, el Espíritu tiene toda la autoridad divina del Padre, y no sólo una porción menor. Así lo demuestra el episodio de Ananías y Safira, cuya grave ofensa fue contra el Espíritu (Hechos 5:3-4).
De modo que vemos que la relación que ha existido eternamente dentro de la divinidad no es una dominación por la fuerza, ni una tiranía triste y deprimente. Es más bien una fiesta de alegría, como una ronda infantil.
Es el cumplimiento de lo que dice Romanos 12:10: “en cuanto a honra, prefiriéndose los unos a los otros”. Y en concordancia con esa imagen divina, así deben ser nuestras relaciones en la familia y en la iglesia.
Rogamos al Dios-en-relación que nos enseñe a vivir así: en una comunión de amor. Que nos bendiga hoy con oportunidades de vivir a su imagen y semejanza, en actitud de servicio y sumisión mutua. Amén.
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