Dios tuvo que actuar para preservar a la humanidad, con la misma precisión quirúrgica que actúa el cirujano al extirpar un tumor maligno.
Una de las historias bíblicas más ridiculizadas por el escepticismo del hombre moderno es, sin duda, la del diluvio de la época de Noé. Aparentemente, el sexto capítulo de Génesis se refiere a cosas inverosímiles.
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El Dios creador, que lo sabe todo y todo lo puede, resulta, que se arrepiente de haber creado al ser humano, le “duele en su corazón” y decide eliminarlo de la faz de la tierra por medio de una gran inundación.
¿Es que acaso desconocía cómo era el hombre y lo que iba a suceder? ¿Tiene sentido la idea del arrepentimiento divino? ¿Cómo pudo un arca, por grande que fuera, salvar a la familia de Noé y a todas las especies de la tierra? ¿Fue una inundación local o global? ¿Qué extensión geográfica alcanzaba la humanidad en esa época? Etc., etc.
En este y otros trabajos posteriores, intentaremos aproximarnos a tales cuestiones desde la razón y las herramientas que nos proporciona la ciencia, pero sin olvidar nunca los argumentos bíblicos, ni los certeros juicios divinos.
En primer lugar, cuando la Biblia dice: Y se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón (Gn. 6:6), le está asignando una cualidad humana a Dios para explicarnos cómo se sentía el Creador a causa del pecado del hombre.
La idea es comunicar a las personas el profundo dolor que Dios experimenta por culpa de la maldad humana. La Escritura presenta a un Creador personal muy cercano al ser humano que nos conoce profundamente y sufre con nuestras transgresiones.
Es evidente que, si Dios lo sabe todo, si es eterno e inmutable, no va a cambiar de opinión, en el sentido de arrepentirse de algo, o de reconocer que estaba equivocado.
A nosotros puede parecernos que cambia de opinión, desde nuestra perspectiva finita y temporal. Sin embargo, desde su visión eterna, Dios no cambia. Lo que ocurre es que sólo se puede comunicar con el hombre por medio de una revelación antropomórfica.
Es decir, hablándonos en términos humanos temporales que podamos entender. Rebajándose hasta nuestro nivel de comprensión. Dios no se sorprende nunca de nuestras decisiones porque las conoce desde la eternidad. Él hace que todas las cosas contribuyan a sus planes eternos y a su voluntad suprema, en la cual no hay mudanza, ni sombra de variación (Stg. 1:17).
A pesar de todo, sabiendo de antemano cómo íbamos a actuar, el Creador nos diseñó a su imagen y semejanza. Asumió el riesgo de crearnos como seres libres porque tenía un plan para la redención de la humanidad. Dicho plan lo llevó a cabo su hijo Jesucristo, quien siendo inocente pagó por el pecado de la humanidad.
Según la Biblia, el problema que originó el juicio divino del diluvio fue el aumento excesivo de la maldad humana sobre la tierra (Gn. 6:5). Se trata del pecado de desobediencia a Dios que siempre desemboca en muerte y destrucción.
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Tal como reconoce el apóstol Pablo: “como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12).
Esta es la triste condición con la que nace toda criatura humana, la tendencia constante a rebelarse contra la voluntad y autoridad de Dios.
Hay muchas clases de pecado y muchas maneras diferentes de cometerlo, pero todas se deben a esta misma inclinación innata del hombre y la mujer.
Además, el pecado no sólo ofende al Altísimo, sino que también perjudica a la propia persona que lo comete y a quienes se relacionan con ella. La Escritura dice claramente que “los que aran iniquidad y siembran injuria, la siegan” (Job 4:8). Esto significa que la maldad, tarde o temprano, alcanza también a quien la provoca y a sus allegados.
El primer capítulo de la carta de Pablo a los Romanos define muy bien en qué consiste el pecado y la culpabilidad del ser humano. Las cosas que no conviene hacer provienen generalmente de una mente reprobada que no tiene en cuenta al Creador.
La ira de Dios se desata siempre que los hombres detienen injustamente la verdad y esto ocurre porque el ser humano no está en sintonía con el Sumo Hacedor.
La ira divina no debe entenderse como una emoción similar a la ira humana. Cuando las personas sentimos ira, ésta puede llevarnos fácilmente a la pérdida del control o del dominio propio y a adoptar actitudes egoístas que después podemos lamentar. Sin embargo, la ira de Dios es otra cosa diferente. Es la oposición firme y radical ante el mal, venga de donde venga.
Se trata de la resistencia divina al pecado. Es la contrapartida de su inmenso amor. Dios ama el bien, pero odia el pecado y el mal que éste genera.
La ira divina va contra todo lo que deshumaniza, contra lo que destruye a la persona e impide que ésta llegue a ser como Él quiere que sea. Pecar es equivocarse, es como errar el blanco o no alcanzar la meta correcta para la que fuimos creados.
En la carta a los Romanos, Pablo afirma también que, cuando no se tiene en cuenta a Dios para nada, fácilmente se puede adoptar una mentalidad reprobada, perversa o maligna que conduce a la persona a cometer actos que no convienen (Ro. 1:28-32).
Por desgracia, esta es una realidad que se puede constatar a diario en la vida de tantas personas que no creen en Dios. Su mente réproba les conduce a cometer acciones injustas, a la avaricia, la corrupción, el libertinaje sexual, la mentira, la envidia, la injuria, la soberbia, la deslealtad, la violencia, etc. y a complacerse con quienes viven y actúan como ellos. Quizás sin ser conscientes de esto, son usados por el poder del mal para hacer daño a la sociedad y conducir a otros por sus mismos caminos equivocados.
Esto fue lo que ocurrió también al principio, después de la creación del ser humano, cuando el mal se extendió sin control sobre la tierra, amenazando los planes divinos de manera irreversible.
Dios tuvo que actuar para preservar a la humanidad, con la misma precisión quirúrgica que actúa el cirujano al extirpar un tumor maligno.
La justicia divina se manifestó por medio del diluvio y sólo sobrevivieron Noé y su familia. Su intervención fue crucial para que la raza humana no se extinguiera por culpa del propio hombre y para que el plan último de Dios arribara a feliz término.
De la misma manera, el apóstol Pablo confiesa con sinceridad que, antes de conocer a Cristo, el pecado de la codicia le engañó y le mató espiritualmente (Ro. 7:8-11).
Además, la Escritura dice que las consecuencias negativas del pecado pueden llegar a extenderse también a los descendientes durante generaciones (Ex. 20:5), así como a los animales domésticos y a otros bienes materiales.
En la época del Antiguo Testamento, Dios actuaba castigando el pecado y la maldad del hombre de manera directa, como un juez que emite un veredicto certero e inmediato. Así fue como se produjo el diluvio relatado en Génesis.
Sin embargo, hoy, el Creador nos juzga a través del sacrificio de Cristo en la cruz, que nos liberó definitivamente de las consecuencias negativas del pecado.
El Nuevo Testamento afirma que, después de Jesucristo, los creyentes reciben el Espíritu Santo que les capacita para resistir el poder del mal y, tal como escribe Pablo, Dios “nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones” (2 Co. 1:22).
De manera que todos los que han oído la Palabra de verdad, el Evangelio de Jesucristo, que han creído en él y esperan en el Señor Jesús, han sido ya sellados con el Espíritu Santo para alabanza de su gloria (Ef. 1:12-14) y han pasado de muerte a vida. No existe ninguna otra posibilidad de salvación para la criatura humana.
El hombre no posee ningún otro recurso para salvarse a sí mismo, para pasar de muerte a vida, ni para vencer el mal con el bien, si no es por medio de la gloriosa sangre de Cristo.
A primera vista, puede parecernos que Dios fue injusto al exterminar a casi toda la humanidad prediluviana, pero esto es porque trasladamos erróneamente nuestra ética humana y nuestras prescripciones morales al Creador.
Sin embargo, dicha extrapolación no es legítima. Él es el autor de toda vida y, por tanto, posee la prerrogativa divina de tomarla en el momento que quiera. Él sabe cuántos minutos exactos durará cada existencia.
En cambio, cuando el hombre comete homicidio y usurpa la vida de otro ser humano está haciendo algo ilegítimo que no le corresponde. Todas las vidas le pertenecen exclusivamente a Dios.
Es significativo el hecho de que estemos mucho más dispuestos a aceptar el amor de Dios que su justicia perfecta. No obstante, se trata de las dos caras de la misma moneda. Él es bueno y, a la vez, justo. No puede ser lo uno sin lo otro.
Él creó un mundo que era bueno en gran manera, con el fin de que todos los seres vivos existieran en armonía con la creación. Su intención era que el hombre los cuidara, se relacionara con el Creador y actuara como su representante en la Tierra.
Sin embargo, la humanidad desobedeció y alcanzó un nivel de maldad y corrupción moral que ponía en peligro su propia existencia y, por tanto, el proyecto divino.
Dios poseía todo el derecho de sentenciarla a muerte por medio del diluvio puesto que, al ser el juez supremo, tenía competencia sobre la vida y la muerte de todo ser creado.
Si nos parece desmesurado dicho castigo, quizás sea porque no valoramos la gravedad del pecado, tal como lo hace Dios. Hoy también vivimos en sociedades donde abunda la maldad e incluso, a veces, ésta llega a institucionalizarse.
Semejante convivencia cotidiana con el mal y el pecado contribuye a cauterizar las conciencias y a que éste se vea como aceptable o no tan grave.
Sin embargo, tal como escribe Pablo, se trata de una estrategia diabólica. Un “lazo del diablo” que mantiene cautivas a las personas (2 Ti. 2:24-26). Por tanto, la misión del cristiano debe seguir siendo hoy la corrección con mansedumbre de aquellos que se oponen al Evangelio, “por si quizás Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad”.
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