Cristo hizo que ahora vivamos “desde adentro” de Dios, escondidos en Dios. Por lo tanto, tenemos que vivir de una cierta manera, resucitada.
Si ya resucitamos, pongamos la mira en la paz y el perdón, en la alegría y la gracia de Dios.
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Así que, si de verdad quieren vivir esta vida nueva de resurrección con Cristo, actúen como tal. Busquen las cosas sobre las que Cristo preside. No se arrastren, con la vista fija en el suelo, absortos en lo que tienen delante. Miren hacia arriba y estén atentos a lo que sucede alrededor de Cristo; ahí está la acción. Vean las cosas desde su perspectiva.
Su vida vieja está muerta. Su vida nueva, que es la verdadera –aunque invisible a los ojos de los demás— está con Cristo en Dios. Él es su vida. Cuando Cristo (su vida real, recuerden) vuelva a aparecer en esta tierra, también aparecerán ustedes: su verdadero ser, el glorioso. Mientras tanto, conténtense con mantener un perfil bajo, como Cristo. (Colosenses 3:1-4 The Message)
La resurrección de Cristo tiene una implicación cósmica, que a su vez desemboca para nosotros en una tremenda implicación ética. Al resucitar, Jesús no sólo volvió a esta vida, sino que inauguró un tipo de existencia glorificada, que se parece a esta vida, pero es diferente porque no muere jamás. Es una existencia sin enfermedad, sin dolor, sin estar sujeto a las fuerzas naturales del deterioro, el decaimiento, la debilidad, la corrupción y la muerte.
Además, por su resurrección, el Señor Jesús ha sido exaltado y está sentado a la derecha de Dios. No está a los pies del trono de Dios, sino al lado suyo. No sólo volvió a vivir, sino que ocupa el lugar de mayor poder en todo el cosmos, al mismo nivel que Dios mismo, porque es Dios mismo.
Después de cumplir su trabajo de rescate al mundo y a toda la creación, Jesús fue sentado a la derecha del Padre. Esa es la implicación cósmica de la resurrección. Jesús resucitado es Señor de señores y Rey de reyes. No hay ningún otro poder por encima de él. Toda potestad le ha sido dada en el cielo y en la tierra. Él es el todopoderoso, el todo-gobernante.
En su misión redentora, por su vida y su muerte, Cristo logró el perdón de nuestros pecados, el pago de nuestras culpas, el precio de rescate de nuestra esclavitud… Cualquiera de las interpretaciones que encontramos en el Nuevo Testamento sobre la muerte de Cristo nos hacen adorarle y cantar aleluyas a su nombre.
Pero al estar en el abismo, en el lugar de los muertos, al entrar al territorio de la muerte y salir victorioso de ahí, Cristo hizo algo que dejó para siempre inválida a la muerte. Entró al “cuarto de máquinas” de la muerte y cortó los cables. Saboteó su poder mortal. Desactivó su poder mortífero.
Esta realidad de la resurrección es lo que ha hecho que a lo largo de la historia los cristianos vivan sin miedo a la muerte. Con gozo enfrentan el martirio, y sin sentirse aterrorizados entran en la presencia de su Señor con alegría, porque dicen: “Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia”.
En cada uno de quienes creemos en el Señor Jesús se cumple la palabra que él dijo: “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Jn 11:25). El que cree en Cristo no muere jamás. Aunque pasa por la experiencia de partir de aquí y llegar a la presencia del Señor, los primeros cristianos simplemente decían que eso es “dormir en el Señor”. Reconozcamos que más grande que todo poder y dominio de violencia, mentira y muerte, hay un poder superior, que es el poder del amor de Dios.
Toda persona que cree en Cristo tiene la vida eterna, y cuando muere sólo “está durmiendo”, esperando la resurrección de su cuerpo. Sin embargo, hay otro tipo de muerte que es más importante. Es la muerte al pecado. Es tomar en serio la invitación de Cristo a seguirle y a caminar en su senda de santidad. Esa será la segunda implicación de la resurrección, que veremos más delante.
Aunque la muerte ha recibido un golpe definitivo para ser derrotada, gracias a lo que Dios hizo en la cruz de Cristo y en su tumba vacía, hoy todavía se miran por doquier las manifestaciones de sus coletazos finales.
Las fuerzas de la muerte están todavía muy activas en nuestro mundo. Hay mucha gente que sufre. Hay mucho crimen y violencia. Hay enfermedades graves, que nos debilitan y nos tumban durante semanas y meses, y hasta pueden acabar con la vida.
Todos hemos sido testigos de la crueldad humana, y hemos visto cómo actúa la muerte como si todavía tuviera mucho poder, como si fuera la realidad máxima de la existencia, como si fuera la muerte la que ha recibido “toda potestad en el cielo y en la tierra”.
La muerte se manifiesta de muchas maneras. No solamente en los bombazos contra inocentes y en los campos de exterminio. También se manifiesta cuando uno le miente a su hermano, traiciona su confianza, le pone zancadillas o le da una puñalada por la espalda, destruyendo su amistad.
Cuando algún joven o señorita mira el horizonte de su vida todo contaminado y ve que lo que viene no le infunde esperanza, cuando lo que le depara el día de mañana no le inspira a vivir, a dar pasos hacia adelante, a abrir las puertas del mañana (las oportunidades que Dios le ofrece para vivir en su camino como joven o señorita), es porque esas son manifestaciones de las fuerzas de la muerte.
Todavía la muerte anda dando coletazos finales entre nosotros el día de hoy. Pero en la resurrección de Cristo reconocemos que Jesús desactivó ese poder de la muerte, y por su Espíritu Santo es posible vivir “escondidos en Dios”. Es Cristo quien tiene la palabra final de la historia; no la muerte. Es Cristo quien es Rey de reyes y Señor de señores, exaltado por sobre toda potestad.
Entonces, si en serio queremos vivir esta vida nueva con Cristo, debemos entrar en la implicación ética de la resurrección: Buscar aquello en lo que Cristo reina, ver las cosas desde su perspectiva.
El Señor Jesús ha resucitado, verdaderamente. Ha logrado desactivar el poder de la muerte y ha sido exaltado para tener la palabra final de toda la historia. Esto implica que quienes creemos en él hemos de caminar en vida nueva, por el poder de la resurrección. Nosotros participamos en la historia de Cristo.
En el Evangelio según Mateo se incluye a dos ciegos –uno Bartimeo, y el otro es el creyente que lee la historia. Estamos involucrados en el Evangelio. Jesús liberó de las fuerzas del diablo a dos gadarenos. Uno de ellos eras tú, y era yo. Nosotros también crucificamos a Jesús y gritamos: “Danos a Barrabás”.
Y también, de alguna manera, morimos en la cruz, y resucitamos con Cristo. Estamos presentes en la resurrección. Así como dice Pablo, que “como a un abortivo” también se le apareció a él, hay que apropiarse del evento de la resurrección de manera personal. Es lo que proclamamos con nuestro bautismo: Unidos a Cristo en su muerte y resurrección.
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Cristo resucitó y eso nos compromete a vivir de una manera nueva. Afirmar que Cristo ha sido exaltado hasta el trono más alto de todos es afirmar que nuestra vida ahora también ha resucitado. Nos comprometemos con lo que significa el triunfo de Cristo.
Nuestro objetivo de vida ahora ya no consiste en “las cosas de la tierra” que son simplemente todas aquellas cosas que son motivadas por el egoísmo y el deprecio hacia Dios. Ahora tenemos otro patrón de conducta: buscar “las cosas de arriba”.
Nuestros días en la tierra deben ser una inversión, deben estar dedicados a aquello que sí permanecerá, según la victoria de la tumba vacía. Nuestras palabras, iniciativas, energías y recursos deben estar invertidos en lo que triunfará al final de la historia. No es la violencia, sino la amabilidad. No es la amargura ni la soledad, ni el sinsentido, sino la alegría, la comunión, y la amistad. En su presencia hay plenitud de gozo; delicias a su diestra para siempre…
Si Cristo resucitó, nosotros resucitamos con él, y debemos poner la mira en las cosas de arriba.
Cuando Jesús murió crucificado, desde ahí también nos invita a seguirlo. Nosotros también hemos de morir en la cruz –no como retribución o justo pago por nuestras culpas, que son muchas, sino como la clave para poder vivir en la resurrección.
Es nuestra muerte a todo lo malo, al egoísmo y a la carnalidad. Dice Gálatas 2:20 —“Con Cristo estoy juntamente crucificado; y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí. Y lo que ahora vivo en la carne lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”. De manera que junto con Cristo también morimos en la cruz, pero nosotros no hemos sido puestos en un sepulcro, sino que hemos sido escondidos en Dios.
Se nos ha resguardado, protegido, atesorado, cerca del corazón de Dios. Estamos seguros, escondidos en Dios. Esto quiere decir que todo lo que vivimos lo vemos y actuamos desde –y a través de— la realidad de Dios.
Cristo hizo que ahora vivamos “desde adentro” de Dios, escondidos en Dios. Por lo tanto, tenemos que vivir de una cierta manera, resucitada. En este nuevo patrón de conducta no hay egoísmo, ni inmoralidad, ni mentira, ni injusticia, ni indiferencia ante las necesidades de los demás.
Hemos resucitado con el Señor Jesús, salimos del sepulcro y hemos comenzado a vivir en la vida nueva, por el poder de la resurrección de Cristo. Eso es lo que expresamos en el bautismo. Cuando alguien se bautiza, le decimos: “Camina en vida nueva, por el poder de la resurrección”. Porque la resurrección de Cristo es nuestra resurrección. Ya no ponemos nuestros ojos en las “cosas de abajo”; ya no podemos servir a la injusticia, ya no podemos andar por caminos torcidos, sino que ahora encaminamos nuestros rumbos por el camino de vida, de justicia y de salud.
“Pon la mira en la alegría, pon tus ojos en la paz y el perdón. Abandona la mentira”. Hoy date la oportunidad de vivir en la vida resucitada de Jesús. Aléjate de lo que te está haciendo daño. El resto del capítulo 3 de Colosenses se dedica a explicar de manera muy práctica qué significa vivir escondidos en Dios: Es alejarse de toda inmoralidad, injusticia, indiferencia y deshumanización.
En la nueva vida, el sexo no está instrumentalizado para servir a los intereses de un comercio o industria, ni es recurso para la autoafirmación caprichosa de quien “hace lo que quiere”, sino que cumple la función de unificar a una pareja que se ha comprometido a andar en un viaje de fe delante de Dios, para bendecir a su mundo, para complementarse como ayuda idónea mutua, para engendrar a la nueva generación, y para representar el deseo de Dios de unir al cielo con la tierra.
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Quienes han sido llamados a vivir en familia, practican su nueva vida primero en su casa. Sus relaciones domésticas reflejan las implicaciones cósmicas y éticas de la realidad de la resurrección del Señor Jesús. Hay mutualidad y pertenencia, hay apego y resonancia, porque Cristo resucitó. Ya no hay ingratitud, ni lógica de escalada, ni impulsos de competencia, ni cosificación del otro, porque hemos resucitado con Cristo y nuestra vida está escondida en Dios.
Señor JesuCristo, enséñanos a vivir el día de hoy lo que implica estar escondidos contigo en Dios. Que vivamos la realidad de la vida resucitada y nueva, sin todo aquello que nos daña, comenzando desde la casa. Amén.
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