En Nicea tenemos, siempre en mi opinión, el primer gran modelo de ejercicio y composición del poder terreno, usando medios imperiales y eclesiásticos: el trono y el altar, que tanto juego ha dado.
Como fue en el 325, toca recuerdo. Seguro que es un concilio que suena. Aunque cada vez suena menos lo que suena a historia. En la teología del tik tok, pensar largo es la muerte.
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Sobre el concilio de Nicea, primero ecuménico, donde se formula el credo de su nombre sobre la divinidad de Cristo, seguro que hay miradas variadas y matizadas, pero creo que no debe perderse de vista lo que se ve a simple vista.
Que allí se fortaleció la Iglesia, la de alguien seguro, la que Cristo (=Mesías) edifica, esa no estaba allí, y no necesita ese modelo de edificación. (Que había miembros, redimidos, de esa Iglesia, seguro, como en todas partes -que para eso es “católica”-, pero lo que allí se ventila no es de ella. -En todo caso, de lo que ella debe guardarse-.)
En Nicea tenemos, siempre en mi opinión, el primer gran modelo de ejercicio y composición del poder terreno, usando medios imperiales y eclesiásticos: el trono y el altar, que tanto juego ha dado.
El emperador con y en la Iglesia (podemos decir”cristiandad” para diferenciar), y la Iglesia con y en el emperador. Dos cuerpos vicarios, en sus cabezas y jerarquías, del que allí visten de ropaje teológico.
Del concilio, que luego lo convertirán en gran mito, realmente sabemos poco. Algunos estudios de referencia proporcionan lo máximo a lo que aproximarse.
No hay actas ni pormenores, aunque sí queda la constancia de la intervención imperial de Constantino.
El texto griego del “credo” del concilio lo tenemos por una carta de Eusebio de Cesarea a su iglesia, otra carta de Atanasio a Joviano, y otra de Marcelo de Ancira (luego se tradujo al latín). Además del credo se incluyen los cánones (veinte), todo puede ponerse en unas pocas páginas.
Que no sepamos más del concilio y sus actuaciones es ya un aviso de que aquello tenía una pinta peculiar. El “grande y sagrado concilio” tuvo cosas que convino ocultar y otras destacar.
Al final nos quedó un icono que cada uno ve a su manera, y todos veneran como requisito de ortodoxia. Que todos los grupos de una cristiandad del anticristo lo consideren fundamental para confesar al Cristo, es ya todo un síntoma.
La unidad del templo y el altar contra el Redentor. En el concilio hablan y discuten sobre el Cristo, pero el de la cruz, como no estuvo antes en el templo o palacio imperial en Jerusalén, aquí tampoco está. (Yo, al menos, no lo veo, y he mirado bastante.)
Que en su Historia Eclesiástica, Eusebio de Cesarea, el maestro pionero de la historia eclesiástica, no nos de planos del concilio (termina su obra con el edicto de Milán), dice más de lo que no se dice. (Aunque él estuvo en todos los pasillos y mesas del concilio, y luego en constante compañía de Constantino.).
El concilio lo dejará “pegado” a la figura santificada del emperador. De él nos cuenta cuando cuenta del emperador. Lo ha convertido en un adorno más de Constantino.
Esto seguramente se puede decir de otra manera, pero creo que es mejor a lo bruto. Tanto Eusebio con su Vida de Constantino, como otro personaje que estuvo sosteniendo en todo el concilio la defensa de la fórmula contra Arrio, el entonces diácono Atanasio, con su Vida de Antonio (el eremita), produjeron dos obras a cual más dañina para el cristianismo.
Cada una en su terreno, suponen la negación más miserable del Cristo crucificado. Aunque escuden su ofensa diciendo que, uno muestra el reino terreno que Cristo produce, y el otro la vida de santidad que el Cristo produce. Lo tengo clarísimo, lo que nuestro Pablo estimó como basura, éstos lo estiman gloria suprema.
Mal que le pese al papado, que tiene como doctrina esencial que para que un concilio ecuménico tenga validez se necesita que lo convoque el papa y lo presida, o él o un delegado suyo, el de Nicea el único Sumo Pontífice (Pontifex Maximus) que lo convocó y presidió fue el pagano de quien toman nombre los papas, en este caso, el emperador Constantino.
En su palacio imperial, con trono dorado, todos los obispos presentes de pie, esperando a que se sentara en el trono el supremo. Todos contentos. En eso tenían unidad, aunque luego discutieran por otras cuestiones.
Dos cuestiones eran prioritarias para el emperador, porque dividían el imperio, sobre todo en oriente (de esa zona eran más del 97% de participantes). La doctrina sobre la persona de Cristo, y la fecha de la pascua.
De las dos cosas se trataron y dispusieron reglas para todas las iglesias. Ya me dirán si no es esto una muestra del desastre en que se está. ¡La fecha de la pascua, la semana santa!
Eso al mismo nivel que la doctrina sobre la persona de Cristo. Esa no es mi iglesia. No hace falta que me echen, ya me voy yo.
Se puede decir que ya en ese momento existe una “iglesia chiquita”, que habla con su Señor, en quien tiene su consuelo, frente a la grande de los Herodes.
Por si falta algo, recuerden que Arrio, presente en el concilio, que al final fue excomulgado y exiliado, luego de unos años recobra su ministerio, y muere, dicen que de mala manera, pero dentro de la “iglesia de Nicea”.
Y al emperador, con sobrada cercanía al arrianismo, incluso parece que bautizado un poco antes de morir por un obispo amigo de Arrio.
En fin como faltan tantos momentos de reflexión, les pongo unos renglones y acabo, que cuando esta conversación llegue a ustedes el domingo, ya habremos celebrado, d. v., en Montemolín un recuerdo de nuestro Casiodoro de Reina, el día de su muerte, el 15 de marzo (de 1594), fecha que se tendrá a partir de ahora como referente en su localidad de nacimiento.
“Ahora no era solo que el emperador creaba las condiciones de posibilidad de la unificación del sentido del culto [negritas mías] de Dios y la situación óptima para que se extendiera el cristianismo. Era que él mismo mantenía unido el cuerpo cristiano y lo hacia porque la disputa teológica amenazaba con romper tanto el cuerpo del Estado como el de la Iglesia. Entonces el emperador fue elegido por Dios como su ‘intermediario’, lo que era per se una manifestación cercana al partido arrianista. Entonces el ‘portento de la virtud imperial fue ofrecido por la sabiduría de Dios al linaje humano’ (Vida de Constantino, III, 2).
Entonces fue inspirado directamente por Dios, dio cuerpo por sí mismo a todas las escenas del Apocalipsis, encarnó las viejas profecías y se presentó como el que eliminaría al dragón y la serpiente, los monstruos marinos de la versión hebrea de la Biblia, lo que luego sería el leviatán.
Ahora el cristianismo, en tanto que religión básica del Estado, debía disponer de un dogma claro, de un rito común, de una fiesta unitaria, porque el leviatán marino era el cisma, ‘el enemigo invisible que estaba trastornando la Iglesia (Id. III, 5).
Son textos que ya nos ponen en camino de entender la profunda afinidad entre Carl Schmitt y Eusebio.
El concilio de la Iglesia, así, se convirtió en concilio del cuerpo del Estado y el emperador pasó a ser un ‘celeste mensajero de Dios’ y se revistió como el propio texto del Apocalipsis describía al Cristo, con púrpura, oro y piedras preciosas, y se sentó en el káthisma, rodeado por su veste de luz (Id. III, 10).
El crescendo de la identificación de la Iglesia como la institución pública religiosa del Estado no paró ahí…
Como se ve, el concepto de imperio, y de forma derivada el de cristianismo, se alteraba a la luz de la necesidad que tenía aquel de prolongar su tiempo.
Ahora la gracia de Dios providente soportaba el poder imperial y esto porque generaba lo necesario: una ‘unánime unidad’. En suma, el cuerpo del imperio y el de la Iglesia se identificaban cada vez más en la mirada del emperador.” (Villacañas, 2016.)
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