Reflexiones de adviento (2): Nuestra visión de la promesa de Dios nos permite vivir la vida plena, en santidad y justicia.
Zacarías, el padre del niño, lleno del Espíritu Santo y hablando proféticamente, dijo: ¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha venido a rescatar a su pueblo! (Lucas 1:67-79 Dios habla hoy)
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El segundo cántico de la Navidad que los primeros cristianos atesoraron y que el evangelista Lucas dejó plasmado en su texto sagrado, es el canto de Zacarías. Se conoce por la primera palabra en latín: Benedictus. Es lo primero que dijo el anciano Zacarías, lleno del Espíritu Santo, después de haber quedado mudo durante todo el embarazo de su anciana esposa Elisabet.
En Jerusalén gobernaba Herodes (un rey descendiente de Esaú, y no de Jacob). Era un rey cruel e impío, que había remozado el templo para darle una apariencia de grandeza deslumbrante, sólo para congraciarse con los ricos y para guardar apariencias. Por un lado, la apariencia de religiosidad, hipocresía delante de Dios, y por otro la apariencia de grandeza en el mundo del imperio romano, hipocresía delante de los hombres.
En ese tiempo Zacarías era sacerdote y le tocó el turno de entrar al santuario a quemar el incienso, que representa las oraciones de todo el pueblo. Llevaba las súplicas de generaciones de hombres y mujeres que esperaban la liberación de Israel. Esperaban que Dios hablara, y que su palabra lograra el rescate nacional. En esa esperanza, tal vez no sospechaban que recibirían la visitación de Dios mismo, el Señor en persona vendría a purificar a su pueblo, según lo anunciaron los profetas.
Dentro del santuario, Zacarías habló con el ángel Gabriel, que le anunció que su esposa tendría un hijo, y que ese hijo prepararía el camino para la venida del Señor. Zacarías expresó sus reservas del modo más natural. Gabriel lo dejó mudo hasta que su palabra se cumpliera. Ese niño estaría lleno del Espíritu Santo, haría que el corazón de muchos en Israel se vuelva a Dios, y en preparación de la llegada del Mesías, haría que los padres y los hijos se reconciliaran entre sí, según la profecía de Malaquías.
Al salir del templo, Zacarías no pudo pronunciar palabra alguna. El silencio impuesto por el ángel le permitiría escuchar y observar mejor lo que Dios hace en su mundo. ¡Cuánta falta nos hace guardar silencio, para darnos cuenta de todo lo que ocurre a nuestro alrededor! En un tiempo tan ruidoso, en el que se escuchan voces de todo tipo, el silencio se convierte en una bendición, no sólo para quienes nos rodean, sino especialmente para nosotros.
Podemos valorar el silencio, que es don de Dios, para luego dar lugar a las alabanzas a su nombre. Es el modelo de Zacarías. Antes de prorrumpir en alabanzas, hay que saber guardar silencio.
Habían pasado varios siglos desde que los últimos profetas habían hablado de parte de Dios. El oráculo final de Malaquías, el último de los profetas del Antiguo Testamento, termina diciendo que el Señor vendrá, y que el pueblo tendrá que estar preparado para su venida. Dios enviaría a un profeta para preparar el camino del Señor. Ahora, con el anuncio del nacimiento del profeta Juan, sabemos que ya están en marcha las ruedas del gran movimiento de la salvación. El plan ya está ejecutándose. Ya se han cumplido los tiempos de espera, y el mundo ya va a cambiar.
El profeta Malaquías anunció que, en su venida, el Señor sería como un fuego purificador, como un jabón que lava a profundidad. Y así fue. En su ministerio, el Señor Jesús fue como un fuego purificador. Toda persona que hablaba con él quedaba impactada por su desafío a cambiar. Su conversación era transformadora. En su contacto con la gente había milagros y curaciones. Nadie seguía siendo igual después de haber visto, escuchado o conocido al Señor Jesús.
Para la llegada del Señor, el pueblo debía estar preparado. Para eso vino el profeta Juan, el bautista. Pero de todos los componentes de la vida moral del pueblo, se menciona específicamente sólo el de la relación entre padres e hijos. Nos preguntamos por qué. Y es que hay muchos otros puntos que indican la condición espiritual de un pueblo: el índice de violencia, los derechos de los obreros, la discriminación a las mujeres, etcétera.
Sin embargo, se menciona sólo la relación entre padres e hijos. Hay dos razones. Primero, porque en esa relación se representa la actitud general hacia el prójimo. Para padres e hijos, unos y otros han de considerarse los primeros prójimos que hay que amar. Además, porque ahí es donde se requiere más gracia, que significa aprender a perdonar, a vivir en la dimensión del perdón.
El nacimiento de un bebé trae consigo la promesa de mejores condiciones de vida. La nueva generación representa la oportunidad que nos da Dios de ser mejores seres humanos, de vivir en países más justos, en contextos más sanos, en un medio ambiente más limpio, de tener mejores escuelas e iglesias, mejores comunidades de vecinos, en fin, de imaginar que el mundo que les tocará vivir a nuestros hijos e hijas será mejor.
Cuando nació Juan el bautista, su padre Zacarías estaba seguro de que Dios estaba cumpliendo sus promesas de rescate. Desde la promesa hecha a Abraham (que en su descendencia habría bendición para todas las familias de la tierra) Dios estaba planificando un rescate de niveles mucho más abarcadores que sólo el plano histórico o político. Dios planeó rescatar al corazón humano de las consecuencias del pecado, y con ello rescatar a toda su creación para volverla a crear en paz y en bendición.
Esas grandes visiones de paz final entre todo ser humano y de armonía máxima en toda la creación no son cuentos de hadas. Son los anhelos más profundos del corazón humano y corresponden con lo que Dios ha prometido. Apuntan a la verdad que espera ser revelada más allá de toda mentira y engaño. Esas visiones nutren nuestra alma y fortalecen nuestro corazón. Nos ofrecen esperanza cuando estamos a punto de la desesperación, valor cuando sentimos la tentación de renunciar a la vida y confianza cuando la actitud más lógica pareciera ser la sospecha.
Sin esas visiones, nuestras aspiraciones más profundas (que nos dan la energía para superar obstáculos y experiencias dolorosas) se debilitarían y nuestra vida se volvería plana y aburrida, y acabaría por ser destructiva. Nuestra visión de la promesa de Dios nos permite vivir la vida plena, en santidad y justicia.
Hay cristianos que pretenden vivir en santidad, sin practicar la justicia. También hay quienes viven su fe concentrados en la justicia, pero se olvidan de la santidad. Santidad y justicia van juntas. Forman una simbiosis. Ambas provienen de Dios, en quien una y la otra se entrelazan tan estrechamente que son la misma cosa.
El estilo de vida del profeta Juan manifestaba que dentro de su corazón la santidad y la justicia eran una sola cosa. Un hombre que prepara el camino para el Señor tiene clara su identidad y lo demuestra en su ética. Es ética de ruptura con la corrupción y la violencia del mundo. Es ética de santidad, de saberse apartado, distinto al resto de la sociedad que sólo sigue la corriente de la ideología de moda. Gracias a esa ética de ruptura, Juan fue capaz de lanzar su mensaje de arrepentimiento, de señalar las injusticias y de modelar un tipo de vida que refleja el carácter de un Dios que es justo y santo.
El trabajo de preparar el camino para la llegada del Señor consiste en promover el perdón. Volver el corazón de los padres hacia los hijos y de los hijos hacia los padres es proclamar la gracia de Dios. Es dar la buena noticia de salvación. Es exaltar las grandezas del perdón. Es más sano perdonar que no perdonar. Hace más bien al corazón porque nos limpia de amarguras e impurezas.
Es cierto que no es fácil perdonar. Es un proceso. Una vez que se ha logrado perdonar, todavía no se canta victoria para siempre. Más delante, será necesario volver a perdonar, una y otra vez (hasta setenta veces siete, dice el Señor), no por ofensas nuevas, sino una y otra vez por la misma ofensa. Cada día hay que orar con el Señor: “Perdónanos… así como también perdonamos”.
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Nuestra segunda palabra clave del Adviento es “AMOR”. Sin embargo, es una palabra tan desgastada, que llega a perder su significado. Este desgaste lingüístico no es una cuestión del momento actual. Siempre ha sido así. La palabra amor puede convertirse sólo en un lema publicitario, en una canción popular, o en una idea abstracta. Por eso los antiguos hebreos la definían de manera más precisa, con un concepto que en el cántico de Zacarías se traduce como “misericordia entrañable” (jésed).
Esta palabra tiene sus raíces en el Antiguo Testamento. Es amor comprometido. Es lo que demuestra concretamente que nos apoyamos unos a otros como miembros de la misma familia. Jésed tiene que ver con parentesco. Misericordia entrañable es meter el hombro para apuntalar al que está desmoronándose, porque somos parientes. Así, Dios declara que es nuestro pariente, y nos tiene amor comprometido. Dios ha dado a su Hijo unigénito, para que podamos vivir en el perdón.
Hay algo en el texto del cántico de Zacarías que no concuerda con lo básico de las clases de meteorología. Dice que el sol naciente viene a visitarnos desde arriba, desde el cielo… Pero si el sol sale por el horizonte, al oriente… En nuestra naturaleza, en nuestra realidad histórica y cultural, el sol viene del plano horizontal. Pero es que este SOL de justicia no es producto de nuestra cultura, es decir, no proviene del plano horizontal, sino que viene del cielo, del plano vertical.
No hay que esperar que Cristo provenga simplemente del plano horizontal. Más bien afirmamos que él llegó al mundo no por voluntad de la carne, ni por voluntad de varón, sino de Dios. El sol que amanece cada mañana desde el oriente es sólo un recordatorio que apunta a otro tipo de SOL, uno que viene desde lo alto. Es una aurora que viene del cielo. Sus palabras vienen de Dios. Sus mandamientos son verdaderos, auténticas palabras de vida. Cuando nos dice Cristo que no hay que afanarse por el día de mañana, hay que tomar en serio esas palabras, porque vienen de Dios.
Cuando Cristo nos manda venir a descansar bajo su yugo, no responder con violencia a quienes nos agreden, perdonar a quienes nos ofenden, y amar a nuestros enemigos, está dándonos las instrucciones más sublimes para vivir sobre esta tierra. Son palabras que vienen de la realidad más real, del cielo, de la presencia de Dios.
Sólo la luz que viene de Dios puede iluminar nuestra oscuridad, nuestra sombra de muerte, y puede guiar nuestros pasos por caminos de paz. Son nuevos caminos desconocidos, donde aquella persona que es nuestro oponente ya no es un enemigo a quien hay que eliminar o hacer desaparecer. Es un hermano a quien hay que amar. En los caminos de paz la fuerza más potente que existe es el amor.
Esto no significa que hemos de sufrir toda clase de humillaciones y violencia por parte de mentes enfermas que sólo quieren hacernos daño. Significa más bien que tenemos los recursos para salvaguardar la vida y la salud.
Podemos ponernos de pie con la dignidad que viene del cielo, y podemos buscar los caminos de paz, que muy seguramente implican tomar las distancias necesarias para no vivir asfixiados por relaciones tóxicas, como lo hizo Jacob cuando tomó distancia de su suegro Labán, porque de otra manera nunca podría llegar a ser lo que Dios quería de él.
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La mejor preparación del camino para la llegada del Señor es vivir gobernados por la misericordia entrañable, el amor comprometido que es fruto del Espíritu en nuestra vida.
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