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Confrontar la injusticia con las armas del Evangelio

Debemos confrontar la injusticia del presente con las armas del Evangelio. Si no incluyen la cruz y el seguimiento, los otros remedios no serán la liberación que imaginamos.

INFANCIA PLENA AUTOR 996/Lucas_Magnin 04 DE AGOSTO DE 2024 21:00 h
Imagen de [link]Allef Vinicius[/link], Unsplash.

El siguiente artículo es una adaptación de mi libro 95 tesis para la nueva generación. Manifiesto de espiritualidad y reforma a la sombra de Lutero (Viladecavalls: Editorial CLIE, 2022).



 



Una serie de levantamientos y protestas han puesto a tambalear la frágil estabilidad política, económica y social de muchos países latinoamericanos. En el lapso de algunos años, las calles y las redes se han llenado de subjetividades en puja, consignas múltiples y fervorosas manifestaciones. Algunas son pacíficas, otras no tanto. Buena parte de la juventud ha abrazado de manera especial esos esfuerzos; han encontrado allí una utopía compartida, una identidad por construir, un futuro por el que luchar.



Las iglesias han reaccionado frecuentemente a esos clamores por la justicia con una buena cuota de distancia y desconfianza. En ocasiones, la reacción ha sido un explícito rechazo y una condena en bloque a esas reivindicaciones. No son pocos los creyentes que creen con convicción que la justicia de Dios no tiene mucho para decir al respecto de la justicia social. Más de un protestante cita incluso la doctrina de la justificación por la fe y la gracia de Dios como dos factores que eximen a los cristianos de los imperativos éticos del Nuevo Testamento.1 A fin de cuentas, dicen, “no somos de este mundo” y debemos poner la mirada “en las cosas de arriba”, no en las consecuencias del pecado en nuestras sociedades.



El reverendo Michael King viajó a Alemania en 1934. Tan inspirado y desafiado quedó tras aquella experiencia en la tierra de Lutero que decidió apropiarse directamente de su nombre. Desde entonces, dejó de ser conocido como Michael King y pasó a llamarse Martin Luther King. Su hijo heredó su nombre y sus convicciones espirituales y de reforma. Un 16 de abril de 1963, Martin Luther King Jr. escribió su famosa carta desde la cárcel de Birmingham. Perseguido —pero no desamparado— advertía con toda claridad una verdad difícil de procesar: los statu quo social y religioso se rascan mutuamente las espaldas.



La Iglesia contemporánea es a menudo una voz débil y sin timbre, de sonido incierto. Es que a menudo es defensora a todo trance del statu quo. En vez de sentirse perturbada por la presencia de la Iglesia, la estructura del poder de la comunidad se beneficia del espaldarazo tácito y aún, a veces, verbal, de la Iglesia a la situación imperante.2



Para muchos jóvenes, el deseo de mantener el estado de las cosas —que se oye tácita o explícitamente en un sinfín de púlpitos— habla más fuerte y más claro que nuestros mejores eufemismos cristianos de piedad, misericordia y compromiso con el prójimo. El presentimiento del reverendo King tiene más de medio siglo, pero sigue hablándonos con toda certeza: «Si la Iglesia de hoy no recobra el espíritu de sacrificio de la Iglesia primitiva perderá su autenticidad, echará a perder la lealtad de millones de personas y acabará desacreditada como si se tratara de algún club social irrelevante»3.



La disociación entre justicia divina y justicia humana no transmite la coherencia del carácter de Dios ni la enseñanza del Evangelio. A lo largo de toda la Biblia, «la idolatría y la injusticia se hallan intrínsecamente unidas»4porque «una comunidad que practica la injusticia no puede ser adoradora del verdadero Dios»5. El hecho de haber sido justificados por la fe —para retomar el lenguaje de la Reforma— no nos exime de «cumplir toda justicia» (Mt. 3:15). Más bien, esa justificación es precisamente la que nos abre la posibilidad de caminar por esta tierra de una manera justa.



La teología de la Misión Integral viene repitiendo desde hace décadas que «la preocupación por la reconciliación del hombre con Dios no puede separarse de la preocupación por la justicia social»6. La Biblia es consistente al afirmar que la verdadera justicia no solo es espiritual —delante de Dios—, sino también social —delante del prójimo—. Esa cualidad no debería ser una rara excepción entre los creyentes, sino un fruto natural del pueblo de Dios.



Nuestra fidelidad a la Palabra de Dios no está completa si no nos despierta, en medio de los quejidos que nos rodean, para servir a nuestras sociedades como agentes de justicia, paz y reconciliación. Actuando así, imitamos a nuestro Maestro, que no solo llenó las calles de Palestina con las palabras del Reino de Dios, sino que encarnó ese mensaje en pan, liberación, sanidad y consuelo:



El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar la Buena Noticia a los pobres. Me ha enviado a proclamar que los cautivos serán liberados, que los ciegos verán, que los oprimidos serán puestos en libertad, y que ha llegado el tiempo del favor del Señor. (Lc. 4:18,19)



Como reacción a la indiferencia de muchas comunidades cristianas ante los problemas temporales, toda una generación joven ha comenzado a enfatizar con convicción la proyección social del Evangelio. ¡Celebramos esos brotes de coherencia cristiana entre nosotros! No obstante, notamos también un peligro al acecho.



Muchos creyentes desiglesiados7, en proceso de deconstrucción, críticos hacia cualquier tradicionalismo abrazarían con gusto un cristianismo que no tuviera nada que ver con oraciones, sacramentos, devociones o evangelización. Serían felices si el Evangelio consistiera únicamente en luchar contra toda forma de injusticia y denunciar los pecados sociales.



En uno de los consejos a su sobrino Orugario, el mañoso diablo Escrutopo daba en el clavo con esa estrategia: «Lo que hay que hacer es conseguir que un hombre valore, al principio, la justicia social como algo que el Enemigo [Dios] exige, y luego conducirle a una etapa en la que valore el cristianismo porque puede dar lugar a la justicia social»8. Desligada del entramado de la revelación, esa espiritualidad puede seguir existiendo sin afirmar ninguno de los elementos específicos del Evangelio.



Ya no necesita de la vida que emana del Padre, de la redención ofrecida por el Hijo ni de la compañía del Espíritu Santo. Ya no le hacen falta el testimonio confiable de las Escrituras, la experiencia transformadora del nuevo nacimiento, el discipulado, el perdón de los pecados o la Iglesia. Ya no ve a las obras de justicia como un fruto del Espíritu, sino como una victoria lenta del espíritu humano sobre sus propios demonios internos. Así, de a poco y casi sin notarlo, muchos pierden la fe. «¡Les hubiera sido mejor nunca haber conocido el camino a la justicia, en lugar de conocerlo y luego rechazar el mandato que se les dio de vivir una vida santa!» (2 P. 2:21).



El Evangelio de Jesús incluye la justicia social. No hay dudas al respecto. Sin embargo, buscar la justicia social no implica necesariamente buscar el Evangelio. Un cristianismo que únicamente ofrece un mensaje de justicia social es un cristianismo amputado. Aunque el fervor por construir sociedades más solidarias y justas transmita parte de la imagen de Dios y apunte a la liberación escatológica del Reino de Dios, no podemos olvidar jamás algo que dijo Thomas Merton: «Reconciliar al hombre con el hombre y no con Dios es no reconciliar a nadie en absoluto»9.



Debemos confrontar la injusticia del presente con las armas del Evangelio. Si no incluyen la cruz y el seguimiento, los otros remedios no serán la liberación que imaginamos, intuimos y necesitamos (aunque puedan aliviar momentáneamente algunos dolores).



Jesús le dijo a Pedro que «las puertas del Hades no prevalecerán contra» la Iglesia. Por alguna extraña razón de mi psicología profunda, al leer semejante promesa imaginé por muchos años que las puertas de la Iglesia resistirían todos los ataques del infierno y las artimañas del mal. Estaba equivocado. Jesús no presenta una maniobra defensiva: puertas adentro, al resguardo del mundo, con miedo a que en algún momento se rompa el último cerrojo. Está hablando de una metáfora ofensiva: es la Iglesia la que ataca y la que penetra en el territorio de las tinieblas. Son las puertas del Hades las que no pueden resistir el avance del Reino de Dios y su justicia.



 



Notas




1 Una lectura rápida de Las buenas obras, el tratado de Lutero de 1520, aclararía convincentemente ese malentendido. Un pasaje clave de los Artículos de Esmalcalda, de 1537, lo dice con toda lucidez: «Si la fe no tiene como consecuencia buenas obras, es falsa y en ningún caso verdadera» (Lutero, M. Obras de Martín Lutero. Vol. V, p. 199. Buenos Aires: La Aurora, 2017).





2 King, M. L. Tengo un sueño y otros textos, p. 43. México: Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2014.





3 Ibíd.





4 Levoratti, A. (Ed.). Comentario Bíblico Latinoamericano, Vol. I, p. 757. Navarra: Verbo Divino, 2007.





5 Sánchez Cetina, E. “La misión de Israel a las naciones: Pentateuco y profetas anteriores”, p. 80. En: Padilla, R. (Ed.). Bases bíblicas de la misión. Perspectivas latinoamericanas. Florida: Ediciones Kairós, 1998.





6 Padilla, R. Misión integral. Ensayos sobre el Reino y la Iglesia, p. 42. Grand Rapids: Nueva Creación, 1986.





7 Es mi traducción de un neologismo acuñado por el sociólogo de la religión belga Karel Dobbelaere (unchurched).





8 Lewis, C. S. Cartas del diablo a su sobrino, Carta XXIII. Madrid: Ediciones Rialp, 1993.





9 Citado en Grau, J. & Martínez, J. M. Iglesia, sociedad y ética cristiana, p. 33. Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1973.



 




 



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