“La gloria de Dios es la gran novedad de la Biblia, y mi deseo es que sería todo acerca de mí, pero en realidad se trata de la gloria de Dios.” – Max Lucado
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Hace demasiado tiempo que llevo dentro de mí algo sobre lo que quisiera detenerme a reflexionar; aunque no es fácil, hay demasiadas distorsiones en torno a todo ello, y... o bien tenemos la suficiente capacidad e intuición para discernir, la experiencia que nos da la vida, o bien tenga que ser como tiene que ser por encima de todo, con la ayuda del Espíritu Santo, podemos equivocarnos al observar a quienes nos rodean.
Existen personas que parecen ser las más extraordinarias y humildes del mundo, su modo de hablar y expresarse, su tono -que llega a extremos de una falsa humildad y de la cursilería más absoluta- entre otras cosas semejantes, pueden dar a quien no sea bien apercibido, la imagen de una persona absolutamente extraordinaria.
Tristemente, también existen personas que no se tienen para nada en alta estima, son completamente naturales y se muestran tal y como son, hijos de Dios buenos, fieles y verdaderamente humildes; pero que no van por la vida con apariencias falsas. Este tipo de personas suelen ser mal interpretadas y sufrir todo tipo de inquisiciones y pensamientos por parte de otros que nada tienen que ver con su realidad.
Y también existen, creo que puedo decir creyentes, que sin el menor pudor acaparan directamente sobre sí mismos una absoluta vanagloria y la Gloria con mayúsculas que únicamente le corresponde al Señor. ¡Esto es directamente un pecado!
Podríamos estar mucho tiempo intentando vislumbrar un poquito lo que existe dentro de cada ser humano y también todo aquello que puede generar. Jamás puedo olvidar un texto bíblico que siempre me dio muchísima luz en todo este tema:
“A cada uno le parece correcto su camino, pero el Señor juzga los corazones. Practicar la justicia y el derecho lo prefiere el Señor a los sacrificios. Los ojos altivos, el corazón orgulloso y la luz de los malvados son pecado.” -Proverbios 21. 2-4
De todos es bien conocido algo que pertenece a la mitología griega, el mito de Narciso: permitid que refresquemos juntos la memoria...
En Tespias, Beocia, vivía un joven que respondía al nombre de Narciso. Era hijo del dios del río Cefiso y de la ninfa Liríope y, su rasgo más distintivo era, sin duda, su perfecta apariencia y una belleza que desafiaba a los propios dioses. Su madre, preocupada por el futuro de su hijo, quiso consultar con el vidente Teresías, cuál sería el devenir de su vástago.
Lo que le reveló el adivino fue claro. El muchacho viviría hasta una edad avanzada y siempre y cuando no se viera a sí mismo. Ante esta revelación, ella optó por retirarle todos los espejos con el fin de que jamás contemplara su propia imagen. Pero él era muy consciente de su atractivo por el efecto que causaba en los demás. De hecho, “adoraba” recibir la admiración ajena.
Narciso nunca había visto su reflejo y; sin embargo, no necesitaba hacerlo. Se enorgullecía de las miradas que recibía de los demás, de los suspiros que levantaba y de los corazones que rompía. Era casi inevitable no enamorarse de él y todos intentaron acercarse, seducirlo e incluso agasajarlo con riquezas. Pero era inútil. Solo se amaba a sí mismo.
Un claro ejemplo del dolor que generaba, tuvo su representación en una hermosa joven. Eco era una ninfa del monte Helicón que intentó embelesar al joven Narciso con su bella e inocente voz. De hecho, antiguos mitos y leyendas decían que esta deidad femenina podía articular las más bonitas palabras jamás escuchadas; sin embargo, ella llevaba consigo una maldición que la diosa Era proyectó en su persona por celos. Temerosa de que encandilara a Zeus, le quitó su voz, provocando que solo pudiera articular la última palabra de quien se dirigiera a ella.
El amor de Eco era tan fuerte que intentó de infinitas formas acercarse a su admirado Narciso. Un día, cuando este tenía 16 años y estaba en el bosque cazando ciervos, lo siguió para hacerle saber de sus profundos sentimientos.
Cuando el joven notó una presencia a su espalda, preguntó: «¿Quién está ahí?», y Eco respondió: «Ahí». Narciso, extrañado por aquella inusual respuesta, lo intentó una vez más. «¿Por qué huyes de mí?». A lo cual, la joven no pudo evitar decir: «Huyes de mí». Intrigado, el muchacho no dudó en decir entonces: «Reunámonos aquí».
Al escuchar aquellas últimas palabras, Eco no se lo pensó y se mostró ante él saliendo de entre los arbustos. Narciso, al verla, la repudió al instante, dirigiéndole mofas y términos poco amables. Eco, rota de dolor por el rechazo, se retiró del mundo a una cueva donde solo quedó de ella su voz. Pero antes, pidió a la diosa de la venganza que actuara.
Antes de que Eco se desvaneciera para siempre, pidió a Némesis que hiciera sentir a Narciso el amargo dolor del amor no correspondido. Y aquella demanda fue escuchada. Cuando Narciso fue un día al río Estigia para refrescarse, descubrió el reflejo de su propio rostro en las aguas y se quedó hechizado.
Allí, inclinado, es testigo por primera vez de su poderosa belleza. Es él, tan hermoso como el dios Apolo, con su cuello de marfil, su boca perfecta y sus ojos de un brillo cautivador. Está tan atraído por su imagen que no puede apartarse de la superficie; hasta el punto de dejar de comer y de beber.
En un momento dado, su amor por sí mismo es tan incontrolable que siente un deseo irrefrenable de darse un beso. Es entonces cuando cae a las aguas y muere ahogado. La visión del adivino Teresías se cumple. Si no hubiera visto su reflejo, su vida habría sido más larga.
Allí donde el joven estuvo sentado durante tanto tiempo, deleitándose de su hermosura, creció una flor que llevaría su nombre y que florece en invierno: Narciso. Como curiosidad, el mundo del arte ha representado esta imagen en diversas ocasiones. Destacan por excelencia el bellísimo cuadro de Dalí que pintó en 1937 representando esta transformación, del mismo modo que el clásico lienzo de John William Waterhouse, con Eco y Narciso en el río (1903).
Si nos adentramos un poquito en la sicología podemos encontrarnos algo que intento plasmar de forma muy resumida:
Aunque los mitos a menudo contienen elementos fantásticos o sobrenaturales, están arraigados a experiencias humanas que nos son muy cercanas. La Antigua Grecia es muy rica en ese tipo de historias que trazan personalidades y conductas que son fáciles identificar. Ahí tenemos, por ejemplo, el Síndrome de Diógenes o el de Ulises.
Narciso es casi un arquetipo que nos ha acompañado a lo largo del tiempo y que, si bien no describió Carl Jung, tiene un claro reflejo en nuestra sociedad y me atrevo a decir que, tristemente dentro de donde jamás debería existir, dentro de nuestras propias iglesias. Personas dominadas por una sobreestimación de sí mismas, lo que sin duda nos enseña la leyenda, es que esta conducta genera daño interpersonal y conduce a la autodestrucción.
Hay demasiadas ocasiones en la que este tipo de comportamientos, simple y llanamente intentan apropiarse de la gloria que sólo le pertenece al Señor, y es aquí donde hay que gritar una verdad bíblica con mucha fuerza:
“Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento proclama la obra de sus manos.Un día comparte al otro la noticia, una noche a la otra se lo hace saber. Sin palabras, sin lenguaje, sin una voz perceptible, por toda la tierra resuena su eco, ¡sus palabras llegan hasta los confines del mundo! Dios ha plantado en los cielos un pabellón para el sol............. La ley del Señor es perfecta: infunde nuevo aliento. El mandato del Señor es digno de confianza: da sabiduría al sencillo. Los preceptos del Señor son rectos: traen alegría al corazón. El mandamiento del Señor es claro: da luz a los ojos.......... ¿Quién está consciente de sus propios errores? ¡Perdóname aquellos de los que no estoy consciente!.......... Sean, pues, aceptables ante ti mis palabras y mis pensamientos, oh Señor, roca mía y redentor mío”. – Extracto Salmo 19.
Termino dejando con vosotros una preciosa e imperecedera canción que siempre toca las fibras más sensibles de mis sentimientos, y me hace gritar con toda la humildad que puedo...
¡No a nosotros, oh Señor, no a nosotros, sino a tu nombre le corresponde toda la gloria, por tu amor inagotable y tu fidelidad!
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