El futuro del protestantismo depende, en México y en otras partes, de que sea o no fiel a su misión distintiva y característica, que yo definiría con una palabra: evangelización.
Cada generación protestante/evangélica debe reflexionar sobre su identidad y misión.
Quienes lo hicieron buscaban responder al cuestionamiento sobre los rasgos distintivos del colectivo al que pertenecían y las tareas a desempeñar en concordancia con la identidad enarbolada. Gonzalo Báez-Camargo fue en 1929, a los treinta años, presidente del Congreso Evangélico de la Habana y escribió un recuento reflexivo de tan significativa reunión: Hacia la renovación religiosa en Hispano-América (Casa Unida de Publicaciones, México, 1930). Cinco décadas después realizó una exposición en la “Consulta Identidad, Misión y Futuro del Protestantismo Latinoamericano”, evento auspiciado por la Fraternidad Teológica Latinoamericana, que tuvo lugar en la Ciudad de México 6 y 7 de mayo de 1978. Lo que sigue es lo expresado por don Gonzalo, que se publicó en Pensamiento Cristiano (diciembre de 1978, año 25, núm 2, pp. 101-109). La revista lo presentó como “conocido biblista, es uno de los patriarcas del protestantismo mexicano y latinoamericano”.
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Pretendo solamente aportar algunas consideraciones para la reflexión. No soy más que un sencillo maestro de Biblia que no tiene ninguna competencia en lo que propiamente se denomina teología. Espero que las reflexiones que ofrezco a la consideración crítica del lector aún refiriéndose de un modo especial a México, puedan referirse en términos generales a la América Latina.
Quiero comenzar con unos pasajes de la Escritura: Apocalipsis 3:8 y 11, en primer lugar, y pido que mientras leemos la palabra de Dios tratemos de aplicar los conceptos de estos psajes de un modo muy directo y concreto al protestantismo y a las iglesias evangélicas en México y en la América Latina: “Yo conozco tus obras; he aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta, la cual nadie puede cerrar porque aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra y no has negado mi nombre… He aquí yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona” 2 Corintios 11:3-4: “Pero temo que como la serpiente con su astucia engañó a Eva, vuestros sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera fidelidad a Cristo. Porque si viene alguno predicando a otro Jesús que el que os hemos predicado, o si recibís otro espíritu que el que habéis recibido, u otro evangelio que el que habéis aceptado, bien lo toleráis”. Gálatas 1:6 y 7: “estoy maravillado de que tan pronto os habéis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo”. Romanos 1:16: “Porque n o me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego”. 1 Corintios 9:16: “Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!”.
Hace unos dos o tres días, en una entrevista que se me hizo, se me preguntaba al final de ella, que tenía algo que ver con la historia del protestantismo en México: “¿Y cómo ve usted el futuro?”. Yo respondí: “Con optimismo, pero con un optimismo condicional”. Sí, porque me parece que el futuro del protestantismo en México depende de si es fiel o no a su verdadera misión: su misión básica, central, insustituible. Depende de si la sal retiene o pierde su sabor. Porque si lo pierde, ya para nada es buena, como dijo nuestro Señor, sino para arrojarse fuera y que la gente la pisotee. ¿Cuál es ese sabor?, ¿cuál es esa misión?
Hubo una etapa en el desarrollo del protestantismo en nuestras tierras (y ahora vuelvo a referirme más a México), en que parecía que la misión principal era ganar prosélitos, y ganarlos haciéndole la guerra al catolicismo. Hubo un momento en esa misma etapa en parte, y en parte en la que siguió, en que se pensó que el papel del protestantismo era difundir los adelantos del progreso moderno. En esa etapa una amiga mía mexicana, pero que había vivido y se había educado la mayor parte del tiempo en los Estados Unidos, volvió a México después de muchos años y me decía, con un entusiasmo por una parte simpático y por otra yo diría patético: “Sabes, yo quisiera casarme con el jefe de una tribu india de México, para que acatándome esa tribu como soberana yo pudiera introducir fácilmente la civilización”. Y quizás hubo un tiempo en que no sólo en México sino en toda la obra misionera, se usaron las dos clásicas fotografías de “antes y después”. Primero, un indio guarachudo, melenudo —bueno, esto ya no es típico de los indios ahora— mal vestido, antes de recibir el evangelio. Después de recibirlo, está bien peinado, tiene zapatos y usa un traje de casimiir y corbata. Hubo un tiempo en que se pensó que ese podría ser el propósito principal de las misiones y de la predicación, vida y obra del protestantismo.
En la primera etapa tuvimos que depender muchísimo en México de nuestras escuelas, y creo que fue en el campo educativo en el que el protestantismo hizo un impacto más profundo en la vida de la nación. Debido a esto, cuando la escuelita rural protestante vino a ser la precursora de la escuela rural implantada después por la revolución mexicana, hubo un momento en que pudimos pensar que la misión del protestantismo era la instrucción popular. Don Benito Juárez dijo: “Yo quisiera que el protestantismo conquistara a los indios, porque es una religión que enseña a leer”. Y así fue. Nos sentimos contentos y satisfechos de esto. Pero en una etapa posterior la instrucción popular prácticamente, por las leyes nuevas y el adelanto de la educación oficial en México, se nos ha quitado de las manos, y en muchos respectos se está haciendo mejor. Entonces habría que preguntarse si eso era realmente nuestra principal misión en México.
También hubo notables obras de asistencia médica y social. Igualmente hubo, sobre todo en la segunda etapa, a tono con el movimiento revolucionario, un interés protestante en promover la reforma social. Todo esto forma parte de nuestra historia. Sin embargo, cuando se trata de dilucidar y discernir cuál es el papel central, la misión característica del protestantismo, dando gracias a Dios por lo que se pudo hacer en esos campos, nos vemos obligados a preguntarnos si eso constituye el propósito principal o todo eso de bueno que se hizo no era más que un derivado de la misión central básica, insustituible, del movimiento evangélico.
Aun el aumento del número de miembros en las iglesias, claró está que no constituye nuestra misión suprema en México. Mucho de lo que se hizo lo pueden hacer otras agencias, otros movimientos, otras instituciones, y gracias Dios cuando lo hacen, si lo hacen sinceramente y por verdadero amor al pueblo. Pero, ¿no hay algo que nos caracteriza a nosotros en tal forma que si nosotros no lo hacemos —y ahora me refiero no sólo a los protestantes sino a los cristianos en general de cualquier denominación— no habrá quién lo haga? Mucho de eso que hemos hecho lo siguen haciendo nuestras iglesias en mayor o menor grado, pero hemos de preguntarnos si son en sí el objeto supremo de la presencia evangélica en México y en la América Latina.
Creo que es inevitable en este punto una breve mirada retrospectiva a la historia del protestantismo en México, que hasta cierto punto, en líneas generales, es la historia del protestantismo en toda la América de habla española y portuguesa. Hubo un tiempo, digamos la primera etapa, en que la identidad evangélica se definía en términos de un anticatolicismo agresivo, por el lado positivo, en términos de una nueva moralidad de corte puritano.
La primera etapa del movimiento evangélico en México tuvo naturalmente un contexto histórico. Fue, diríamos, el de los últimos tiempos de Juárez y, después de las luchas intermedias, el contexto de la larga dictadura porfirista. Pero después han acontecido dos grandes sucesos en México, que han debido dar origen respectivamente a nuevas etapas del movimiento evangélico y que han debido obligarnos —y creo que no lo hemos hecho a fondo— a reexaminar nuestra posición, nuestro modo de entender nuestra misión y sobre todo nuestros métodos y procedimientos de trabajo. De esos dos acontecimientos, uno de ellos, el primero, no lo hemos compartido todavía con otros países latinoamericanos. Me refiero a la revolución mexicana, que comenzó en 1910 y cuyo periodo creador se considera terminado en 1917, al encuadrarse y expresarse en la nueva cosntitución las conquistas políticas, económicas y sociales que la revolución se proponía lograr.
Esto da origen a una segunda etapa, en que se introducen cambios que modifican, que tienen que modificar nuestro programa de trabajo, puesto que nos plantean la constante pregunta: La función básica, central y fundamental del protestantismo, debido a esos cambios, ¿es otra o es la misma?
El segundo gran acontecimiento sí lo compartimos con toda América, y en cierto modo con otras naciones del mundo: es el aaggiornamento, el rejuvenecimiento, el ponerse al día y la renovación que, como como un movimiento no realizado plenamente todavía, ha surgido de una manera vigorosa en el seno de la Iglesia Católica Romana. Un movimiento, una renovación que se nota principalmente en un avivamiento bíblico de grandes esperanzas: en una renovación en ritos y hasta cierto punto en doctrina, que podríamos en términos generales calificar de “más evangélica”, más aproximada a las fuentes originales del evangelio, como no podría ser menos si responde justamente a una renovación en el aprecio, el estudio y el conocimiento de la palabra de Dios. Esto trajo consigo un aspecto no sólo novedoso, sino que en un momento dado se nos hizo increíble a algunos de nosotros, o sea la apertura ecuménica del catolicismo romano, y esto ha dado lugar a lo que llamaríamos la tercera etapa de nuestra historia, que es la que estamos viviendo en estos días.
La segunda etapa abrió oportunidades para una reflexión, buscando nuestra identidad, ahora en términos positivos y a la vez propios. Porque en la primera etapa dependimos en gran parte de la labor misionera a la que hoy podemos marcarle algunas fallas, pero que fue una labor hecha con abnegación, con piedad y a la luz de lo mejor que los misioneros, viniendo de otra cultura, conocían y sabían. Pero ya para los tiempos de la revolución las iglesias en México, que habían sido antes misiones, habían adquirido una personalidad, una mayoría de edad que inevitablemente nos llevó a buscar nuestra identidad en términos propios: ¿Qué somos como protestantes, pero como protestantes mexicanos? Estamos encuadrados por un contexto histórico concreto y definido que en parte compartimos con otros países, pero que en parte nos corresponde solamente a nosotros. En aquella época, a fines de 1928, en los principios de la segunda etapa, en un discurso de graduación del Seminario Evangélico Unido que se me pidio que pronunciara, el tema era “El porqué del protestantismo en México”. Lo que trataba de decir en él era esto: que en aquel tiempo, la época anterior al Concilio Vaticano II, lo que constituía la misión característica del protestantismo en México podía expresarse tal vez en tres puntos principales: Primero, insistir en la centralidad de Cristo. Segundo, la autoridad normativa de la Biblia como guía suprema de fe, doctrina y práctica para el protestantismo mexicano. Y en tercer lugar, la demostración visible de lo que esto significaba en la vida de los protestantes como individuos y de las iglesias como colectividades: un cambio de vida, un cambio de vida que fue algo de lo que hubo en un principio al traer el protestantismo un tipo de moral de corte puritano, pero que ahora tenía que ser algo más positivo, algo que no fuera sólo “No fumes”, “No bebas”, “No bailes”, sino algo que tuviera un contenido evangélico más positivo y más vigoroso.
Hace poco más de 30 años hacia el final de esa segunda etapa, pudimos comenzar a ver que durante la segunda etapa el protestantismo siguió cumpliendo con su misión. En ese tiempo —perdón por otra referncia personal— yo me permitía escribir lo siguiente: “En el protestantismo la religión cristiana ha de demostrar su poder como fuerza reconstructora de la sociedad, no como enemigo del progreso social”. Esto significa mucho más que la simple proclamación del “evangelio social”, o unas cuantas obras de beneficencia. Significa una vigorosa defensa de la justicia social y el servicio, inclusive hasta llegar al sacrificio, prestado a la comunidad; una campaña implacable contra todo lo que es malo en la vida social, contra el vicio y la ignorancia; una ardiente devoción por todo lo que produce una mejor manera de vivir. Toca al protestantismo, decía yo, en estos tiempos, la sagrada responsabilidad de restablecer en el pueblo humilde, especialmente en los obreros, la fe en el cristianismo como fuerza social redentora.
Ahora nos encontramos en esa tercera etapa, con grandes cambios que se producen en todos los órdenes lo cual nos invita a una nueva búsqueda de nuestra identidad evangélica. Aunque no se haya usado esa expresión, quiero imaginar que vuestra consulta teológica ha tenido más o menos este propósito y este aspecto. Propongo a vuestra consideración esta simple verdad: Sólo podemos en cualquier época hallar nuestra identidad evangélica en términos de nuestra misión característica específica e insustituible.
El futuro del protestantismo depende, en México y en otras partes, de que sea o no fiel a su misión distintiva y característica, que yo definiría con una palabra que se funda en las escrituras, en la palabra de Dios, pero que naturalmente necesita esclarecimiento, requiere pensarse una y otra vez, revisarse una y otra vez lo que realmente significa. Esta palabra es evangelización. Y aunque parezca un lugar común —a veces los lugares comunes son los que encierran las eternas verdades— diría yo que la misión característica del protestantismo, la suya propia, que si no la desmpeña, y ahora quisiera dar más bien un giro de amplitud al término y hablar de la cristiandad en general, no habrá otra institución y otro mivimiento que la desmpeñe: es la que se encierra en nuestro simple, tradicional, pero también insustituible término “evangelizar”.
No siendo teólogo, no me atrevería a tratar de definir todo el rico contenido de esta palabra, pero sí quisiera al menos someter a vuestra consideración este pensamiento. Usualmente entendemos por evangelizar “la proclamación del evangelio”. Y por ahí empieza. La misma Escritura pregunta cómo aceptarán los hombres a Cristo si no oyeren hablar de Cristo. La proclamación del mensaje, las buenas nuevas de que en Cristo encarnado, crucificado, resucitado y glorificado Dios ofrece la salvación, es por supuesto el comienzo indispensable de la evangelización. Pero el evangelio es un acontecimiento y no sólo un mensaje. El evangelio, más todavía, es una Persona, no sólo el anuncio de ciertas proposiciones, llámeseles teológicas o no. Evangelizar es, como a veces se dice en la Palabra, predicar a Cristo. No sólo algo acerca de Cristo, sino predicar a Cristo como Señor y Salvador. Pero quisiera proponer también a vuestra consideración que en evangelizar hay más: evangelizada es la persona que no sólo ha oído el anuncio y que lo ha aceptado, creyendo que es verdad lo que el anuncio dice: evangelizada es aquella persona en quien el evangelio se hace vida, es la persona que vive el evangelio. Por tanto, evangelizar es poner al que oye el anuncio en contacto con la fuente de poder y de gracia que es Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, para que en esa persona y luego a través de esa y otras personas como ella, se produzca una transformación, una regeneración, una salvación que es primero que todo personal, pero que no se limita a lo personal. La salvación, si es auténtica y genuina, se proyecta de tal modo en el medio, que produce una regeneración, una transformación social que hoy se ha dado en llamar salvación social. Pero no hay salvación social si no hay salvación personal.
La “salvación social”, me parece, es el resultado de la acción transformadora, o si queréis llamarle así, revolucionaria en el buen sentido de la palabra, que excluye para mí la violencia: la acción revolucionaria que ejercen los personalmente transformados y regenerados. Pero se trata de entender esta regeneración, esta salvación, esta transformación, concibiendo al ser humano como una unidad y una totalidad, el hombre en su integridad, o sea la salvación del hombre integral. El hombre no es un espíritu desencarnado, pero tampoco es el simple compuesto, suma o combinación de las relaciones económicas o materiales. El hombre necesita de pan para vivir, pero “no sólo de pan vive el hombre”.
Creo que al buscar esta identidad en los actuales momentos en que se producen tantos cambios en el mundo, tenemos que reflexionar —y ahí tenéis la tarea de los teólogos, para guiarnos a los profanos de la masa evangélica— tenemos que volver a plantearnos esta cuestión: ¿Cambiar al hombre para cambiar al mundo o cambiar el mundo para cambiar al hombre? ¿Es el cambio de estructuras el que cambia el modo de ser del hombre o es el cambio del modo de ser del hombre el que produce, porque él es el autor de la historia, al nivel humano, el cambio de estructuras? Claro que los filósofos y los sociólogos nos dirán que hay un intercambio, una interacción, desde luego. Y claro que nos dirán, y lo aceptaremos, que unas estructuras sociales y económicas pueden prestarse más a la injusticia que otras, y entones hay que cambiarlas. Pero la cuestión es ésta: si el cambio esencial que corresponde promover a las iglesias evangélicas, es el de las estructuras o el del hombre en primer término.
La proclamación del evangelio me parece que en este punto es inequívoca. La raíz del mal está en el corazón del hombre. Y mientras el corazón del hombre no se transforme por la gracia regeneradora de Dios en Cristo, podéis tener las mejores estructuras, pero los hombres no regenerados os las echarán a perder. El ingenio humano puede inventar una caja fuerte a prueba de ladrones, pero el ingenio perverso de los ladrones a su debido tiempo inventará la manera de abrir una caja fuerte “a prueba de ladrones”. Las mejores estructuras de las que teóricamente podemos decir, “Ahora sí, este modo de organizar la sociedad se presta menos (es todo lo que podemos decir, “se presta menos”) a la injusticia y al mal social, excepto que se produzca este cambio profundo en el corazón de suficientes hombres de los que viven bajo estas estructuras, esas estructuras acabarán por ser pervertidas y hasta utilizadas para continuar el hombre oprimiendo al hombre y el hombre explotandoo al hombre.
Sin ninguna presunción habla aquí uno de esos veteranos de la revolución mexicana, que dio literalmente su sangre en la lucha por los ideales sociales de la revolución. Yo creo que ella ha sido un gran paso y un gran beneficio para México. Si comparamos la situación antes de 1910 con la situación de hoy, en relación con las conquistas obreras, con la situación de las clases trabajadoras, no hay comparación. Pero no me atrevería yo a decir, revolucionario como soy (a lo mexicano, no a lo de otra parte, sino a lo mexicano) no me atrevería a decir que los cambios de estructuras que la revolución promovió, muy buenos en sí, han sido suficientes para hacer a México feliz. A mí, que vi morir a tanta gente en la revolución por esos ideales, se me amarga la boca cada vez que veo cuántos llamados revolucionarios se están valiendode la revolución para enriquecerse, para explotar a los demás, para dañar al país. Perdónenme otra vez esta referencia personal: si después de salir de las filas del ejército revolucionario decidí volver a mi escuelita de Puebla a terminar mi carrera de maestro cristiano, cuando se me ofrecía la posibilidad de hacer carrera militar o política, como a muchos de mis compañeros que lo hicieron así, se debió a que, gracias a Dios, percibí a tiempo que México necesitaba algo más que un simple cambio de estructuras.
En cuanto a la custión de número, muchas veces nos hemos preguntado: ¿Llegará el protestantismo a ser una mayoría numérica en América Latina?, ¿llegaremos como religión a substituir al catolicismo en la América Latina? En primer lugar, yo personalmente someto a vuestra consideración esta opinión: Yo no creo que, ni queriéndolo, lleguemos a ser una mayoría numérica en México y en la América Latina. Ya sabemos cuál es el peligro y el riesgo de las masas. ¡Ya sabemos lo que pasaría si algún día algún Constantino criollo declarara el protestantismo religión oficial de México! El protestantismo se pondría de moda. Es la historia del siglo IV con Constantino. Fue entonces cuando afluyeron las masas por razones políticas al cristianismo, y este se convirtió en mayoría. Y fue entonces cuando apareció la prevaricación en el seno de cristianismo. No. Yo diría que el futuro del protestantismo en México, en América Latina es, ojalá que sea, continuar como una minoría numérica, sin idolatría de la masa y del número, pero que desempeñe el papel de una minoría significativa moral, espiritual y socialmente.
En suma, el papel del protestantismo, en el que estribaría su futuro, sería el representado por las figuras bíblicas de la sal y de la levadura. Naturalmente, para ejercer una positiva influencia moral y espiritiual, es menester que la minoría sea de suficiente importancia numérica. Y así, el crecimiento cuantitativo de nuestras iglesias no deja de ser de real importancia, Pero de una importancia secundaria y subordinada. Porque a su vez el crecimiento numérico depende de la fidelidad a su misión esencial.
La tarea es ingente y los recursos limitados. Pero si el protestantismo en nuestras tierras se mantiene fiel a su fundamental misión evangélica, y no se deja desviar de ella ni permite que su mensaje se desvirtúe con infiltraciones extrañas, continuará sin duda su marcha. Tiene delante de sí una puerta abierta que nadie podrá cerrar.
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