El carácter nutricio de la Biblia para los escritores, considera Sergio Pitol, se debe a que “literariamente, la Biblia es la madre de todos los libros”.
Recordatorio necesario para situar la presente serie: Circula ya la versión impresa de mi nuevo libro, Casiodoro de Reina traductor de la Biblia del Oso, publicada en 1569. La mayoría de los capítulos fueron publicados, en primera redacción, en Protestante Digital. El que reproduzco a continuación es uno de los que no adelanté aquí. Ahora lo comparto y expreso que la obra está dedicada a Emilio Monjo y Francisco Ruiz de Pablos, por su rescate histórico y editorial de los reformadores españoles del siglo XVI.
Pasemos al caso mexicano. El carácter nutricio de la Biblia para los escritore(a)s, considera Sergio Pitol, se debe a que “literariamente, la Biblia es la madre de todos los libros. El lenguaje bíblico es como la sedimentación de grandes literaturas”. Para él, “la gran literatura norteamericana del siglo XIX, ese surgimiento del nivel del suelo a los niveles más altos [es] debido a que, para los protestantes, la Biblia era un libro de lectura diaria”. Pitol leyó detenidamente “la traducción de Casiodoro de Reina […] un texto que la Inquisición consideró como heterodoxo […] Es la tradicional que comencé a leer y sigo leyendo: es en donde el lenguaje me parece prodigioso” (Cervantes-Ortiz, 2019: 26).
Sergio Pitol ha sintetizado bien las repercusiones de la Biblia para la literatura en inglés y, en contraparte, la ausencia de ella en la producción literaria española. En la primera la Biblia fue nutriente del imaginario religioso pero también cultural e imbuyó de temáticas y referencias éticas a los autore(a)s. La segunda, debido a las prohibiciones inquisitoriales, no se fermentó con las historias bíblicas y la belleza literaria de la traducción en español realizada por Casiodoro de Reina. Pitol hace el siguiente contraste:
Si se compara el esplendor de las novelas decimonónicas de la Nueva Inglaterra con las que en esa misma época se escribieron en nuestro idioma, estas últimas quedan disminuidas al instante. La sola idea de establecer una analogía nos produce un agobio y una disminución escalofriantes. Por un lado Moby Dick, La letra escarlata, La caída de la casa de Usher, La vuelta de tuerca. Del otro, Don Gonzalo González de la Gonzalera, El buey suelto, Pequeñeces, Morriña. Las primeras, como me decía Monsiváis hace cuarenta años, son una prolongación de la palabra revelada; las de nuestro idioma surgen de la nada. Tras ellas dos siglos de Contrarreforma, donde en vez de la Biblia sólo se leían sermones. Hay desde luego dos excepciones: Galdós y Clarín.
Parecería que hago proselitismo religioso. No es para nada el caso. Me refiero sólo a la potencialidad que presta a una escritura su raigambre en algunos de los momentos de mayor esplendor del idioma. Monsiváis logró esa conexión con el lenguaje insuperable que Casiodoro de Reina creó a mediados del siglo XVI. Otros lo han hallado en Cervantes, en Tirso, en Lope o Calderón, en Quevedo y Góngora, en Bernal Díaz del Castillo, en Darío, y luego afinado en Vallejo y Jorge Guillén, en Valle Inclán, Neruda, López Velarde, Borges, Cernuda o Paz. Cuando no se da el encuentro con ese gran idioma, la literatura se ensombrece (Pitol, 1997: 53; 2010: 54).
Sergio Pitol conoció la belleza literaria de la Biblia del Oso (en la revisión de 1909, llamada versión antigua) por Carlos Monsiváis. El primero, en 1954, cursaba estudios en la Facultad de Derecho de la UNAM y, junto con otro estudiante, Luis Prieto, le correspondió ir en abril a la Escuela Nacional Preparatoria de San Ildefonso para realizar activismo a favor del presidente guatemalteco Jacobo Árbenz, quien era asediado por la CIA estadounidense. Entonces ambos conocen al estudiante preparatoriano Carlos Monsiváis, de cuya primera impresión causada Prieto escribió: “Era chistosísimo […] porque como era protestante andaba de corbata y saco” (Prieto, 2008: 52). Desde entonces Pitol mantendría amistad con Monsiváis y en 1957, durante un diálogo sobre lecturas compartidas y adquisición de novedades bibliográficas, los dos coinciden que “el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le ha ocurrido en este siglo a nuestro idioma”. Acto seguido Monsiváis refiere la traducción de la Biblia preferida y admirada por él:
Hace allí una leve pausa y añade que uno de los momentos más altos de la lengua castellana le es debido a Casiodoro de Reina y a su discípulo Cipriano de Valera, y cuando desconcertado ante aquellos nombres, le preguntó: ¿y ésos quiénes son?, me responde escandalizado, que nada menos que los traductores de la Biblia. Aspira, me dice, a que algún día su prosa muestre el beneficio de los infinitos años que ha dedicado a leer los textos bíblicos; yo que soy lego en ellos, comento bastante encogido que la mayor influencia que registro por el momento es la de William Faulkner, y allí me da jaque mate al aclararme que el lenguaje de Faulkner, como el de Melville y Hawthorne, están profundamente marcados por la Biblia: son una derivación no religiosa del Lenguaje Revelado (Pitol, 2006: 64).
A los dieciocho años de edad José Emilio Pacheco, en 1957, inició amistad con Carlos Monsiváis, un año mayor que aquél. En 1992, en ocasión de un homenaje a Carlos en la Universidad de Guadalajara, Pacheco mencionó que Monsiváis le descubrió la Biblia traducida por Casiodoro de Reina, y alternaban su lectura con otras actividades culturales: “En la feliz ignorancia del porvenir, combinamos sin saberlo alta cultura y cultura popular: programas triples en viejos cines ya también desaparecidos y lecturas de la Biblia en la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Como buen niño católico yo ignoraba esta obra maestra y me había mantenido a distancia de poetas rojos como Pablo Neruda y César Vallejo” (Pacheco, 2008b: 6).
En mayo de 2008, en ocasión de los setenta años de Carlos Monsiváis, José Emilio recurrió a la autoentrevista para evocar su amistad con Carlos y el beneficio que tuvo la misma para abrirle horizontes insospechados:
Aquel encuentro iba a cambiar mi vida y a convertirme en escritor. Nacido apenas un año antes que yo, Monsiváis me dio aquellas enseñanzas que uno solo puede obtener de las personas de su edad […] Ese niño se forma en la Biblia de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, una obra maestra del Siglo de Oro a la que nunca se toma en cuenta como parte esencial de la gran literatura española, mientras para la mayoría de sus contemporáneos la prosa castellana era lo que leían en las más veloces y descuidadas traducciones, pagadas a un céntimo por línea.
-¿Usted leyó también la Biblia de Reina y Valera? -Sí, pero tarde y gracias a Monsiváis. Yo ni siquiera me había acercado a las biblias católicas, excepto por supuesto a los Evangelios. En vez de la lectura directa, que nos desalentaban casi como una invitación al luteranismo, había clases de “Historia sagrada” en que nos contaban los relatos de Adán y Eva y el diluvio y la torre de Babel (Pacheco, 2008a: 34; 2008b: 6).
En varios lugares de su obra José Emilio Pacheco evidencia que leyó detenidamente la versión bíblica que le compartió Monsiváis. En la poesía del autor han quedado muestras de la impronta de la Biblia en la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, como lo demuestra bien Leopoldo Cervantes-Ortiz al observar que a lo largo de la extensa obra poética de Pacheco “se perfilan algunos de los rumbos que toma el lenguaje bíblico y sus desdoblamientos en una poesía que será de denuncia profética, a ratos, de intensidad apocalíptica en otros y hasta de búsqueda de sentido, en algunos […] El intertexto bíblico le ha servido para asumir un lenguaje característico […] La Biblia, en Pacheco, pasa por un filtro admirable en su rigor, pues aunque ese libro antiguo nos pertenece a todos, muy pocos poetas lo llevan en la sangre y en la punta de la lengua (2009: 1-3).
De la poesía bíblica, consideraba Pacheco, los libros de Job y Cantar de los Cantares eran los más interesantes para los lectores contemporáneos. Del segundo realizó una versión para la cual echó mano de “un saqueo de todas las versiones disponibles en todos los idiomas al alcance por cualquier medio”. El poema atribuido a Salomón ha inspirado en lengua española “las obras maestras de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Francisco de Quevedo y los traductores bíblicos Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera” (Pacheco, 2009: 7, 12).
Una “obra maestra desconocida” para la literatura española era, afirmaba convencido Pacheco, “la Biblia que tradujo Casiodoro de Reina en 1569 y revisó Cipriano de Valera en 1602 […] Ya que se trata de la Biblia protestante, no igualada como verso ni como prosa por ninguna de las Biblias católicas, nuestra cultura ha vivido de espaldas a ella, a diferencia de lo que ocurre en lengua inglesa” con la King James Version (Pacheco, 2017a: 97). La cita forma parte de la columna Inventario que publicaba José Emilio en la revista Proceso, edición del 17 de noviembre de 1984. Dedicó el escrito a la memoria de “doña Ester Monsiváis”, madre de Carlos, gran lectora de la Biblia Reina-Valera y maestra de Escuela Dominical en la Iglesia Cristiana Interdenominacional de la Colonia San Simón Ticumac, en la capital mexicana.
Del gran aprecio e influencia literaria de la Biblia ReinaValera en su obra dejó constancia José Emilio Pacheco en el primer y único número de la revista La sal amotinada. Merece evocarse aquí una crónica de lo acontecido el 27 de mayo de 1998 en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, cuando el escritor de su puño y letra reconoció a los traductores bíblicos como sus maestros.
Verónica Cuevas Luna, entonces estudiante de Letras Hispánicas en la Facultad antes mencionada, acudió al auditorio para escuchar a José Emilio, quien dio una conferencia en ocasión del bicentenario del nacimiento de Giacomo Leopardi. Al terminar la exposición
Varios alumnos se acercan al maestro para solicitarle una firma sobre alguno de sus libros, a lo cual accede gustoso y bromista, y yo pienso que es una lástima que me haya olvidado de traer un libro suyo, ni modo de presentarle una hoja en blanco, va a pensar que lo confundí con Alex Lora. Estoy a punto de irme, pero antes reviso mentalmente el contenido de mi bolsa, tengo tres libros: El corazón de las tinieblas [de Joseph Conrad], Alicia en el país de las maravillas [de Lewis Carroll] y la versión Reina-Valera de la Biblia. ¿Querrá firmarme la Biblia? Lo pienso, y no tanto por conseguir el autógrafo, sino porque siempre he encontrado una gran presencia de la poesía bíblica en la obra de José Emilio. Poemas como La sal, Fin de siglo, El Rey David y muchos otros, me han regalado una visión más rica de la Palabra de Dios; José Emilio me ha ayudado a valorar a la poesía dentro de la Biblia, aspecto demasiado olvidado por muchos cristianos.
La joven estudiante decidió hacer fila para solicitarle a José Emilio accediera a firmarle la Biblia, sabedora que para el escritor la traducción que llevaba le era familiar:
Muerta de miedo llego hasta el poeta y le hago mi petición. “¡Cómo crees! ¡Cuánta arrogancia necesita un escritor para poner su nombre en la Biblia!”, dice mientras abre el libro de Lewis Carroll, el cual firma “Como si yo te lo hubiera regalado, para evitar confusiones”. Insisto una vez más en la firma sobre la Biblia, esta vez exponiéndole mis razones: “Su poesía es muy bíblica, el año pasado hice un trabajo sobre eso”. Él parece interesado, lo que aumenta mi nerviosismo, y le explico que el tema del trabajo fue la comparación de su poema Miro la tierra con las Lamentaciones de Jeremías. José Emilio abre mi Biblia, mientras me advierte que “Dios se puede molestar por esto” y yo le digo que no se trata de usurpar el lugar de Dios, sino sólo que me dedique la traducción Reina-Valera, “una obra que debería figurar en el canon de la mejor literatura de nuestro Siglo de Oro”, me interrumpe mientras escribe en el rincón más imperceptible de la segunda hoja. Me animo a preguntarle cuál es en su opinión el libro más poético de la Biblia. “Isaías y Job”, me responde sonriente cerrando la Biblia.
Aún hay una larga fila de libros que esperan ser firmados. Doy las gracias y compruebo la sospechada filiación del poeta con la Biblia, cuando leo: A nombre no de Dios, sino más modestamente de mis maestros Casiodoro y Cipriano. José Emilio (Cuevas, 1998: 6-7).
En el solitario número de La sal amotinada se reprodujo el poema La sal, que en cierta forma influyó en la elección del nombre de la revista, particularmente la segunda estrofa. “La sal no son los individuos que la componen, sino la tribu solidaria. Sin ella cada partícula sería como un fragmento de nada, su acción perdida en un agujero negro inasible”. La otra fuente inspiradora fue el grupo de poetas que en 1960 publicó el volumen colectivo La espiga amotinada. Por otra parte, sobre el título de la antología general de la obra de José Emilio, compilada por su hija Laura Emilia Pacheco, ella ha dicho que alude a un verso de Giacomo Leopardi: El Infinito naufragio. La antologista señala que la obra “es una afirmación rotunda de la vida ante un presente que nos acecha y nos acosa con la destrucción; un homenaje a la memoria contra el olvido a la cultura contra la entropía, a la vida contra el tiempo” (Pacheco, Laura Emilia, 2019: 9).
Bibliografía
Cervantes-Ortiz, Leopoldo (2009): “El lenguaje bíblico en la poesís de José Emilio Pacheco”, en Letralia, tierra de letras, año XIV, núm. 213, 6 de julio, https://letralia. com/213/ensayo01.htm
Cervantes-Ortiz, Leopoldo (2019): Biblia, cultura y literatura en los 450 años de la Biblia del Oso. Ensayos. México: CUPSA.
Cuevas Luna, Verónica (1998): “¿Poesía en la Biblia?”, La sal amotinada, núm 1, septiembre de 1998, pp. 6-7.
Pacheco, José Emilio (2008a): “La iniciación de Monsiváis”, Nexos, mayo de 2008, pp. 33-38.
Pacheco, José Emilio (2008b): “Monsiváis y el desierto del pasado”, en Laberinto, suplemento de Milenio Diario, 3 de mayo de 2008, pp. 6-7.
Pacheco, José Emilio (2009): El Cantar de los Cantares. Una aproximación de José Emilio Pacheco. México: Ediciones Era-El Colegio Nacional.
Pacheco, José Emilio (2017a): “Voz de la Biblia y verso de Walt Whitman: Nota sobre León Felipe y la tradición del versículo”, en Inventario, antología, 1984-1992, t. II. México: El Colegio Nacional-Ediciones Era, pp. 97-103.
Pacheco, Laura Emilia (selección y prólogo) (2019): El infinito naufragio. Antología general de José Emilio Pacheco. México: Hotel de Letras.
Pitol, Sergio (1997): “Un lenguaje afianzado en la tradición”, Viceversa, junio de 1997, pp. 50-54.
Pitol, Sergio (2006): Escritos autobiográficos. Obras Reunidas, tomo IV. México: Fondo de Cultura Económica.
Pitol, Sergio (2010) “Un lenguaje afianzado en la tradición”, en Serur, Raquel (coordinadora), La excentricidad del texto. El carácter poético del Nuevo catecismo para indios remisos. México: Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 51-58.
Prieto, Luis (2008): “Si vamos a homenajear a Monsi no hay que olvidar a doña Esther”, Emeequis, 5 de mayo de 2008, p. 52.
Vidargas, Francisco (2017): Monsiváis y sus contemporáneos. México: Asociación Cultural El Estanquillo, A. C.
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