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¿Es posible una defensa teológica de la libertad religiosa?

Al Dios de la Biblia y a sus seguidores siempre se les percibe como competencia y amenaza. Y la sospecha tiene fundamento: no se puede servir a dos señores. 

#PERSEGUIDOS AUTOR 875/Jose_Hutter 09 DE AGOSTO DE 2020 22:00 h

A primera vista parece una pregunta fácil de responder. La Biblia está a favor de la libertad religiosa, ¿verdad?



Pero reflexionando sobre el tema nos encontramos con una serie de preguntas que vale la pena pensarlas bien. Y es lo que pretendo con el artículo: hacernos pensar porque desde luego no se trata un estudio exhaustivo y riguroso que el tema lo merece. Solo quiero mencionar algunos puntos que me parecen fundamentales para fomentar la reflexión teológica del lector.



Tristemente no he podido resumir el artículo aún más. Pero aquellos que no tienen tiempo para leerlo todo - cosa que es más que comprensible - pueden ir al final del artículo donde todo queda resumido en siete puntos.



Lo dicho: es un tema más complejo de lo que parece. Y lo es por un hecho muy sencillo: es harto difícil encontrar en la Biblia pasajes e incluso versículos que hablen de “libertad religiosa” en nuestro sentido. La razón principal es sencilla. El concepto es filosófico y político, no teológico. Pasajes como Tito 1:3, 1 Pedro 2:13-17, 1 Timoteo 2:1 y sobre todo Romanos 13:1-4,  hablan en términos generales de la situación ideal donde el gobierno de turno mantiene el orden público, una justicia con ciertas garantías y concede a los cristianos la libertad de poder vivir “con tranquilidad”. Nada más.



De hecho, leyendo la Biblia nos damos cuenta de que Dios desde el primer momento no tolera un culto que no se dirija a Él mismo. Y eso tampoco cambia con la Ley de Moisés. Una persona que vivía bajo la Ley no tenía “derecho” a ejercer la adoración a los dioses egipcios, cananeos o babilónicos. Por lo menos no de parte de Dios.



Más aún: los primeros cuatro mandamientos exigen o implican la adoración del Señor, Dios creador de los cielos y de la tierra, excluyendo el culto a otros dioses.



Si vamos al NT nos encontramos con una situación distinta: el evangelio se predica en un entorno donde la Ley mosaica no es ley estatal. Pero las palabras de Jesucristo no son menos radicales: no hay un terreno neutral. El Señor lo excluye categóricamente cuando dice que aquel que no está con él, está en contra de él. Y allí está la madre del cordero.



Porque cada entidad imperial, política, estatal o tribal se basa en sus propias leyes. Por eso siempre va a competir automáticamente con las exigencias del Señor. Y aunque el Reino del Mesías no es de este mundo, los reyes de este mundo no lo entienden así. Para ellos, los cristianos que toman en serio su fe son un factor más político que los mismos creyentes quieren reconocer. Porque al fin y al cabo los que ejercen el poder se creen con el derecho a ejercer ese poder de forma ilimitada y absoluta aquí en la tierra.  El diálogo entre Jesucristo y Pilato es muy revelador en este sentido. 





Al mismo tiempo, es interesante que desde el inicio de la época cristiana, había voces que reclamaban lo que hoy llamamos “libertad religiosa”. Uno de los primeros en hacerlo fue Tertuliano quien de hecho acuñó la expresión “libertas religionis”. El teólogo norteafricano se expresó en palabras que suenan muy modernas:



Es un derecho humano fundamental, un privilegio de la naturaleza, que todo el mundo puede adorar según sus propias convicciones. La religión de una persona no perjudica … a otro. No forma parte de la religión obligar a una religión - a eso nos debería llevar la libre decisión.



El problema es que Tertuliano - como todos los que vinieron después para defender la misma idea - argumentaban desde la ley natural y no la Escritura. De hecho, algunas de sus afirmaciones parecen dudosas a la vista del comportamiento de más de una religión o ideología.



El problema que ha llevado a la idea de la libertad religiosa es la persecución de aquellos que no creen según la línea oficial. En este sentido es indiferente si el estado persecutor es una monarquía absoluta, una dictadura, una teocracia, autoridades religiosas dominantes, una tribu o una democracia de corte occidental y secular: al Dios de la Biblia y a sus seguidores siempre - aunque sea instintivamente - se les percibe como competencia y amenaza. Y la sospecha tiene fundamento: no se puede servir a dos señores. 



Por eso, muchos gobiernos, hoy por hoy, toleran a todas las religiones mientras no cuestionen el credo, las leyes o la ideología estatal y su supremacía y se limitan al ámbito privado y casero. Y no hay que equivocarse: también la doctrina de laicismo y de la neutralidad del estado es una “teología”: tiene sus leyes, sus verdades absolutas e incuestionables, sus doctrinas y desde luego también sus ceremonias con sus “sacerdotes”. Esto lo tenemos claro desde la celebración conmemorativa “laica” de las víctimas del Covid-19 el día 16 de julio en Madrid.



Ningún Estado es neutral. Y su tolerancia tiene límites. Están allí donde el gobierno de turno los pone según sus criterios.



Vemos esto plasmado en la historia contemporánea pero quiero poner un ejemplo del pasado: cristianos protestantes que fundaron sus propios estados y colonias, precisamente porque fueron perseguidos: los puritanos.



Ellos, juntamente con los “padres peregrinos” (pilgrim fathers) llegaron a las costas de la Nueva Inglaterra en las primeras décadas del siglo XVII. Habían sufrido persecuciones masivas en Inglaterra. Luego huyeron a Holanda. El gobierno calvinista de los Países Bajos era muy generoso con personas perseguidas por razones religiosas o políticas. Pero no tanto con los que discrepaban dentro de la fe protestante. Por eso los puritanos finalmente se fueron al otro lado del Atlántico. Sin embargo, una vez fundada la Colonia de la Bahía de Massachusetts a su vez tampoco toleraron otras ideas religiosas: católicos, cuáqueros y otros disidentes en cuestiones de fe y doctrina no tenían lugar en su colonia.



En 1635, Roger Williams, un disidente puritano, fue expulsado de Massachusetts. Se dirigió al sur y fundó la colonia de Rhode Island que se convirtió en la primera colonia sin iglesia oficial y que daba libertad religiosa a todo el mundo, incluido católicos, cuáqueros y judíos. 



Una cosa queda muy clara: los puritanos no salieron de Inglaterra para fundar estados donde la gente gozaba de libertad religiosa. No querían libertad religiosa. Querían practicar su propia fe sin intromisiones y vivir según su conciencia.



Precisamente esto nos lleva a otro concepto: la libertad de conciencia. Esta idea sí que tiene profundas raíces en la Biblia aunque se usa hoy en día también con frecuencia en un contexto secular. Pablo habla de la libertad de conciencia varias veces. La reivindicación de libertad de conciencia a lo largo de los últimos siglos ha llevado en la política a la concesión de la libertad religiosa en nuestras democracias occidentales. Pero nos damos cuenta de que al inicio del siglo XXI se trata de una libertad muy relativa: aquella de poder practicar la fe en casa o en una iglesia, sin la posibilidad de ser demasiado visible en público, y aún menos de ejercer una influencia pública y mucho menos educativa. Se da la bienvenida a la Iglesia mientras hace una labor social. Pero que no se hable de la fe. Pero una libertad religiosa sin la libertad de confesar la fe de cada uno en público y practicarla sin amenaza o coacción no es libertad, sino una quimera.





Sin embargo, el descubrimiento de esta “otra” libertad - personal e individual - cambia la historia de un continente entero: la libertad de conciencia. Para Martin Lutero era un principio no negociable: nuestra conciencia como cristianos está ligada a la palabra de Dios. Estas fueron las palabras famosas de Martín Lutero donde exigía el derecho a seguir a los dictámenes de su propia conciencia en la dieta de Worms delante del Emperador Carlos I. Y este acto insólito del monje de Wittenberg le da al asunto una dinámica individual.



Adorar a Dios se toma en la Biblia no solamente como un derecho, sino como una necesidad inherente en la relación entre Dios y el hombre. Al ser una verdad ligada a la misma naturaleza de Dios desde un punto de vista teocéntrico, no necesita el permiso de una instancia superior porque no existe. En este sentido sí se podría hablar de un derecho innato y concedido por Dios.



Desde que los hombres empezaron a invocar el nombre del Señor (Génesis 4) se llevó acabo un culto público a Dios. Los altares que construyeron los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob en tierras paganas, eran confesiones de fe y proclamaciones del Dios Soberano en el cual confiaron. Seguramente no pidieron permiso a los habitantes del lugar para su construcción. 



Una de las razones para justificar el éxodo del pueblo delante de faraón, fue precisamente el deseo de los israelitas de adorar a Dios libremente en el desierto.



Cuando los israelitas finalmente ocupan Canaán y entran en vigor las estipulaciones de la Ley en cuanto al gobierno de este territorio, no existe el derecho para los cananeos a adorar a sus dioses. Y esto no iba a cambiar hasta que Israel se fue al exilio.



En este exilio los israelitas se encuentran en un entorno donde no se adora al Señor. Es precisamente Daniel quien, siguiendo a sus costumbres y a su conciencia, desobedece la ley de Nabucodonosor que exige adoración para su estatua. Seguramente a Nabucodonosor le habría importado muy poco si Daniel después de haber rendido culto a la estatua del rey hubiera seguido con su adoración del Dios de Israel. Sin embargo, Daniel sigue su conciencia y se niega. Para él hay una clara jerarquía: Dios primero. Luego, Nabucodonosor.



Lo mismo vemos en el Nuevo Testamento: aunque a Jesucristo las autoridades religiosas le prohibieron en varias ocasiones hablar, no obedeció. Vemos la distinción entre Iglesia y Estado en la respuesta de Jesucristo a los fariseos en Mateo 22:21 donde dice: “Dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios”. A César se debe obediencia en áreas donde tiene autoridad legítima - que siempre es delegada de parte de Dios. Pero César - que representa al Estado - no puede exigir la autoridad suprema. Cada uno tiene que rendir cuentas delante de Dios, no a la autoridad estatal. Por lo tanto, el Estado no tiene ni derecho ni autoridad sobre cuestiones de fe. La jerarquía está clara: Dios primero, luego César.



Aunque los apóstoles se sometían a la autoridad establecida, no reconocieron en ningún momento el derecho de las autoridades religiosas o políticas sobre asuntos de su fe. Y no solamente hablamos del contenido, sino también de la práctica. El principio queda claramente establecido: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Tenemos que seguir las normas que nos dicta nuestra conciencia formada por la Palabra de Dios. Es un principio cristiano no negociable.



Y esto siempre ha significado una cosa: persecución. Pablo habla en términos absolutos cuando dice en 2 Timoteo 3:12: “[L]os que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución”. La construcción en griego de esta frase es la de una consecuencia lógica e inevitable.



En esto consiste la libertad del cristiano: no sometiéndose a las exigencias totalitarias, invasivas y tiránicas de las autoridades en cuanto a su fe, escoge libremente las consecuencias de su desobediencia antes de traicionar su conciencia y a Dios.



A nivel estatal, sin embargo, la Biblia facilita también el marco para que un gobierno regido por principios bíblicos conceda a otros el derecho a vivir la libertad religiosa que su conciencia les impone. Es la aplicación de regla dorada: no vamos a hacer a los demás lo que no queremos que ellos nos hagan a nosotros. El error en cuestiones de fe se combate con mejores argumentos y el poder del Espíritu Santo, pero jamás con coacción y armas.



Queda claro que los apóstoles predicaban el evangelio con medios pacíficos, no manipulando o coaccionando a nadie para hacerse cristiano. La idea de promover la fe cristiana por medio de la espada se impuso tristemente cuando el Estado se sirvió de la fe cristiana para cimentar su propio poder a partir de los tiempos de Constantino y Teodosio. 



Esto me lleva, a modo de conclusión, a resumir lo dicho en siete puntos:



1. El cristiano está sometido a los preceptos y enseñanzas de la Palabra Dios.



2. Donde hay un choque de intereses entre la Palabra de Dios y las exigencias gubernamentales, prevalece lo primero.



3. La libertad de profesar nuestra fe y todo lo que eso implica, no puede ser restringido por ningún gobierno. 



4. Donde un gobierno usa la coerción y/o la violencia para restringir la profesión de nuestra fe, un creyente debe de estar preparado para asumir las consecuencias.



5. La persecución de los creyentes tiene su raíz en un conflicto de lealtades: ¿Quién manda? La última lealtad del cristiano es a Dios.



6. La fe cristiana no recurre a la coerción o la violencia para imponer sus creencias.



7. De eso se deduce que un gobierno “cristiano” siempre concederá a sus ciudadanos el derecho de celebrar cultos y ritos según sus creencias, mientras estos no atenten contra el orden público o usen la violencia y la coacción.


 

 


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