En Haití he percibido más que en ningún otro sitio que las batallas físicas son también batallas espirituales.
Hay lugares en el mundo con los que España tiene deudas pendientes desde hace siglos. Uno de esos lugares es, sin duda, Haití.
La isla de La Española fue ocupada por España durante dos siglos (XVI y XVII) y bastaron pocas décadas para causar la extinción de prácticamente todos los indígenas de los asentamientos occidentales de la isla (actualmente Haití), a quienes se había hecho esclavos y se trataba con brutalidad.
Testigo de ello fue fray Bartolomé de las Casas, célebre defensor de los indígenas y que pasó en la isla sus primeros años como misionero dominico. Ahí fue donde se convenció de la contrariedad de los conquistadores españoles con sus supuestas creencias cristianas.
Hace unos meses, mientras estaba en Haití trabajando en el hogar infantil y escuela que tenemos ahí, me propuse hacer una especie de ‘quiz’ con algunos de los niños.
Una de las preguntas era: “¿qué conoces de España?” Los más pequeños ni sabían que existía España. Los más mayores contestaban: “Sergio Ramos” o “un país bonito porque se llama como nuestra isla”.
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Pero me quedo con la respuesta de Shamael, una joven de 16 años: “En la colonización, los españoles maltrataban a las personas”.
No era la primera vez que escuchaba esto en Haití, ni mucho menos. Una vez casi me meto en problemas por ser español. Cinco siglos después, la maldad sigue siendo el legado de los españoles para muchos de los haitianos.
Se siega lo que se siembra. La maldad solo trae más maldad. Los haitianos se enorgullecen hoy en día de haber sido el primer país de América en independizarse después de EEUU y, además, haberlo hecho como esclavos.
Pero es de sobras conocido que la historia del Haití independiente también está escrita con sangre y con prácticas paganas vinculadas al vudú que no eran muy limpias que digamos.
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No voy a decir que Haití es un país dominado por el diablo, ni que los desastres naturales que le han sucedido se deban a la ira de Dios por ser un país pagano, como muchos piensan dentro y fuera de Haití.
Haití también ha tenido sus épocas de prosperidad y bienestar, como lo siguen recordando a día de hoy las pocas construcciones de primeros de siglo XX que quedan en pie. Y tampoco consideraría pagano un país conformado por alrededor de un 70% de cristianos.
Cuando bajé del avión en Puerto Príncipe por primera vez en 2015, no noté ninguna sensación de pesadez en la atmósfera ni percibí una niebla oscura. Llamadme insensible o poco espiritual.
Al revés, descubrí un aire limpio, paisajes espectaculares, un azul en el mar como nunca había visto, y un conglomerado de personas por lo general simpáticas, abiertas, risueñas y agradables como pocas. Por algo el segundo nombre de Haití es la Perla de las Antillas.
En Haití he visto iglesias por todas partes y el nombre de Jesús escrito en la mayoría de comercios y medios de transporte, aunque mucho de ello sea puro nominalismo.
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Pero también he conocido a la iglesia, la de verdad, la que es capaz de reunirse todos los días de la semana para alabar a Dios, la que atiende a las personas en extrema necesidad a pesar de carecer de los recursos y los conocimientos, la iglesia que ama a su gente y quiere ver a sus vecinos reconciliados con Cristo.
Pero también es cierto que en Haití he percibido más que en ningún otro sitio que las batallas físicas son también batallas espirituales, y que el sufrimiento visible es fruto de la tensión invisible entre el mundo de las tinieblas y la luz de Cristo.
Haití se encuentra en estos momentos paralizada entre barricadas, brotes de violencia y manifestaciones por un caso grave de corrupción.
Pero hay una razón más profunda: el hartazgo de la gente en cuanto a la pobreza, la desigualdad, la injusticia social y un largo etcétera. Y en el plano espiritual, estamos ante un país donde una gran parte de la población sigue practicando el vudú con orgullo y ostento.
Cuando se siembra el mal, se cosecha el mal. En el plano físico, España (y Francia) sembró violencia y sufrimiento. En el plano espiritual, no sé bien qué se sembró, pero desde luego no el Evangelio que veo en la Biblia.
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Puede que la mecha que encendimos los españoles en Haití y que avivaron los franceses no se haya apagado todavía.
Pero entonces, ¿cómo se apaga la mecha del mal en un lugar como Haití? Sembrando el bien. Y cuando lo hacemos desde las iglesias lo estamos haciendo como toca, porque conocemos las dos caras de la moneda, la física y la espiritual, la visible y la no visible.
Sabemos que nuestra misión es restaurar tanto una como la otra. Esa fue la misión de Jesús y esa es la misión de Jesús en nosotros (Lucas 4:18).
Obviamente, esa mecha que viene intentándose apagar desde la misma época de Bartolomé de las Casas nunca se apagará del todo.
Y, desde luego, son las iglesias de Haití las que tienen que tomar la responsabilidad, como estoy seguro de que muchas entienden esa responsabilidad de una forma alineada al corazón de Dios.
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Pero qué maravilloso saber que Dios ha concebido a su iglesia como un cuerpo en el cual todos necesitamos de todos.
Las palabras de Pablo en 1ª Corintios 12 justifican algo que es más que evidente en Haití: las iglesias haitianas no podrán llevar a cabo por sí solas la misión que Dios les tiene preparadas.
Solo la podrán llevar a cabo, primeramente, permaneciendo en Cristo, pero, seguidamente, recibiendo de otras iglesias lo que ellas no tienen.
Y yo no sé si las iglesias francesas están haciendo algo por el pueblo haitiano, ni si las inglesas lo están haciendo por los nativos norteamericanos, ni si las estadounidenses lo están haciendo por los vietnamitas y camboyanos. Cada uno en su casa es rey.
Pero sí sé que en Haití, como en otros lugares, hubo una mecha de maldad y sufrimiento encendida por españoles. Y qué mejor que discípulos de Jesús españoles para apoyar a discípulos de Jesús haitianos en su labor de romper las cadenas de opresión que hay en Haití hoy en día, tanto en lo físico como en lo espiritual.
Me gusta pensar que haciendo el bien en Haití desde España estamos ayudando a vencer el mal al que nosotros mismos le abrimos las puertas.
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