Al querer ser romana, la Iglesia dejó de ser católica. La marca romana fue una adición espuria que alteró la naturaleza de la catolicidad de la Iglesia.
El adjetivo “católico” y el sustantivo “catolicidad” tienen un uso agridulce en el lenguaje evangélico ordinario. Parecen asociados demasiado estrictamente con la realidad del catolicismo romano para ser usados de una manera libre de las incómodas superestructuras de significado. Debido a esta relación inestable con los términos, algunas iglesias, al recitar el Credo de los Apóstoles, prefieren profesar la iglesia como “universal” en lugar de “católica”. Las dos palabras se superponen, pero la primera está menos arraigada en las controversias teológicas que la segunda.
La Biblia nunca utiliza la expresión kath'olon (de acuerdo con el conjunto) en el sentido teológico. La única referencia explícita, que se usa en forma negativa, está en Hechos 4:18. El uso profano de kath'olon tiene un rango abigarrado que incluye el significado de “general”, “total”, “completo” y “perfecto”. Al tomar prestado el término, la Iglesia comenzó a entenderlo como una descripción de la universalidad de la Iglesia (compuesta de judíos y gentiles), la plenitud del evangelio (entregado de una vez por todas a los santos), y la extensión global del pueblo de Dios (desde Jerusalén hasta los confines de la tierra).[1]
La catolicidad siempre en el contexto
En la era post-apostólica, la palabra “católico” fue incluida en el Credo de los Apóstoles como una marca de la Iglesia de Jesucristo. El Credo la define como la iglesia “una, santa, apostólica y católica”. La catolicidad fue afirmada no de forma aislada, sino en el contexto de las otras tres dimensiones. En este sentido, la catolicidad de la iglesia se significaba y limitaba haciendo referencia a su unidad (o sea, que hay un solo pueblo de Dios), su santidad (esto es, el pueblo de Dios separado por Él y para Él) y su apostolicidad (a saber, que el pueblo de Dios sigue las enseñanzas de los apóstoles, es decir, la Biblia).
La catolicidad no es un parámetro eclesiológico independiente, sino que está orgánicamente ligada a los otros tres. De esta manera, se protege de convertirse en un omnívoro capaz de integrar a todos. Si la catolicidad tiene prioridad sobre la apostolicidad (es decir, la enseñanza bíblica), se convierte en universalismo. Si se deja de lado la santidad, la catolicidad se convierte en una caja vacía de contenido espiritual. Si el catolicismo pierde su conexión con la unidad, explota en una miríada de unidades auto-referenciales. En el siglo V, Vicente de Lérins resumió los contornos de la catolicidad con los adverbios ubique, semper, ab omnibus: católico es algo que se ha creído en todas partes (espacio), siempre (tiempo) y por todos (extensión). A pesar de la utilidad de la descripción leriana, hay que notar la minimización del fundamento apostólico y bíblico de la catolicidad, el único criterio externo y objetivo para que permanezca anclada a la verdad de Dios. El espacio, el tiempo y la extensión son marcadores importantes de la catolicidad sólo en la medida en que el evangelio apostólico es el marco vinculante de la universalidad de la iglesia.
La romanización de la catolicidad
Desde un punto de vista más amplio, la catolicidad fue profundamente impactada por la adición de una quinta marca de la iglesia: su centro en la iglesia de Roma, la sede de Roma, las autoridades romanas. La catolicidad absorbió un elemento romano que se entrecruzó tanto con ella que dio origen al catolicismo romano. Según Jaroslav Pelikan, “el nombre ‘católico romano’ unía la universalidad de la Iglesia en el mundo entero, que ha sido durante mucho tiempo el contenido del término ‘católico’, con la especificidad de una sola sede”,[2] la de Roma.
Como Kenneth Collins y Jerry Walls han demostrado acertadamente en su libro, Roman but Not Catholic: What remains at Stake 500 Years after the Reformation [Romano pero no católico: Lo que sigue en juego 500 años después de la Reforma] (2016), la catolicidad romana es una unión establecida desde hace mucho tiempo de la universalidad católica y la particularidad romana, la pluralidad católica y la unidad romana, la exhaustividad católica y la diferencia romana, el totus católico (todo) y el locus romano (lugar), la plenitud católica y la parcialidad romana, la amplitud católica y la estrechez romana, la elasticidad católica y la rigidez romana, el universo católico y el centro romano, el organismo católico y la organización romana, la fe católica y la estructura romana.
A lo largo del camino, la voz y el poder eclesiásticos complementaron y finalmente superaron la autoridad bíblica. La Iglesia Romana aumentó sus reclamos exclusivos. La subida del papado se convirtió en el clímax de la romanización del catolicismo. Los sacramentos fueron utilizados para dividir en vez de unir a los cristianos. Se idealizaron los relatos de la María de la Biblia, que reflejaban la síntesis del catolicismo romano: “En resumen”, dicen los autores, “por irónico que sea, la Iglesia de Roma no es suficientemente católica” (p. 83). El argumento acumulativo presentado es que Roma quiere atar sus romanitas (hechas de estructura imperial, poder político, organización jerárquica, tradiciones extrabíblicas) a su estatus de única iglesia de Jesucristo donde se puede encontrar la plenitud de la gracia. Pero este es exactamente el punto en cuestión. Al querer ser romana, la Iglesia dejó de ser católica. La marca romana fue una adición espuria que alteró la naturaleza de la catolicidad de la Iglesia.
Volver a la catolicidad apostólica (es decir, bíblica)
A la catolicidad romana le fue dada la primacía sobre su catolicidad bíblica, modificando así los compromisos fundamentales de la Iglesia romana. La Reforma Protestante fue el intento de recuperar la catolicidad apostólica lejos de sus principios romanos/imperiales/sacramentales/jerárquicos.
Martín Lutero pensó que Roma había llevado la Iglesia a un “cautiverio babilónico” y que había una necesidad urgente de rescatarla. En cierto sentido, la Reforma fue un intento de recuperar la catolicidad desenredándola del mundo romano y reconectándola a la marca de la apostolicidad: el principio formal de la autoridad de las Escrituras y el principio material de la justificación por la fe solamente.
Ciertamente, la Reforma se separó del catolicismo romano, pero lo hizo porque quería restaurar la catolicidad evangélica. La Reforma no se separó de la Iglesia; de hecho, la recuperó rompiendo la esclavitud del romanismo y restaurando la apostolicidad de la catolicidad. Esto no quiere decir que la Reforma siempre y consistentemente apreciara la unidad de la Iglesia, pero su principal preocupación fue cuestionar radicalmente la romanización de la catolicidad que había tomado precedencia a expensas de su apostolicidad y santidad.
La Reforma reclamó la catolicidad de la fe evangélica mostrando su fidelidad a la Escritura y su sustancial continuidad con los Padres de la Iglesia, y redescubriendo el sacerdocio universal de los creyentes lejos de la división romana, sacramental y jerárquica entre los clérigos y los laicos. Este punto ha sido trabajado y argumentado de manera convincente en libros recientes como el de Scott R. Swain y Michael Allen Reformed Catholicity: The Promise of Retrieval for Theology and Biblical Interpretation [Catolicidad reformada: La promesa de la recuperación para la teología y la interpretación bíblica] (Grand Rapids, MI: Baker Academic, 2015) y declaraciones como A Reforming Catholic Confession [Una confesión católica reformada] (2016) firmadas por docenas de eruditos y líderes evangélicos de todo el mundo.
El catolicismo misionero
Hay otro ángulo desde el cual los evangélicos están apreciando la catolicidad de la fe bíblica en el mundo contemporáneo. Este énfasis puede llamarse la dimensión misionera de la catolicidad. En el Manifiesto de Manila (1989), redactado como resultado del Segundo Congreso de Lausana sobre la Evangelización Mundial, hay un llamado a llevar “todo el Evangelio por toda la Iglesia al mundo entero”. El término “catolicidad” no existe, pero la catolicidad de la fe evangélica está presente de forma clara y omnipresente.
Todo el evangelio: no una versión truncada del mismo, sino el mensaje bíblico completo de Dios Creador, Proveedor y Salvador de un mundo pecador y perdido. La iglesia entera: no una clase de profesionales, sino todo el pueblo de Dios comprometido en la misión hasta los confines de la tierra. Al mundo entero: centros y periferias, grupos y naciones, el mundo de los negocios, los medios de comunicación, el trabajo y las ideas. De pie sobre los hombros de la catolicidad apostólica recuperada por la Reforma, es una manera prometedora de reclamar y vivir la catolicidad de la Iglesia en nuestro mundo quebrantado.
Notas
[1] Cfr. A. Dulles, The Catholicity of the Church[La catolicidad de la Iglesia] (Oxford: Clarendon Press, 1985) y V. Manguzzi, Cattolicità[Catolicidad] (Asís: Cittadella, 2012).
[2] Cfr. A. Dulles, The Catholicity of the Church[La catolicidad de la Iglesia] (Oxford: Clarendon Press, 1985) y V. Manguzzi, Cattolicità[Catolicidad] (Asís: Cittadella, 2012).
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