La mayoría de las personas, independientemente de sus creencias, toman las mismas decisiones fundamentales cuando se enfrentan a los mismos dilemas éticos.
Los sofistas eran maestros griegos que viajaban de ciudad en ciudad enseñando a la gente a ser buenos ciudadanos y a triunfar en la política. Ellos fueron los primeros pensadores que cobraron por sus enseñanzas (fundaron el primer gremio de los profesores de filosofía relativistas que cobraban por sus clases). Eran relativistas morales y creían que no es posible determinar lo que es moralmente correcto. Las normas morales son siempre convencionales -decían- y se aceptan por intereses o conveniencia. Creían que en el terreno de la moral, todo es cuestión de opinión.
Uno de los textos más antiguos, que refleja estas ideas, es el del sofista Protágoras (485-411 a. C.), quien resume bastante bien la doctrina del relativismo moral:
Sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo sostengo con toda firmeza que, por naturaleza, no hay nada que lo sea esencialmente, sino que es el parecer de la colectividad el que se hace verdadero cuando se formula y durante todo el tiempo que dura ese parecer.[1]
El problema con estas ideas es que, si fueran ciertas, ninguna conducta humana podría ser considerada nunca como “buena” o “mala” en sí misma. Todo dependería siempre del punto de vista o de la opinión de las personas particulares. Sería moralmente bueno, aquello que a los individuos les pareciera bueno en un momento determinado. La ley moral sería subjetiva y, por tanto, no habría nunca conductas moralmente malas o censurables. ¿Estaban en lo cierto los sofistas griegos? Vanos a ver que no.
El sentido moral del ser humano es objetivo y universal
Si el relativismo moral de los sofistas, y de tantos otros pensadores a lo largo de la historia, fuera cierto, deberíamos esperar que cada cultura, sociedad o religión, tuviera su propio sistema particular de valores morales. Y que éstos fueran fundamentalmente diferentes entre sí. Sin embargo, los estudios antropológicos confirman todo lo contrario. A pesar de pequeñas diferencias culturales, la mayoría de las personas, independientemente de sus creencias, toman las mismas decisiones fundamentales cuando se enfrentan a los mismos dilemas éticos.
Esto se ha estudiado en muchos pueblos alrededor del mundo y se ha visto que la moralidad es objetiva y universal. Tal como escribe el profesor de literatura, C. S. Lewis: Si alguien se toma el trabajo de comparar las enseñanzas morales de, digamos, los antiguos egipcios, babilonios, hindúes, chinos, griegos o romanos, lo que realmente le llamará la atención es lo parecidas que son entre sí y a las nuestras.[2] Hasta los propios darwinistas ateos, como el biólogo Richard Dawkins, no han tenido más remedio que reconocer esta realidad.
Se han hecho experimentos morales, por ejemplo, con los kuna (pequeña tribu centroamericana que tiene poco contacto con los occidentales y que carece de religión) y han mostrado tener los mismos juicios morales que los demás.[3] Esto es precisamente lo que cabría esperar si poseyéramos un sentido moral inserto en nuestra conciencia. Hoy existe suficiente consenso, entre los antropólogos culturales, acerca de la existencia de una moralidad universal en la especie humana. Y tal convicción corrobora exactamente lo que dice la Biblia y contradice el relativismo moral de los sofistas (y de tantos otros pensadores a lo largo de la historia).
Ahora bien, ¿cómo explica este hecho el naturalismo evolucionista? Por supuesto, no tiene más remedio que admitir la realidad de la universalidad del sentido moral. Pero se aduce que esta especie de gramática universal que dirige nuestros juicios morales evolucionó durante millones de años, a partir de animales carentes de sentido moral.
¿Crearon los genes egoístas al buen samaritano que llevamos dentro?
Richard Dawkins, afirma que la bondad humana es perfectamente compatible con su antigua teoría del “gen egoísta”.[4] En su opinión, hay circunstancias en las que “los genes aseguran su supervivencia egoísta influyendo en los organismos para que se comporten de manera altruista”. Según tal extraña teoría de Dawkins, este altruismo hipócrita se debería a cuatro cosas: al parentesco genético, a la reciprocidad o intercambio de favores, al beneficio darwiniano de ser generoso y al afán de notoriedad.
Se supone que, a lo largo de la prehistoria, los humanos vivieron en condiciones que favorecieron la evolución de estas cuatro clases de altruismo o generosidad. Sin embargo, imaginar historias es fácil pero resulta mucho más difícil demostrarlas científicamente.
La hipótesis de Dawkins, tal como dice el biofísico y teólogo irlandés, Alister McGrath, “es simplemente una pontificación metafísica, no un análisis científico”.[5] Lo único que se puede demostrar objetivamente de la teoría del gen egoísta es que en el interior de nuestras células hay genes. Nada más. Ni que sean egoístas, ni que dirijan nuestras acciones, ni que nos usen como vehículos para sus intereses reproductivos, etc.
Nada de esto se puede comprobar experimentalmente. Todo es pura especulación metafísica, no empírica (no demostrable), que oculta detrás compromisos ideológicos previos con el materialismo que, por supuesto, tampoco son verificables.
A pesar de esto, Dawkins dedica todo el capítulo 6 de su libro, El espejismo de Dios, para explicar que la moral humana es solamente un fenómeno natural, y que Dios no es necesario. Según él, nuestros genes habrían diseñado hace mucho tiempo a los humanos para que fuesen virtuosos ya que esto aumentaría las probabilidades de que tales genes sobrevivieran en el futuro. De manera que la biología darwinista sería la explicación definitiva de la moral y, por tanto, ya no habría necesidad de explicaciones teológicas. ¡La supervivencia de los genes, y no Dios, sería la fuente de la moralidad y problema resuelto!
No obstante, cuando se sigue leyendo el libro de Dawkins, se descubre que toda esta argumentación que ha venido defendiendo se desmorona repentinamente como un castillo de naipes. En la página 255 dice que “las reglas generales en algunas ocasiones fallan”[6] y que podría ser que nuestros impulsos de buen samaritano sean fallos análogos a los del instinto de esos pequeños pájaros que se desviven por alimentar enormes polluelos que no son suyos, como hacen los cucos o cuclillos. ¿Qué significa este giro de 180 grados en su argumentación? Después de decir que la selección natural de las mutaciones en los genes es la responsable del altruismo y la moralidad humana, ahora nos dice todo lo contrario. A saber, que dicha selección natural puede tener fallos y no ser la responsable de la moralidad. Así pues, ¿en qué quedamos?
Como escribe el catedrático de teología de la Universidad de Georgetown (Washington), John F. Haught: Dawkins no solo nos deja esperando aún la prometida explicación evolucionista de la moral, sino que también ejemplifica la contradicción lógica a la que todo intento de ofrecer una justificación puramente científica de la moral termina conduciendo.[7] En definitiva, la evolución darwinista es incapaz de explicar la moral humana. Un proceso natural ciego, indiferente y amoral como la evolución difícilmente podrá explicar jamás por qué la justicia, el amor y la búsqueda de la verdad existen en la conciencia humana. De manera que, a pesar de lo que diga Dawkins, los genes no pudieron jamás crear al buen samaritano.
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