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Teología con alma latina (II)

En Suramérica la figura de Cristo que se debe presentar más constantemente y con ganas es en la que él parece en estrecha relación con el pecado. Que se enfatice como el Juez severo del mal, como el Amigo misericordioso de pecadores desesperados

KAIRóS Y CRONOS AUTOR Carlos Martínez García 24 DE NOVIEMBRE DE 2018 13:00 h

Hay preguntas que resurgen e interpelan al protestantismo latinoamericano. Cada generación, ya sea explícita o implícitamente, debe cuestionarse acerca de su ser y quehacer. Otra forma de plantearse la pregunta es en términos de interrogante sobre la identidad y misión del cristianismo evangélico, también lo es responder a cuál es el ethos del protestantismo en Latinoamérica.



En el comentario anterior a la obra de Daniel Salinas, Teología con alma latina. El pensamiento evangélico en el siglo XX (Ediciones Puma, Lima, 2018), me ocupé de reseñar los planteamientos del autor sobre los primeros esbozos de pensamiento evangélico en tierras latinoamericanas y la reflexión concitada en el Congreso de Panamá, en 1916. Ahora continuamos con lo expuesto y discutido en Montevideo, 1925, la Habana, 1929 y la sedimentación de doctrinas que fueron perfilando al evangelicalismo mayoritario en América Latina.



Si en Panamá la tendencia fue justificar la presencia  misionera exógena y sus resultados en el Continente, en el Congreso de Montevideo (presidido por el brasileño Erasmo Braga) lo anterior se dio por sentado y además se abordaron preguntas relacionadas con el mensaje a transmitir y su pertinencia contextual: “¿Cuál debe ser nuestro mensaje? y ¿hay ciertos elementos característicos del mensaje cristiano que deberían enfatizarse?” (p. 31).



En el documento resultante se recomienda enfatizar rasgos cristológicos ausentes, o difusos, en la religiosidad popular dominante: “El Jesús de la tragedia, el ‘Cristo español’, debe ser suplementado por esa Persona poderosa que ardió de indignación confrontado por el engaño y la opresión organizados que se amparaban bajo un ropaje religioso. Además, se debe enfatizar también la ternura infinita de Jesús hacia los pecadores, débiles y desamparados. En una palabra, creemos que en Suramérica la figura de Cristo que se debe presentar más constantemente y con ganas es en la que él parece en estrecha relación con el pecado. Que se enfatice como el Juez severo del mal, como el Amigo misericordioso de pecadores desesperados, como el Salvador divino de cuyo paso por el tiempo tuvo una importancia redentora y cuya existencia infinita como el Señor exaltado garantiza la victoria de la justicia en la tierra” (p. 32).



Si bien la singularidad doctrinal del protestantismo debía preservarse y difundirse, mediante distintos medios e instancias pedagógicas, igualmente era ineludible hacer hincapié en la encarnación de los principios que se propagaban. Por lo cual, “dondequiera que se deba enfatizar la doctrina, se debe acompañar de una insistencia en los frutos prácticos de una vida santa” (p. 34). En Montevideo también se instó a desarrollar propuestas que hicieran frente a las problemáticas de cada nación y a las necesidades de los distintos sectores sociales. Es decir, a ir más allá de la evangelización personal, sumarle reflexión y acciones con el fin de contribuir a la solución de los flagelos que mantenían subyugados a los pueblos latinoamericanos.



En 1929, el Congreso Evangélico Hispano-Americano de La Habana, estuvo presidido por el metodista mexicano Gonzalo Báez-Camargo, que tenía treinta años. De una observación, que llevaba implícito un llamado al examen de conciencia, Báez-Camargo lanzó un reto para “naturalizar” al protestantismo en América Latina. Primero la observación: “¿Será que nuestro protestantismo no se adapta al temperamento de estos pueblos, no satisface sus aspiraciones religiosas, no llena sus necesidades espirituales, en una palabra, no arraiga, no prende no se identifica? […] No hemos podido vincularnos a nuestro pueblo. Le somos extraños a nuestra raza” (p. 41). Ente esto, su reto era un llamado a ir en sentido contrario a la ajenidad para latinizar al protestantismo.



De los tres congresos mencionados, el de la Habana tuvo no solamente mayor participación de latinoamericanos sino que el liderazgo real también recayó en sus manos. Esta realidad hizo que las miradas y tareas posteriores a emprender fuesen preponderantemente endógenas. Por esto es primordial dar atención al ejercicio reflexivo que condensó Báez-Camargo en el documento redactado por él, pero que recogió un ejercicio colectivo.



El protestantismo, consideraba Báez-Camargo, debía sacar lecciones de lo acontecido con el catolicismo, que nominalmente aglutinaba más del  90 por ciento de la población latinoamericana, pero que no había logrado transformar éticamente a las personas: “Por lo que hace a la moral, hemos vivido y seguimos viviendo en un pagano divorcio entre el rito y la conducta. La religión se aprueba y se practica como sistema de formas externas, pero no invade las esferas de la vida como inspiración de la conducta individual y social. Una de las más dolorosas realidades de nuestro medio, es la cómoda hermandad de la fidelidad al rito, en que el pueblo hace consistir la verdadera religiosidad, con la blasfemia y la impiedad”. (Hacia la renovación religiosa en Hispano-América. Resumen e interpretación del Congreso Evangélico Hispano-Americano de la Habana, Casa Unida de Publicaciones, México, 1930, p. 11).



El diagnóstico vislumbraba un nuevo horizonte, la irrupción de hombres y mujeres nuevos que transformarían estructuras e imaginarios éticos caducos. Los llamados a la transformación, que eran una minoría, tendrían que subvertir el orden sociocultural de América Latina, traer vientos nuevos: “No existe ya la Inquisición, pero su espíritu de intolerancia no ha muerto, y la renovación religiosa que esperamos y que ansiamos, no puede venir, no ha de venir, del seno de la Iglesia católica […] ¿Quiénes, pues, encabezarán y dirigirán la renovación religiosa Hispanoamericana? Para ser verdaderamente efectiva, tiene que ser original y espontánea, y no puede ser otra que la proveniente del Cristo Divino de los Evangelios. Los renovadores deberán ser, ineludiblemente, cristianos. Quedan por consiguiente, como única esperanza en el momento actual, los núcleos evangélicos latinoamericanos. ¿Está nuestro protestantismo capacitado para iniciar, organizar y dirigir esta renovación?” La pregunta de hace casi noventa años estimula un ejercicio de evaluación del actual protestantismo latinoamericano. Tal vez sea necesario decir que por el Continente se despliegan varios tipos de cristianismos evangélicos/protestantismos, y tal pluralidad requiere análisis detenidos. ¿Lo que vislumbraba Báez-Camargo como esperanza (renovación religiosa de América Latina mediante los núcleos evangélicos), se ha logrado, o más bien lo que ha ido sustituyendo al catolicismo es un evangelicalismo de ritos desconectados de la construcción de perfiles éticos que transformen el entorno social para el bien de los pueblos latinoamericanos?



Mientras por así decirlo las capas ilustradas del protestantismo latinoamericano de las primeras tres décadas del siglo XX reflexionaba sobre su ser y misión, al tiempo que implementaban acciones correspondientes, iba ganando terreno en las comunidades protestantes un esquema teológico que las desencarnaba para convocarles a la huelga social. El dispensacionalismo era, y es, una propuesta que insta a los creyentes a desentenderse del mundo y sus demandas. Daniel Salinas resume bien los orígenes históricos y los principios doctrinales del dispensacionalismo. Concluye que “en América Latina el dispensacionalismo inhibió el desarrollo de una teología contextual, ya que era un sistema cerrado”. Agrega que el protestantismo que intentaba  contextualizar su ser y mensaje “fue eclipsado rápidamente por el ímpetu y la mayoría numérica de los que siguieron el modelo dispensacionalista (pp. 48-49). Hoy, me parece, continúa el predominio dispensacional y sus variantes, a lo cual debemos agregar que con el crecimiento del evangelicalismo y su peso electoral se está pugnando por la neo confesionalización del Estado. O sea, retornar a un modelo que dominó en la Colonia pero con un actor religioso distinto al de entonces: el evangelicalismo que busca instrumentalizar determinados principios éticos desde las instancias gubernamentales. 


 

 


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