Podríamos pensar que tibio sería mejor que frío, pero, al contrario, para Cristo la tibieza es lo peor y le da asco.
El Apocalipsis es un libro muy dramático, y tiene que leerse un poco diferente a como leeríamos Romanos, por ejemplo, o Marcos. Si observamos bien este libro, veremos que nos desafía a activar constantemente nuestros sentidos de percepción.
En primer lugar, como es obvio, éste es un libro de visiones, que apelan a nuestro sentido de la vista. Nos desafía a visualizar los cuadros que pinta.
Apela también al oído, con sus muchas trompetas, voz de trueno, estruendo de cataratas de agua, y aun sus silencios ("los sonidos del silencio", muy importantes en este libro: 5:3; 8:1; 18:22-23).
Para el olfato, evoca la fragancia de ricos perfumes (incienso) y el olor menos agradable del azufre, familiar a todos los que viven cerca de volcanes. Está presente también el tacto, como cuando el Hijo del Hombre pone su mano sobre la cabeza de Juan.
Muy interesantes y dramáticas son dos referencias al gusto gastronómico, al sabor de la boca. En la visión del poderoso ángel con el librito abierto, se le ordena a Juan comerse ese rollo (Apoc. 10:9-10). Si fuera de papiro (algo parecido al papel) o de pergamino (de pellejos animales), ¡no es un menú que apetece para nada! (Si usted no me cree, trate de comerse una hoja de papel y se convencerá).
El otro pasaje que remite al sabor de la boca, aún más feo, es el mensaje a la iglesia de Laodicea: ¡tienen a Jesús al punto de vomitar! (¿Se acuerda de la última vez que usted vomitó? Ay, ¡que feo, verdad!).
Laodicea era una ciudad con muchas ventajas: bien situada sobre rutas comerciales, una buena acrópolis para su defensa, buenos pastos para animales y su industria textilera.
Pero Laodicea tenía un problema muy serio, el agua. No muy lejos estaba Colosas, hacia el oriente, con agua limpia y bien fresca. Visible hacia el occidente, como nevadas, estaban los inmensos depósitos de minerales de las aguas termales de Hierápolis, donde llegaban hasta emperadores para curarse. Pero el agua de Laodicea no era ni fría como la de Colosas, ni caliente como la de Hierápolis; era tibia, y daba, literalmente, ganas de vomitar.
Podríamos pensar que tibio sería mejor que frío, pero, al contrario, para Cristo la tibieza es lo peor y le da asco. "Ojalá fueses frío o caliente" (3:15), en vez de tibio. Espiritualmente, el tibio se engaña a sí mismo y piensa que está bien con el Señor. Por eso le es casi imposible arrepentirse, siendo mucho más difícil que para la persona fría.
Pero por supuesto, lo que Jesús quiere es que seamos "calientes" en la fe ("sé celosos", literalmente "hirvientes"; 3:19).
De las siete iglesias del Apocalipsis, Laodicea era la peor, aunque se creía la mejor. "Tú dices, Yo soy rico, de ninguna cosa tengo necesidad" (3:17). Así era la autoestima de esta comunidad.
Pero Jesús la veía totalmente diferente: "Tú no sabes que eres un pobre, ciego y desnudo". Lo importante no es lo que nosotros pensamos de nosotros mismos, ni lo que otros piensan de nosotros (cf. 3:1), sino cómo Jesús nos ve, como personas y como comunidades. Y esta congregación, tan engreída, le daba asco al Señor.
Pero si ellos se arrepienten, Jesús tendrá un sabor totalmente diferente en su boca.
El pasaje termina con lo opuesto del inicio. Jesús está a la puerta de esa congregación, toca la puerta y llama, porque ahora quiere sentarse a comer con ellos. Ahora su boca no tiene ese mal sabor de náuseas, sino el apetito y el sabor de una buena comida que él espera compartir con ellos. Así de grande es la gracia y el perdón de nuestro Señor.
¿Qué sabor dejamos nosotros en la boca de Jesús?
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